LUIS ALMAGRO 12 de septiembre de 2016
@AlmagroOEA_2015
Fue el
11 de septiembre de 2001, el día de los ataques terroristas en Washington y
Nueva York, cuando los países del hemisferio firmaron la Carta Democrática
Interamericana. (CDI).
El
documento fue motivado por la necesidad de dar respuesta a crisis menos
tradicionales. Teníamos experiencia en la región con interrupciones al orden
democrático causadas por un clásico golpe de Estado y en 1991 se había aprobado
la resolución 1080 de la OEA que instaba al Secretario General a actuar
inmediatamente junto a los órganos de la Organización para facilitar
soluciones.
No
poseíamos similar experiencia con crisis en las cuales la suspensión,
desmantelamiento o ruptura del orden constitucional fueran producidos por un
presidente con legitimidad de origen, es decir, que hubiera llegado al poder
por medio de elecciones libres y competitivas.
El
caso emblemático fue el de Perú en 1992, razón por la cual la Carta se firmó en
Lima nueve años más tarde. Su presidente de entonces, Alberto Fujimori, quien
había sido democráticamente electo en 1990, disolvió el Congreso, suspendió la
constitución y removió de sus funciones a más de una centena de jueces y
fiscales.
Durante
aquella crisis, Brasil, Costa Rica y Argentina retiraron sus respectivos
embajadores. Este último y Chile solicitaron la suspensión de Perú de la OEA.
Panamá y Venezuela, por su parte, rompieron relaciones diplomáticas. La
Organización se involucró activamente, denunciando los hechos, promoviendo
diálogos, mediación y una salida a la crisis. Pero no poseíamos un instrumento
para abordar esta nueva modalidad de ruptura democrática.
Para
tal objetivo fue escrita nuestra Carta Democrática, la que he llamado en varias
ocasiones “Constitución de las Américas”. No es un documento que haya sido
impuesto. Los Estados miembros eligieron firmarla y así unirse al consenso
sobre los principios que definen quiénes somos, en qué creemos y cómo
interactuamos unos con otros.
La CDI
nos dice que las libertades fundamentales, los derechos humanos y la democracia
no existen sólo cuando es conveniente. Nos recuerda que si existen violaciones
a esos derechos, es nuestra obligación señalarlas. Y nos indica que si estamos
comprometidos con la protección de los principios y la práctica de la
democracia en el continente, debemos estar dispuestos a actuar.
La
inspiración y guía de la CDI es permanente. Debe ser usada, cual brújula que
nos señala el camino correcto y nos marca las diferentes etapas de ese
recorrido. Así fue como fue aplicada en crisis anteriores, como la de Venezuela
en 2002, frente al intento de golpe contra el Presidente Hugo Chávez, y en
Honduras en 2009 ante el derrocamiento ilegal del Presidente Manuel Zelaya.
Como
Secretario General estoy obligado a ser fiel a la letra y el espíritu de la
CDI. Por tal razón he invocado su articulo 20 para la situación de Venezuela
hoy, identificando las serias alteraciones al orden constitucional y
proponiendo al conjunto de los Estados miembros de la OEA recorrer las etapas
que nos marca la Carta.
La
situación en Venezuela es grave. Baste decir aquí que en ese país hermano el
Poder Ejecutivo tiene férreo control del Poder Judicial, con el cual bloquea el
accionar del Poder Legislativo. En otras palabras, si Fujimori cerró el
Congreso en 1992 enviando tanques, el gobierno de Maduro lo esteriliza con sentencias
judiciales de un Tribunal Superior de Justicia que controla a discreción. El
mismo sistema judicial, en la figura del Consejo Nacional Electoral, demora la
verificación de firmas necesarias para la realización del referéndum
revocatorio en 2016.
Como
resultado, se ha erosionado la ciudadanía democrática. Se han perdido derechos
fundamentales, al disenso político y la libertad de expresión, que se pagan con
encarcelamientos arbitrarios, y el mismísimo derecho al voto, si continúa
postergándose la realización del referéndum. En Venezuela el número de presos
políticos continúa creciendo. Son líderes políticos, sindicales y sociales;
estudiantes, intelectuales y periodistas; o bien ciudadanos y ciudadanas de a
pie determinados a hacer valer las libertades perdidas.
Por
estas razones y tras haberse aplicado la CDI para Venezuela, he dejado abierto
el proceso de evaluación colectiva. Quedan pendientes los próximos pasos:
seguir evaluando el contenido de mi informe de fecha 30 de mayo de 2016 por
parte del Consejo Permanente, analizar los acontecimientos posteriores a esa
fecha y decidir colectivamente qué camino tomar para ayudar a recomponer la
institucionalidad democrática en Venezuela.
Somos
demócratas por que no perdemos de vista que la política debe funcionar como un
bien público; una vocación de servicio para el bien común. Cuando los Gobiernos
y los políticos no cumplen con estas normas, los ciudadanos se frustran con sus
líderes. Lo que hemos atestiguado en Venezuela es la pérdida del propósito moral
y ético de la política. El Gobierno se ha olvidado defender el bien mayor, el
bien colectivo.
El
espíritu de la CDI es también consistente con la Declaración de Managua para la
Promoción de la Democracia y el Desarrollo de junio de 1993. En ella, los Estados
Miembros expresaron su convicción de que la misión de la OEA no se limita a la
defensa de la democracia en los casos de quebrantamiento de sus valores y
principios fundamentales, sino que requiere además una labor permanente y
creativa dirigida a consolidarla, así como un esfuerzo permanente para prevenir
y anticipar las causas mismas de los problemas que afectan el sistema
democrático de gobierno.
En
nuestra América, el camino democrático ha sido sinuoso, con frecuencia
accidentado e inevitablemente prolongado y sufrido. La CDI nos llama a vivir en
democracia, y nos indica que esos derechos y libertades deben ser protegidos
entre todos. Seamos fieles defensores de la Carta, nuestra Constitución de las
Américas. Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos
la obligación de promoverla y defenderla.
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