Por Moisés Naim, 09/02/2013
La palabra sanción es antipática. Implica un castigo que alguien
con poder (padre, profesor, jefe, juez) le impone a otro con menos poder, que
no tiene más alternativa que someterse a él. En las relaciones internacionales
las sanciones tienen una bien ganada mala fama. Las naciones más poderosas las
suelen usar para forzar cambios de políticas —o incluso de líderes— en otros
países. Casi nunca lo logran. Lo usual es que terminen penalizando a la ya muy
sufrida población del país sancionado más que a los tiranos que lo
malgobiernan. El irracional y contraproducente embargo de EE UU a Cuba es un
buen ejemplo. El embargo, que comenzó en 1960, solo ha servido para dar a los
hermanos Castro medio siglo de excusas con las cuales justificar la bancarrota
de su isla. En contraste, uno de los muy pocos casos de sanciones
internacionales que lograron su objetivo ocurrió en Sudáfrica en 1986. El
Congreso de EE UU impuso severas sanciones económicas a ese país hasta que
aboliera el apartheid y liberara a Nelson Mandela, entre otras condiciones.
Europa y Japón se unieron al castigo. El embargo causó estragos en la economía
sudafricana, lo que llevó al Gobierno de entonces a reformar sus leyes
segregacionistas. Pero esta es una excepción.
Criticar el uso de sanciones
internacionales, declarar su injusticia y futilidad y denunciarlas como un
resabio colonialista es lo común, y lo más fácil. Pero, ¿y si hubiese un nuevo
tipo de sanciones más eficaces, mejor enfocadas y de gran impacto en los
dirigentes del país cuya conducta se desea cambiar? En Irak, por ejemplo, ¿no
hubiese sido mejor contar con esta alternativa y evitar esa terrible guerra y
sus espantosas secuelas? En Irán, ¿no es mejor dejar que las sanciones obliguen
al Gobierno a limitar su programa nuclear a usos pacíficos en vez de embarcarse
en una guerra con consecuencias nefastas para el mundo entero? Por supuesto que
sí.
La buena noticia es que ha habido
mucho progreso en el desarrollo de esta clase de sanciones. La mala es que no
está claro que sean suficientes para evitar un conflicto armado con Irán.
Las sanciones que la comunidad
internacional le ha impuesto a Irán son las más sofisticadas, precisas y
económicamente devastadoras de la historia. Su eficacia se debe en parte al uso
de nuevas tecnologías de información y medidas financieras que no tienen
precedente. Pero también al hecho de que nunca antes tantos y tan diversos
países se implicaron tan metódica y activamente en sancionar a otro país. Estas
sanciones van desde el embargo a la exportación de petróleo a la exclusión de
los bancos iraníes del SWIFT, el sistema que permite las transferencias de
fondos entre bancos, así como todo tipo de obstáculos al transporte de carga y
pasajeros, a las importaciones y exportaciones y a las inversiones en ese país.
El impacto ha sido enorme. Las
exportaciones petroleras han caído a la mitad, la moneda se ha devaluado en
otro tanto en los últimos meses y la inflación se ha disparado. Si bien el
Gobierno mantiene que la economía creció el año pasado cerca del 2%, un
funcionario del FMI me aseguró, extraoficialmente, que estima que en 2012 la
economía iraní sufrió una contracción del 10%. Y según la revista Iran
Economics el ingreso per cápita caerá casi un tercio en 2013.
¿Bastará todo esto para llevar al
Gobierno iraní a la mesa de negociación? Por ahora parece que no. “Yo no soy un
diplomático; soy un revolucionario que habla franca y directamente… La nación
iraní no va a negociar bajo presión”, acaba de declarar el líder supremo de
Irán, el ayatolá Ali Jameneí. Y añadió: “Las negociaciones directas no
resuelven ningún problema”.
Quedan entonces tres
posibilidades: la primera es que el líder supremo no conozca en detalle los
daños que están causando las sanciones a la economía de su país y las duras
consecuencias que están pagando los iraníes. La segunda es que las sanciones
aún no hayan tenido todo su impacto y que pronto sea imposible para Jameneí
seguir ignorándolas, lo cual lo obligará a negociar. La tercera posibilidad, y
la más horrible, es que el líder supremo y sus asesores se hayan convencido de
que les conviene una guerra. Un bombardeo a sus instalaciones nucleares por
parte de Israel o EE UU movilizaría a la población en apoyo del Gobierno y le
ganaría enormes simpatías en el mundo islámico. Para lograr esto, lo único que
debe hacer el líder supremo es seguir adelante con su programa nuclear y
acercarse cada vez a la fabricación de bombas atómicas.
Ojalá que funcionen las sanciones.
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