miércoles, 27 de febrero de 2013

Yo, el pequeño burgués



Por Salomón Raydan, 25/02/2013

Yo soy uno de esos que los amigos llaman “intelectual de izquierda”, pero que otros más radicales llamarían “pequeño Burgués”. Calificativos fuera de moda sin duda, pero que detrás dejan un bagaje de esperanzas más o menos definidas. Las esperanzas de una América Latina con mayor justicia social, sin tanta pobreza, ni cadenas, ni presos políticos, ni dictaduras.

La caída de Allende, único gobierno socialista y democrático, fue un dolor largo y desesperado que muchos solo pudimos calmar con la huida hacia tierras más civilizadas. Parecía que se hubiese desvanecido la esperanza de un socialismo democrático, que nos alejara de los horrores del comunismo soviético.

Cuando el golpe contra Allende yo apenas tenía 17 años. Recuerdo el terror en mi casa porque no sabíamos nada de mi hermano mayor, quien como otros tantos jóvenes, había ido a ayudar a construir el gran sueño del Sur. Pase horas pegado a la radio esperando ingenuamente que míticos generales aparecieran a contra-atacar a los milicos traidores. En mi joven mente forjé fantasías de tropas populares marchando para retomar el violado Palacio de la Moneda.

Nunca he dudado de la intervención Norteamericana en la caída de Allende, pero poco tiempo después, ya estudiando en Inglaterra, conocí varios militares Allendistas que debieron escapar para salvar sus vidas y quienes me contaron una historia con bemoles interesantes.

Cogí la costumbre de pasar largas horas en un pub conversando con un coronel Chileno, al cual la tristeza del exilio lo llevaba al gastar sus horas tratando de explicarme las razones del golpe. Una de sus quejas más frecuente era lo que calificaba de “insensata intromisión de Fidel Castro”. Fidel visitó Chile en noviembre del 71 y permaneció más de 20 días, sin verdadera consciencia de lo que eso podía significar para el gobierno popular. Era un Fidel mucho más joven sin duda y quizás en su intimidad después de los años (no sé si alguna vez lo hizo públicamente), haya reconocido el daño que causó al proceso chileno su larga e imprudente estadía.

La visita de Fidel no solo fue inoportuna porque permitió unificar las poderosas fuerzas anti allendistas, sino porque estimuló la radicalización de grupos que apoyaban al Presidente Allende. La radicalización era torpe, no solo porque era militar y políticamente insostenible, sino porque de profundizarse, daría al traste con la esperanza de un socialismo democrático. La radicalización no dejaba espacio para el sueño y abría la puerta a los demonios.

Hace pocos vi un largo documental sobre el Golpe. En él apareció un joven Carlos Altamirano, dirigente radical de aquellos años, quien apenas dos días antes del levantamiento, aparecía vociferando llamados extremistas. Según él la victoria era segura. A los minutos apareció una foto del mismo líder, pero ya viejo y transformado. Me quedé viendo la foto y no pude dejar de encontrar en sus ojos la tristeza larga de mi amigo el Coronel. Por mi mente pasaron los lamentos de un hombre forzado a abandonar temprano su carrera, su familia, sus amigos y sus sueños.

Me invadió una rara mezcla de rabia y perdón que aún me acompaña y que resurge cada vez que oigo los gritos, las amenazas, los llamados de fusil y de muerte sobre vida. En esos gritos hay voces muy jóvenes a los que este cuento les sonará más bien pendejo, pero aun sin que se escuche, me toca remarcar que no hay nada más paradójico que el triunfo de las armas, sea quien sea el que la tiene. Escondido detrás de ese laurel, siempre está la sombra de una derrota más profunda.

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