Laureano Márquez 01 de mayo de 2020
@laureanomar
Que
el primer santo venezolano llegue a ser un médico, es algo que lo llena a uno
de profunda emoción (¡una alegría en medio de tanta angustia!), porque todos
nuestros médicos llevan algo de la santidad de José Gregorio Hernández y
-encima- ucevista, ¿qué más se puede pedir?.
Graduado
de médico en 1888, se fue a hacer “la rural” a su Isnotú natal. Le habían
ofrecido ayuda económica para montar un consultorio en Caracas, pero él la
rechazó amablemente diciendo: “En Isnotú no hay médicos y mi puesto está allí,
allí donde un día mi propia madre me pidió que volviera para que aliviara los
dolores de las gentes humildes de nuestra tierra. Ahora que soy médico, me doy
cuenta que mi puesto está allí entre los míos”.
Pero
luego de un año de ejercicio en los Andes,
recibió una beca de la fundación Gran Mariscal de Ayacucho de la época y
se fue a estudiar a París.
A
su regreso al país se convirtió en uno de los pioneros de la modernización de
la medicina venezolana. Fue de los fundadores de la Academia de Medicina y una
autoridad en materia de bacteriología. A él se debe la introducción del
microscopio en Venezuela, lo que ya es en sí mismo un milagro, si recordamos
que hablamos del finales del siglo XIX, cuando el país no estaba para muchos
miramientos sanitarios.
Publicó
algunos trabajos de investigación sobre diversas materias vinculadas a su
quehacer. Sus intereses intelectuales
fueron diversos: la música, el arte, la filosofía y -naturalmente- la teología.
Hablaba inglés, francés, portugués, alemán e italiano, dominaba el latín y
tenía conocimientos de hebreo (esta gente de antes, empeñada en avergonzalo a
uno. Claro, no tenía Instagram ni Whatsaap, ¡así cualquiera!).
Como
galeno, su fama de persona incondicionalmente entregada a su prójimo fue
notable y si no ha sido canonizado antes
es porque tal virtud en un médico venezolano es cosa natural. Pero el
fue más allá: la vida del Dr. Hernández estuvo llena de notables muestras de
santidad, en primer lugar, en relación con la devoción por su trabajo como
médico, profesor e investigador, amén del
compromiso y entrega con sus pacientes y -naturalmente- su vida de
hombre de profunda religiosidad.
En
lo que respecta a este último aspecto,
hay que comenzar por decir que su segundo apellido: Cisneros, le conecta con
uno de sus antepasados, el cardenal Cisneros, confesor de la reina Isabel la
católica. Sintió el llamado de la
vocación religiosa y se fue a una cartuja en Italia. Los cartujos son de las
órdenes religiosas de mayor austeridad y rigor.
El
silencio es parte de su norma de vida. Siempre que pienso en los cartujos viene
a mi memoria el simpático chiste del novicio que solo tenía la posibilidad de
decir dos palabras al año al padre abad, pasado el primer año le dijo:
¡Cama
dura!
El
abad le respondió:
Hijo,
las durezas de tu cama recuerdan lo duro que es el camino que has tomado del
seguimiento de nuestro Señor.
Pasado
un año, tuvo la segunda entrevista con el abad:
¡Comida
escasa!- dijo el novicio.
El
abad respondió:Hijo, la comida frugal nos recuerda que nuestro paso por la vida
es breve, que los goces de este mundo son pasajeros, que la humildad es buena
y que nos preparamos aquí para la
plenitud celestial.
Pasó
otro año y el novicio tuvo su encuentro programado con el superior:
¡Me
voy!- dijo.
Gracias
a Dios, hijo, -respondió el abad- porque
no abres la boca sino para quejarte.
No
fue el caso del Dr. José Gregorio Hernández, que enfermó en el monasterio y el superior le recomendó
regresar a Venezuela para reponerse. El resto de su vida se dedicó a la
medicina y a ayudar a los más necesitados. Casualmente se dirigía a atender a
una paciente humilde cuando el la esquina de Amadores fue arrollado por un
vehículo al descender del tranvía.
Ser
oficialmente santo no es cosa fácil, más si se viste paltó, corbata y se lleva
sombrero, aunque José Gregorio ya lo es en el alma venezolana. Los trámites
comenzaron en 1949.
El
papa Juan Pablo II lo declaró “venerable” y ahora un nuevo milagro lo pone en
camino de su beatificación. Se trata de una niña de 13 años víctima del hampa
que llegó al hospital con un tiro en la
cabeza, luego de 4 horas de via crucis. Contra todos los pronósticos
científicos, se recuperó de manera inexplicable.
Su
madre la había puesto en manos de José Gregorio Hernández. Un milagro que de
pasada pone de manifiesto los infortunios y angustias cotidianas de nuestra
gente.
¡Ay!, nuestra misteriosa y a veces
incomprensible patria, donde unos destruyen vidas mientras
otros luchan afanosamente por salvarlas, haciendo milagros así en la
tierra como en el cielo.
Venerable
siervo de Dios José Gregorio Hernández: Venezuela esta pobre y está enferma,
dos situaciones de dolor que por igual te conmueven. Concédenos el milagro en el que todos estamos
pensando justo en este preciso instante.
Laureano
Márquez
@laureanomar
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