Trino Márquez 30 de octubre de 2014
@trinomarquezc
En la salida de Miguel Rodríguez Torres
del MIJ seguramente confluyeron varios factores: la disputa soterrada e
interminable entre Diosdado Cabello y Nicolás Maduro, las rencillas entre
grupos opuestos dentro del oficialismo, la independencia y poder que había
concentrado el ministro defenestrado y, sin duda, el peso de los colectivos,
legado del comandante eterno.
Los grupos de terror armados, llamados
de manera eufemística “colectivos”, fueron alentados por Hugo Chávez
especialmente a partir de los sucesos del 11-A. Su antecedente son los Círculos
Bolivarianos. La desconfianza de Chávez en las Fuerzas Armadas después de haber
salido de Miraflores durante más de 48 horas aumentó su paranoia. A partir de
esos sucesos tomó dos medidas: colocar miembros de su más estricta confianza en
los cargos clave de la estructura castrense y promover la formación de su
ejército particular, conformado por las milicias formales, creadas por ley, y
las fuerzas irregulares de choque civiles (colectivos). Estos se convirtieron
en sus centuriones, cuerpo armado dispuesto a entregar la vida por el caudillo
y su revolución. A estos grupos los fanatizó, les entregó parcelas de Caracas y
los empoderó para que fueran capaces de actuar incluso contra los cuerpos de
seguridad del Estado, en el caso de que estos desacataran sus órdenes. Las
bandas armadas son hijas de Chávez. Así se perciben a sí mismas y las ve el ala
más radical del chavismo.
El gobierno de Maduro utilizó a esos
grupos para que apoyaran a la Guaria Nacional Bolivariana y a la Policía
Nacional en la represión de las protestas estudiantiles. Los grupos irregulares
le sirvieron al régimen para demoler las barricadas y aliviar la
responsabilidad del gobierno.
Rodríguez Torres y Cabello, tal vez
presionados por los militares más profesionales y menos ideologizados, luego de
haberlos utilizado como ariete y escudo protector, quisieron darles un parado a
algunos de esos grupos, envalentonados por el arsenal del que disponían,
convertidos en obstáculo para impulsar el plan de desarme aprobado por el
Gobierno y devenidos en pandillas delictivas. El aniquilamiento de los miembros
del colectivo 5 de marzo estuvo precedido por el secuestro de una patrulla del
CICPC. Este desafío a la autoridad del Ministerio del Interior fue castigada
con la violencia que todos conocemos. Su dirigente más destacado, José Odremán,
fue acribillado, al igual que cuatro de sus compañeros. La reacción de los
otros soldados de la revolución fue inmediata. Declararon enemigos a Rodríguez
Torres y a Cabello y exigieron la salida del primero del MIJ, logrando que a
los pocos días saliera eyectado el ministro, hasta ese momento uno de los
hombres fuertes del régimen y estrella en pleno ascenso. Maduro y su entorno
aprovecharon el episodio para quitarse de encima a un serio competidor.
Frente a la opinión pública quedó claro
que Maduro cedió ante la presión y las amenazas de los irregulares. Sus
inclinaciones izquierdistas y, tal vez, su temor a los militares anticomunistas
que aún deben de quedar en la FAN, lo llevaron a ceder ante las exigencias de
los grupos de terror.
Esta insólita decisión del jefe de
Estado resitúa a Venezuela en el siglo XIX, cuando el Ejército regular todavía
no se había formado y el país estaba comandado por caudillos que contaban con
sus propios ejércitos particulares. Hombres que desafiaban la autoridad del
Estado, asaltaban, cargaban con botines e imponían sus propias leyes.
La destrucción de la FAN no se expresa
solamente en su grosera politización –de la cual Padrino López es una burda
expresión-, sino también en la renuncia a poseer de forma exclusiva, tal como
lo establece la Constitución, el uso legítimo de la fuerza. Ahora esta función
intransferible de todos los cuerpos de seguridad del Estado tiene que
compartirla, porque así lo decidió la cúpula comunista que dirige el Gobierno,
con los grupos paramilitares fomentados por Chávez y, ahora, por Maduro para
socavar la autoridad de la institución castrense. Señores oficiales,
bienvenidos al siglo XIX. Gómez estaría escandalizado.
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