José Brage 02 de mayo de 2020
Dios
habla en voz baja, pero constantemente; en la Sagrada Escritura -especialmente
en los Evangelios- y también a través de nuestro interior.
Dios nos habla. Constantemente. Habla con palabras y
también con obras. Su lenguaje es mucho más rico que el nuestro. Es capaz de
pulsar secretos resortes en nuestro interior, sirviéndose, por ejemplo, de las
personas o de los sucesos que nos rodean. Dios nos habla en la Escritura, en la
Liturgia, a través del Magisterio de la Iglesia… Como nos mira siempre con
amor, busca el diálogo con nosotros en cada acontecimiento, llamándonos siempre
a ser santos. Por eso, para poder escuchar ese misterioso lenguaje divino,
procuramos comenzar siempre nuestra oración con un acto de fe.
Desde dentro…
Dios habla actuando en nuestras propias potencias, que
puede mover desde dentro: a nuestra inteligencia, a través de las
inspiraciones; a nuestros sentimientos, a través de los afectos; a nuestra
voluntad, a través de los propósitos. Por eso, como nos enseñó san Josemaría,
al finalizar nuestra oración podemos decir: «Te doy gracias, Dios mío, por los
buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en este rato
de oración».
Pero, al considerar esta realidad, puede presentarse
una duda: «¿Y cómo puedo saber que es él quien me habla? ¿Cómo puedo saber que
esos propósitos, afectos e inspiraciones no son simples ocurrencias, deseos y
sentimientos míos?». La respuesta no es fácil. Orar es un arte que se aprende
con el paso del tiempo y con la ayuda de la dirección espiritual. Pero sí
podemos decir que viene de Dios todo lo que nos lleva a amar más a él y a los
demás, a cumplir su voluntad, también cuando implica sacrificio y generosidad.
Son muchas las personas habituadas a orar que pueden decir: «En mi oración pienso
las mismas cosas que pienso a lo largo del día pero con una diferencia: al
terminar, siempre lo hago con un “pero no se haga mi voluntad sino la tuya” en
el corazón, y eso no me pasa en los otros momentos».
Dios habla, muchas veces, directamente al corazón,
cuyo lenguaje conoce como nadie. Lo hace a través de deseos profundos que él
mismo siembra. Por eso, escuchar a Dios muchas veces consiste en bucear en el
propio corazón y tener la valentía de poner ante él nuestros anhelos, con la
intención de discernir lo que nos lleva a cumplir su voluntad y lo que no. ¿Qué
deseo realmente? ¿Por qué? ¿De dónde vienen estos impulsos? ¿A dónde me
conducen? ¿Estoy engañándome, fingiendo que no están ahí e ignorándolos? Ante
estas preguntas, normales en quien quiere vivir una vida de oración, el Papa
Francisco nos recomienda: «Para no equivocarse hay que (…) preguntarse: ¿me
conozco a mí mismo, más allá de las apariencias o de mis sensaciones?, ¿conozco
lo que alegra o entristece mi corazón?»[1].
Además de hablar a nuestro corazón y a nuestra
inteligencia, Dios también lo hace por medio de nuestros sentidos
internos: habla a nuestra imaginación, suscitando una escena o una imagen;
y habla a nuestra memoria, trayendo un recuerdo o unas palabras que pueden ser
una respuesta a nuestra oración o una indicación de sus deseos. Así, por
ejemplo, le ocurrió a san Josemaría el 8 de septiembre de 1931. Estaba rezando
en la Iglesia del Patronato de Enfermos, sin muchas ganas –como él mismo nos
dice–, con la imaginación suelta, «cuando me di cuenta de que, sin querer,
repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué
guardar en la memoria: Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la
cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere (…)
(instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio,
la frase, sin darle importancia):dicen así las palabras de la Escritura, que
encontré en mis labios: “et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti,
firmans regnum tuum in aeternum”: apliqué mi inteligencia al sentido de la
frase, repitiéndola despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he
vuelto a leer estas palabras (pues, –repito– como si Dios tuviera empeño en
ratificarme que fueron suyas, no las recuerdo de una vez a otra) he comprendido
bien que Cristo-Jesús me dio a entender, para consuelo nuestro, que “la Obra de
Dios estará con El en todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para
siempre”»[2].
Dios para hablarnos también puede servirse de las
notas que tomamos en un curso de retiro o en un medio de formación,
especialmente al releerlas en la oración tratando de captar su sentido. Allí
quizás podremos descubrir un hilo conductor o repeticiones que nos den una
pista de lo que el Señor quiere decirnos.
Un murmullo incesante
Es verdad que alguna vez el Señor habla claramente y
de manera sobrenatural pero no suele ser lo común. Ordinariamente Dios habla
bajito y por eso a veces no nos percatamos de los pequeños regalos –propósitos,
afectos, inspiraciones– que nos ofrece en una oración sencilla. Nos puede
ocurrir como al general sirio Amán que, cuando el profeta Eliseo le animó a
bañarse siete veces en el río para que se curara de su lepra, se lamentaba
diciendo: «Yo me imaginaba que saldría hasta mí y de pie invocaría el nombre
del Señor, su Dios; pondría su mano donde está la lepra y me curaría de ella»
(2 Re 5,11). Amán acudió al Dios de Israel, pero esperaba algo llamativo,
incluso ruidoso. Afortunadamente, sus siervos le hicieron recapacitar: «Si el
profeta te hubiera mandado algo difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuánto más si te
ha dicho: “lávate y quedarás limpio”» (2 Re 5,13). El general volvió para
cumplir el consejo, aparentemente demasiado ordinario, y de este modo entró en
contacto con el poder salvador de Dios. En la oración, conviene valorar esas
pequeñas luces sobre lo ya sabido, las mociones del Espíritu Santo
a lo de siempre, los afectos de pequeña intensidad, los
propósitos fáciles, sin despreciarlos por prosaicos, ya que todo
eso puede ser de Dios.
A una pregunta sobre la oración, el cardenal Ratzinger
respondió así: «Generalmente, Dios no habla demasiado alto, pero sí nos habla
una y otra vez. Oírle depende, como es natural, de que el receptor –digamos– y
el emisor estén en sintonía. Ahora en nuestro tiempo, con nuestro actual estilo
de vida y forma de pensar, hay demasiadas interferencias entre los dos y
sintonizar resulta particularmente difícil... Es obvio que Dios no habla
demasiado alto; pero a lo largo de toda la vida sí nos habla por signos o
sirviéndose de encuentros con otras personas. Basta simplemente con estar un
poco atentos y no consentir que las cosas de fuera nos absorban completamente»[3]. Esta
capacidad de atención tiene mucho que ver con el recogimiento interior –a veces
también exterior– y es algo en que nos hemos de entrenar. Para percibir a Dios
es necesario procurarnos momentos en los que pausamos el trajín cotidiano y
afrontamos la fuerza de la soledad con él. Necesitamos silencio.
Lo cierto es que Dios nos habla de mil maneras. Puede
ocurrir que estemos tan acostumbrados a sus dones que ya no nos demos cuenta,
que no le reconozcamos, como ocurría a los paisanos de Jesús: «¿No es éste el
hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José,
Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no viven entre nosotros?» (Mt 13,55-56). Hemos
de pedir al Espíritu Santo que nos dilate las pupilas, nos abra los oídos, nos
purifique el corazón y nos ilumine la conciencia para saber reconocer su
murmullo incesante, ese rumor inmortal dentro de nosotros.
Dios ya nos ha hablado
Cuando Jesús responde a los discípulos de Juan el
Bautista enumerando sus signos –«los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos
quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les
anuncia el Evangelio» (Mt 11,5)– está anunciando el cumplimiento de las
antiguas profecías de la Sagrada Escritura sobre el Mesías. Y es que Dios nos
ha hablado y nos habla a cada uno, de manera eminente, a través de la Sagrada
Escritura: «En los Libros Sagrados, el Padre que está en los cielos sale
amorosamente al encuentro de sus hijos y conversa con ellos»[4]. Por eso, «la
oración debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura, para que se
entable un diálogo entre Dios y el hombre; porque “a Él hablamos cuando oramos,
y a Él escuchamos cuando leemos las palabras divinas” (San Ambrosio, off. 1,
88)»[5]. Las palabras
de la Biblia no solo son inspiradas por Dios, son también inspiradoras de Dios.
De manera especial escuchamos a Dios en los
Evangelios, que recogen las palabras y hechos de Nuestro Señor Jesucristo. Así
lo recalca el autor de la Carta a los Hebreos: «En diversos momentos y de
muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los
profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hb 1,1-2).
San Agustín consideraba que el Evangelio era «la boca de Cristo: está sentado
en el Cielo, pero no deja de hablar en la tierra»[6]. Por eso
nuestra oración vive de la meditación del Evangelio; leyendo, meditando,
releyendo, grabando en la memoria, considerando una y otra vez sus palabras,
Dios nos habla al corazón.
San Josemaría, siguiendo la tradición de la Iglesia,
recomendaba continuamente escuchar a Dios a través de la meditación de los
evangelios: «Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del
Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio,
que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para
considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su
humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale
lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está
ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán
esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones»[7]. Nuestro
esfuerzo se expresa en acciones concretas: imaginar la
escena, intervenir en los pasajes, considerar un
rasgo del Maestro, contarle lo que nos pasa… Y le sigue esa
posible respuesta de Dios: indicarnos tal o cual cosa, suscitar mociones
interiores en nuestra alma, hacernos caer en la cuenta de
algo.Así se construye el diálogo con él.
En otra ocasión, san Josemaría también nos animaba a
contemplar e imitar a Jesucristo con estas palabras: «Sé tú un personaje en
aquella trama divina, y reacciona. Contempla los milagros de Cristo, oye el
flujo y el reflujo de la muchedumbre en torno a Él, cambia palabras de amistad
con los primeros Doce... Mira al Señor a los ojos y enamórate de Él, para ser
tú otro Cristo»[8]. Contemplar,
oír, cambiar palabras de amistad, mirar… son acciones que requieren despertar y
poner en marcha nuestras facultades y sentidos, nuestra imaginación y nuestra
inteligencia. Porque cada uno de nosotros está allí, en cada página del
evangelio. Cada escena, cada acto de Jesús, está dando sentido e ilumina mi
vida. Sus palabras se dirigen a mí y sostienen mi existencia.
[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, n.
273; en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo I,
pp. 385-386.
[4] Concilio Vaticano II, Const. dog. Dei
Verbum, n. 21. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2700.
[5] Concilio Vaticano II, Const. dog. Dei
Verbum, n. 25. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2653.
[8] San Josemaría, Apuntes tomados en una
meditación, 12-X-1947; en Mientras nos hablaba en el camino, pp.
36.
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