Francisco Fernández-Carvajal 10 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Fundamentos de la esperanza teologal.
— Una espera vigilante. El examen de conciencia.
— La lucha en lo pequeño.
I. La Liturgia de
la Palabra de este Domingo nos recuerda que la vida en la tierra es una espera,
no muy larga, hasta que venga de nuevo el Señor. La fe que guía nuestros pasos
es precisamente certeza en las cosas que se esperan1,
como se lee en la Segunda lectura. Por medio de esta virtud
teologal, el cristiano adquiere una firme garantía acerca de las promesas del
Señor, y una posesión anticipada de los dones divinos. La fe nos da a conocer
con certeza dos verdades fundamentales de la existencia humana: que estamos
destinados al Cielo y, por eso, todo lo demás ha de ordenarse y subordinarse a
este fin supremo; y que el Señor quiere ayudarnos, con abundancia de medios, a
conseguirlo2. Nada debe desanimarnos en el camino hacia la santidad, porque
nos apoyamos en estas «tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama
inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de las
misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento
solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que
desembocará un día en el Paraíso»3.
La Bondad, la Sabiduría y la Omnipotencia divinas constituyen el cimiento firme
de la esperanza humana.
Dios es omnipotente.
Todo le está sometido: el viento, el mar, la salud, la enfermedad, los cielos,
la tierra... Y todo lo emplea y dispone para la salvación de mi alma y de todos
los hombres. Ni un solo medio deja de poner para el bien de cada uno de sus
hijos; también de quien parece estar solo y abandonado. La fuerza de Dios se
pone al servicio de la salvación y santificación de los hombres. Solo el mal
uso de la libertad puede hacer inútiles los medios divinos. Pero siempre es
posible el perdón. Siempre es posible dejar abierta la puerta para que la
esperanza nos invada. Dios es omnipotente; Dios lo puede todo, es nuestro Padre
y es Amor4.
Dios me ama inmensamente, como si fuera su único hijo, no me abandona nunca en
mi peregrinación por la tierra, me busca cuando por mi culpa me he perdido, me
ama con obras, disponiéndolo todo para el bien de mi alma. El amor paterno y
materno, con todo el atractivo que posee, es tan solo un pálido reflejo del
amor de Dios.
Dios es fiel a sus promesas, a pesar de nuestros retrocesos, traiciones y
deslealtades, de la falta de correspondencia a los requerimientos divinos. Él
nunca nos falla, no se cansa, tiene paciencia, una paciencia infinita, con los
hombres. Mientras caminamos por esta tierra, a nadie abandona por imposible, a
nadie considera irrecuperable. A Dios siempre lo encontramos como el Padre del hijo
pródigo que sale impaciente todos los días a ver si su hijo se divisa ya en la
lejanía, y tiene una fiesta preparada para el hijo que retorna.
El Señor espera nuestra conversión sincera y
correspondencia cada vez más generosa: espera que estemos vigilantes para no
adormecernos en la tibieza, que andemos siempre despiertos. La esperanza está
íntimamente relacionada con un corazón vigilante; depende en buena parte del
amor5.
II. Jesús nos
exhorta a la vigilancia, porque el enemigo no descansa, está siempre al acecho6,
y porque el amor nunca duerme7.
En el Evangelio de la Misa8 nos
advierte el Señor: Tened ceñidas vuestras cinturas y las lámparas
encendidas, y estad como quien aguarda a su amo cuando vuelve de las nupcias,
para abrirle al instante en cuanto venga y llame.
Los judíos usaban entonces unas vestiduras holgadas y
se las ceñían con un cinturón para caminar y para realizar determinados
trabajos. «Tener las ropas ceñidas» es una imagen gráfica para indicar que uno
se prepara para hacer un trabajo, para emprender un viaje, para disponerse a
luchar9. Del mismo modo, «tener las lámparas encendidas» indica la
actitud propia del que vigila o espera la venida de alguien10.
Cuando el Señor venga al fin de la vida, nos debe encontrar así, preparados: en
estado de vigilia, como quienes viven al día; sirviendo por amor y empeñados en
mejorar las realidades terrenas, pero sin perder el sentido sobrenatural de la
vida, el fin a donde se ha de dirigir todo; valorando debidamente las cosas
terrenas –la profesión, los negocios, el descanso...–, sin olvidar que nada de
esto tiene un valor absoluto, y que debe servirnos para amar más a Dios, para
ganarnos el Cielo y servir a los hombres; haciendo un mundo más justo, más
humano, más cristiano.
Poco tiempo nos separa de ese encuentro definitivo con
Cristo, cada día que pasa nos acerca a la eternidad. Puede ser este mismo año,
o el que viene, o el siguiente... De todas formas, siempre nos parecerá que la
vida ha ido muy deprisa. El Señor vendrá en la segunda o en la tercera
vigilia... «Y como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario,
según la amonestación del Señor, que vigilemos constantemente para que,
terminado el único plazo de nuestra vida terrena (Heb 9, 27),
merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos»11.
Vendrá, para quienes han vivido de espaldas a Dios, como algo completamente
inesperado: como ladrón en la noche12. Sabed
esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no
permitiría que se horadase su casa. Vosotros, pues, estad preparados... Y
comenta San Juan Crisóstomo que «con esto parece confundir a aquellos que no
ponen tanto cuidado en guardar su alma, como en guardar sus riquezas del ladrón
que esperan»13.
«A la vigilancia se opone la negligencia o falta de
solicitud debida, que procede de cierta desgana de la voluntad»14.
Estamos vigilantes cuando hacemos con hondura el examen de conciencia diario.
«Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te
hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean.
»—Recuerda, hijo, que no son menos importantes los
microbios que las fieras. Y tú cultivas esos errores, esas equivocaciones –como
se cultivan los microbios en el laboratorio–, con tu falta de humildad, con tu
falta de oración, con tu falta de cumplimiento del deber, con tu falta de
propio conocimiento... Y, después esos focos infectan el ambiente.
»—Necesitas un buen examen de conciencia diario, que
te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de
tus faltas, de tus omisiones y pecados»15.
El Señor debe encontrarnos preparados a cualquier hora en que se presente, en
cualquier circunstancia.
III.
Estaremos vigilantes en el amor y lejos de la tibieza y del pecado si nos
mantenemos fieles en las cosas menudas que llenan el día. Si consideramos lo
pequeño de cada jornada en el examen de conciencia, encontraremos con facilidad
las señales que indican el camino y las raíces de posibles descaminos. Las
cosas pequeñas son antesala de las grandes, y el amor vigilante se alimenta de
lo pequeño; y cae en la tentación más grande quien descuida lo que parece sin
importancia.
San Francisco de Sales señala la necesidad de luchar
en las tentaciones menudas, pues son muchas las ocasiones que se presentan en
una jornada corriente y, si se vence ahí, esas victorias son más importantes
–por ser muchas– que si se hubiera vencido en una de más trascendencia. Además,
aunque «los lobos y los osos son sin duda más peligrosos que las moscas», sin
embargo «no nos causan tantas molestias, ni prueban tanto nuestra paciencia».
Es cosa fácil –señala el Santo– «apartarse del homicidio, pero es dificultoso
evitar las pequeñas cóleras», que suelen presentarse con alguna facilidad. «No
es dificultoso el no hurtar los bienes ajenos; pero sí lo es el no desearlos.
Fácil es el no levantar en juicio falso testimonio, pero difícil será el no
mentir en conversaciones. Con facilidad nos apartaremos de la embriaguez, pero
con más dificultad viviremos la sobriedad»16.
Las pequeñas victorias diarias fortalecen la vida
interior y despiertan el alma para lo divino. Estas ocasiones se presentan con
mucha frecuencia: vivir el minuto heroico al levantarse o al comenzar el
trabajo; cuando dejamos a un lado esa revista insustancial que puede enredar el
alma o es, al menos, una pérdida de tiempo y, siempre, una buena ocasión para
vencer la curiosidad; en la mortificación a la hora de la comida; en la
sobriedad en las reuniones sociales, en la locuacidad... Estamos seguros de que
«tantas victorias cuantas ganemos contra esos pequeños enemigos, tantas piedras
preciosas serán puestas en la corona de la gloria que Dios nos prepara en su
santo reino»17.
Si hacemos un acto de amor en cada tentación, en todo
aquello que en nosotros o en los demás puede ser origen de una ofensa a Dios,
nos llenaremos de paz, y lo que podía haber sido motivo de derrota lo
convertimos en una victoria. Además de este inmenso bien para el alma, asegura
el mismo Santo que «cuando el demonio ve que sus tentaciones nos llevan a este
divino amor, cesa de tentarnos»18.
Si somos fieles en lo pequeño nos mantendremos ceñidos,
en vela, alerta ante el Señor que llega. Nuestra vida habrá consistido en una
alegre espera, mientras llevamos a cabo ilusionadamente la tarea que nuestro
Padre Dios nos ha encomendado en el mundo. Entonces comprenderemos con hondura
las palabras de Jesús: Dichoso aquel siervo, al que encuentre obrando
así su amo cuando vuelva. En verdad os digo que lo pondrá al frente de todos
sus bienes. Y Él está para venir; no dejemos de vigilar.
1 Heb 11,
1. —
2 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 17, a. 5 y 7. —
3 Juan
Pablo II, Alocución 20-IX-1978. —
4 Cfr. G.
Redondo, Razón de la esperanza, EUNSA, Pamplona 1977, p.
79. —
5 Cfr. J.
Pieper, Sobre la esperanza, Rialp, 3ª ed., Madrid 1961, p.
48. —
6 1
Pdr 5, 8. —
7 Cfr. Cant 5,
2. —
8 Lc 12,
32-48. —
9 Cfr. Jer 1,
17; Ef 6, 14; 1 Pdr 1, 13. —
10 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, notas
a Lc 12, 33-39 y 35. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 48. —
12 1
Tes 6, 2. —
13 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol. III, p. 204. —
14 Santo
Tomás, o. c., 2-2, q. 54, a. 3. —
15 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 481. —
16 Cfr. San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, IV, 8.
—
17 Ibídem.
—
18 Ibídem,
IV, 9.
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