El cuadro "El Macuto", de
Oswaldo Guayasamin, fue pintado en 1967
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Fernando Mires 14 de febrero de 2013
Suele suceder que
para entender las venturas del presente sea cada cierto tiempo necesario
reubicarlo en contextos macro-históricos, de la misma manera como para entender
la macro-historia hay que saber leer en los signos del día. Vivir el presente
como historia y leer el pasado como presente -recomendaba ese gran historiador
que fue Ferdinand Braudel- ayuda a entender porque la filosofía ontológica
sugiere que el pasado no sólo existe en el pasado (como algo cronológicamente
superado) sino que acompaña e interfiere el presente de modo continuo y
pertinaz. O dicho en una expresión más radical: vivimos a cuenta del pasado.
Por una parte, el futuro porque es futuro, no ha sucedido, y el presente no es
más que mediación entre un pasado que ya existió y el futuro que no conocemos.
Disquisición no ociosa si pensamos que la América Latina de nuestros días está
marcada no sólo por acontecimientos sino también por tantos traumas históricos.
Luego, si fuese
necesario reconocer en un marco de reproducción ampliada las líneas
fundamentales de la historia política latinoamericana, podríamos distinguir,
entre otras menores que aparecen y desaparecen, tres de larga trayectoria y
duración. Ellas son la línea dictatorial, la línea revolucionaria y la línea
democrática. Esas, a las que llamaré: las tres dimensiones de la historia
política del continente, como ocurre en toda realidad tridimensional, no se
presentan de modo paralelo sino cruzándose, uniéndose en algunos momentos,
separándose en otros, y casi siempre, interfiriéndose entre sí en el curso de
su tormentoso recorrido.
En el presente
artículo –una parte de un breve ensayo que estoy preparando bajo el título
“dictaduras, revoluciones y democracias”- me ocuparé sólo de la primera
dimensión: la dictatorial.
La dimensión dictatorial puede ser llamada también militarista, pues no hay dictadura que no sea militar o que no se apoye en ejércitos. Una dictadura sin ejército es un contrasentido.
Triste es
decirlo, pero la franja más ancha de la historia política de América Latina ha
sido la de las dictaduras, o si se quiere plantear al revés: la de las luchas
en contra de las dictaduras. Casi podría afirmarse que la dictadura fue en el
pasado la “forma natural” de gobierno y esa es la gran diferencia que separa a
la historia de la América del Norte de la de América del Sur. De tal modo que
las luchas democráticas de la región han sido también en contra de su propio
pasado, luchas que continúan hasta nuestros días en contra de esos persistentes
proyectos militaristas que, como asegura el tango, son como un “encuentro con
el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida” (“Volver”)
Y bien; a lo
largo de la historia latinoamericana es posible encontrar diversas formas de
dictadura militar, formas que en cierto modo son correspondientes con
determinadas fases del curso histórico latinoamericano.
Sin ninguna
pretensión tipológica, y sólo para simplificar el marco de la exposición,
podríamos distinguir tres formas predominantes –lo que no quiere decir que no
existan otras de menor persistencia- de dominación dictatorial:
· a. La
dictadura de tipo oligárquico post-colonial
· b. La
dictadura militar de Guerra Fría (o dictadura de seguridad nacional) y
· c. La
dictadura militar nacional- populista y/o socialista- nacional.
Las dictaduras oligárquicas –salvo una u otra excepción- marcan la historia del siglo XlX. Esa fue, menos que herencia, el lastre recibido del periodo colonial.
Como consecuencias de las feroces
guerras de la independencia, valientes y bárbaros generales ocuparon la silla
del poder, y en la mayoría de los casos lo hicieron como representantes no sólo
de los ejércitos sino de las no muy rancias aristocracias terratenientes desde
donde provenían. Esas son “las venas ocultas” de las dictaduras
latinoamericanas. De ahí que la mitología “bolivariana” que ensombrece
nuestro presente no logra ocultar la nostalgia del estado-militarista del
periodo post-colonial: utopía regresiva e inconfesa de tanto líder militar.
De esta manera,
en la gran mayoría de las naciones de la región, el Estado surgió del ejército
y la nación del Estado que en condiciones de guerra abierta y declarada no
podía sino ser un Estado militar, o apoyado en militares. Así se explica por
qué la primera revolución social de la era moderna, la mexicana de 1910, tuvo
lugar no en contra de un Estado “burgués” sino en contra de un Estado militar-
oligárquico. El simbólico Porfirio Diaz, así como muchos de sus epígonos,
gobernaba a su nación no como un Presidente, más bien como un patriarca, o lo
que es igual, como un gran terrateniente cuya hacienda era el país, tradición
que continuó, y nada menos que en nombre de la revolución, Venustiano Carranza
(1917-1920).
Más allá de las
ideologías, lo que unía a la gran mayoría de los dictadores latinoamericanos
hasta nuestros días, fue la alianza entre el ejército y los sectores
predominantemente agrarios que ellos representaban en y desde el poder.
Los dictadores
latinoamericanos del siglo XlX y primera mitad del XX fueron, casi sin
excepción, agraristas. El antagonismo que percibió Domingo Faustino Sarmiento
en la Argentina del tirano Juan Manuel de Rozas, a saber, el de civilización
contra barbarie, puede desdoblarse en la contradicción que se ha dado entre
agrarismo y civilidad urbana, contradicción que como ha destacado José Luis
Romero en su siempre hermoso libro “Las Ciudades y las Ideas” marca a fuego la
historia latinoamericana.
Sucesores del
patriarcalismo agrario denunciado por Sarmiento fueron, entre muchos, Alfredo
Stroessner en Paraguay (1954-1989) -quien continuó la tradición
hiperdictatorial inaugurada por el legenario Doctor Francia- o el “bolivariano”
Juan Vicente Gómez de Venezuela (1908-1935). Sobre esas dictaduras patriarcales
existe, por lo demás, abundante bibliografía, pero algunos geniales novelistas
han captado su sentido más esencial, y eso ha sido así desde “El Señor
Presidente” de Miguel Angel Asturias, “Yo, el Supremo” de Augusto Roa Bastos,
“El Recurso del Método” de Alejo Carpentier, “El Otoño del Patriarca” de
Gabriel García Márquez - cuyo personaje central se parece cada día más a Fidel
Castro- hasta llegar a la “Fiesta del Chivo” de Mario Vargas Llosa. Algún día,
un gran escritor escribirá una novela sobre Chávez, de eso no cabe duda. Los novelistas
han sido muchas veces los vengadores ocultos de la historia.
El siglo XX fue, al igual que el XlX,
muy pródigo en la formación de gobiernos dictatoriales. No obstante, desde la
segunda mitad del siglo, las dictaduras “clásicas” comienzan poco a poco a
cambiar su carácter oligárquico del mismo modo que emerge un nuevo tipo de
dictaduras que ya no son típicamente oligárquicas sino, de acuerdo al concepto
que popularizó José Comblin, “dictaduras de seguridad nacional”.
En algunos casos, las dictaduras oligárquicas clásicas, sobre todo en América Central, agregaron a su naturaleza oligárquica originaria (Somoza, Trujillo) la función de la seguridad nacional anticomunista. Esa tendencia fue representada, por ejemplo, en el primer gobierno de Hugo Banzer en Bolivia (1971-1978) y en su forma más pura en la terrible pero breve dictadura de José Efraín Ríos Montt en Guatemala (1982-1983). En otros casos, sobre todo en el Cono Sur, apareció un nuevo tipo de dictaduras no esencialmente oligárquicas ni agraristas cuya función originaria fue detener “el avance del comunismo” en contra de frentes políticos sociales (Unidad Popular, Frente Amplio) que, de acuerdo a la doctrina kissengeriana, podían portar la posibilidad de una “segunda Cuba” que facilitara la entrada del imperio soviético en la región. Por esa razón tales dictaduras son también llamadas dictaduras de la Guerra Fría y dentro de ellas, las más emblemática fue la dictadura de Pinochet en Chile.
En algunos casos, las dictaduras oligárquicas clásicas, sobre todo en América Central, agregaron a su naturaleza oligárquica originaria (Somoza, Trujillo) la función de la seguridad nacional anticomunista. Esa tendencia fue representada, por ejemplo, en el primer gobierno de Hugo Banzer en Bolivia (1971-1978) y en su forma más pura en la terrible pero breve dictadura de José Efraín Ríos Montt en Guatemala (1982-1983). En otros casos, sobre todo en el Cono Sur, apareció un nuevo tipo de dictaduras no esencialmente oligárquicas ni agraristas cuya función originaria fue detener “el avance del comunismo” en contra de frentes políticos sociales (Unidad Popular, Frente Amplio) que, de acuerdo a la doctrina kissengeriana, podían portar la posibilidad de una “segunda Cuba” que facilitara la entrada del imperio soviético en la región. Por esa razón tales dictaduras son también llamadas dictaduras de la Guerra Fría y dentro de ellas, las más emblemática fue la dictadura de Pinochet en Chile.
Interesante es constatar que las
dictaduras –anticomunistas y modernizadoras a la vez- tuvieron lejanas
precursoras en la Venezuela del “bolivariano” Marcos Pérez Jiménez (1952-1958)
y en la Colombia de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Es por eso que la mirada
del historiador debe considerar que aquello que en determinadas ocasiones
aparece como un hecho aislado, puede ser el anuncio de un nuevo contexto
histórico, del mismo modo que la aparición de una estrella errante puede ser el
anuncio de una constelación no divisada.
Interesante es
también constatar que, a diferencia de las dictaduras patriarcales y
agraristas, las dictaduras de “seguridad nacional” se hicieron co-partícipes de
proyectos empresariales cuyo objetivo era modernizar las economías nacionales,
abriendo las fronteras económicas en un plan que después fue bautizado como
“neo- liberal”, plan destinado a reemplazar la llamada “sustitución de
importaciones” (de origen desarrollista y “cepalino”) por un proyecto basado en
la “diversificación de las exportaciones”.
Los intentos más serios de
modernización agroexportadora tuvieron lugar en el Brasil dictatorial de los
años sesenta y setenta. Baste recordar que sociólogos de inspiración marxista
como Fernando Henrique Cardoso, llegaron a hablarnos durante esos tiempos de
una revolución “burguesa” que ante la ausencia de una burguesía clásica debía
ser realizada por una “burguesía en uniforme”. Ruy Mauro Marini –siguiendo los
esquemas de André Günder Frank- fue más lejos que Cardoso al desarrollar la
teoría del sub-imperialismo brasileño dirigido por un cuarto poder: el militar.
En cualquier caso, el proyecto modernizador fue realizado hasta sus últimas y
más radicales consecuencias durante la dictadura de Pinochet en Chile cuando
comenzó a ponerse en práctica el plan de ajuste tendiente a generar un sistema
basado en la diversificación de las exportaciones. No tanto éxito tuvieron los
militares argentinos quienes se vieron enfrentados a corporaciones agrarias e
industriales, incluso sindicales que no pudieron jamás domesticar.
Por último, cabe recordar que a
diferencia de la versión “izquierdista” que asigna a estas dictaduras el simple
papel de autómatas de los EE UU, ellas gozaron de una autonomía relativa que se
expresó incluso en enfrentamientos políticos con los EE UU como ocurrió con la
dictadura chilena durante el periodo Carter. Del mismo modo, no está de
más recordar que la dictadura del general Videla recibió el apoyo económico y
político de la URSS, documentado en textos de la Revista Internacional, donde
se diferenciaba el “fascismo pinochetista” del “progresismo nacionalista” de
los militares argentinos. La historia, en fin, es y será más compleja que
la historiografía.
En un tercer lugar tenemos que referirnos a las dictaduras militares de tipo populista a las que en otras ocasiones he mencionado bajo el concepto de dictaduras nacionalistas- sociales (a fin de diferenciarlas del nacional- socialismo de tipo europeo). Al hacer esta referencia imagino que más de algún lector ha pensado inmediatamente en el gobierno militar inaugurado por Hugo Chávez. Es por eso que es importante, antes que nada, destacar que el gobierno de Chávez estuvo lejos de ser único en su especie.
En cierto modo,
el gobierno militar chavista representaba la cristalización de una tendencia
que ha acompañado, de modo latente, después de modo manifiesto, la historia de
la modernidad latinoamericana. O para decirlo de otro modo: así como la
dictadura militar oligárquica corresponde a una alianza entre militares y
sectores terratenientes; o así como la dictadura de seguridad nacional realizó
en algunos países una alianza con un nuevo sector empresarial exportador, la
dictadura militar populista conoce tres momentos. El primer momento se
caracteriza por una alianza entre el ejército y masas urbanas y agrarias
emergentes, alianza en la cual el Estado militar ocupa el lugar de la absoluta
hegemonía. El segundo momento se caracteriza por la autonomización del Estado
militar con respecto a las bases populares que le sirvieron de base. El tercer
momento, que es el dictatorial propiamente tal, se caracteriza por la
autonomización del caudillo y su camarilla con respecto al propio Ejército.
Está de más decir que el gobierno chavista se encuentra viviendo ese tercer
momento que, bajo ciertas condiciones, podría ser su momento terminal.
El gobierno militar chavista
representa, en efecto, el entrecruce de dos líneas. Una es la
línea populista, la otra es la militarista. Desde comienzos del siglo XX dichas
líneas tendieron cada cierto tiempo a juntarse. Momentos efímeros fueron, por
ejemplo, el primer gobierno militar- popular de Fulgencio Batista, que contó
con la participación del Partido Comunista de Cuba (1940-1944). Dichos momentos
aparentemente fortuitos emergieron después fugazmente en la guerra civil de la
república Dominicana en torno al general Francisco Caamaño (1965) o en la
Bolivia de Juan José Torres (1970-1971). Pero sin duda, los gobiernos que mejor
anunciaron el momento chavista -si se quiere, los grandes profetas del mesianismo
político de Chávez- fueron el de Juan Francisco Velasco Alvarado en Perú
(1968-1975), el de Omar Torrijos en Panamá (1969-1981), y aunque parezca
extraño, el de Alberto Fujimori (1990-2000), otra vez en Perú. En todos esos
gobiernos -habría que agregar el de Manuel Antonio Noriega durante sus primeros
tiempos (1983-1989) y el mal realizado proyecto de Lucio Gutiérrez en Ecuador
(2002-2005)- se anunciaba la utopía de la dictadura militar populista que hoy
está cristalizando en Venezuela y, en parte, en sus “satélites” del ALBA.
Extrañará tal vez
que no ubique a la dictadura castrista como precursora del militarismo-
populista. La verdad es que la dictadura castrista, quizás por su larguísima
duración, es un caso especial de “camaleonismo tipológico”. Emergida de una
revolución democrática (antidictatorial) pasó, gracias a su entrega al imperio
soviético, a convertirse en la primera dictadura de tipo estalinista del
continente. Después de la (auto) destrucción del imperio soviético, adquiere
los rasgos típicos de una dictadura socialista-nacional. Eso no impide que
Fidel Castro como gobernante mantenga muchos rasgos típicos de los dictadores
patriarcales y agraristas del siglo XlX.
El “aporte”
chavista reside en haber unido el destino de su gobierno con la dictadura
militar de los Castro, dotar a su jefatura de un rudimentario pero efectivo
sistema ideológico de dominación, utilizar un sistema electoral controlado
desde el gobierno, ejecutar “golpes desde el Estado” en las zonas que lo
adversan, y formar un conglomerado internacional expansionista a través del
ALBA, cuya hegemonía reside en el eje Habana-Caracas
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