Francisco Fernández-Carvajal 04 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Rápida propagación
del cristianismo. Los primeros cristianos se santificaron en medio del ambiente
en el que encontraron a Cristo.
— Ciudadanos ejemplares
en medio del mundo. Llevar a Cristo a todos los ambientes.
— Costumbres cristianas
en el seno de la familia.
I. «Nuestro Señor
funda su Iglesia sobre la debilidad –pero también sobre la fidelidad– de unos
hombres, los Apóstoles, a los que promete la asistencia constante del Espíritu
Santo (...).
»La predicación del Evangelio no surge en Palestina
por la iniciativa personal de unos cuantos fervorosos. ¿Qué podían hacer los
Apóstoles? No contaban nada en su tiempo; no eran ricos, ni cultos, ni héroes a
lo humano. Jesús echa sobre los hombros de este puñado de discípulos una tarea
inmensa, divina»1.
Quien hubiera contemplado sin visión sobrenatural los comienzos apostólicos de
aquel pequeño grupo, habría creído que se trataba de un empeño destinado al
fracaso desde el principio. Sin embargo, aquellos hombres tuvieron fe, fueron
fieles y comenzaron a predicar por todas partes aquella doctrina insólita que
chocaba frontalmente con muchas costumbres paganas; en poco tiempo el mundo
conoció que Jesucristo era el Redentor del mundo.
Desde el principio la Buena Nueva es predicada a todos
los hombres, sin distinción alguna. Los que se habían dispersado en la
persecución provocada por la muerte de Esteban –leemos en la Misa de hoy2–,
llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. En esta ciudad fueron tantas las
conversiones que allí por primera vez llamaron cristianos a
los discípulos del Señor. Pocos años más tarde encontramos seguidores de Cristo
en Roma y en todo el Imperio.
En los comienzos, la fe cristiana arraigó
principalmente entre personas de condición sencilla: soldados de tropa,
bataneros, cardadores de lana, esclavos...; también comerciantes.
Considerad, hermanos –escribía
San Pablo–, quiénes son los que han sido llamados a la fe de entre
vosotros: cómo no sois muchos los sabios según la carne, ni muchos los
poderosos, ni muchos los nobles...3.
Para Dios no existe acepción de personas, y los
primeros llamados –ignorantes y débiles a los ojos humanos– serán los
instrumentos que utilizará para la expansión de la Iglesia. Así se vio con más
claridad que la eficacia era divina.
También entre los primeros cristianos existían
personas cultas, sabias, importantes, humanamente hablando –un ministro etíope,
centuriones, hombres como Apolo y Dionisio Areopagita, mujeres como Lidia–,
pero fueron los menos dentro del gran número de conversos a la nueva fe.
Comenta Santo Tomás que «también pertenece a la gloria de Dios el que por medio
de gente sencilla haya atraído a Sí a los sublimes del mundo»4.
Los primeros cristianos ejercían todas las profesiones
comunes en su tiempo, salvo aquellas que entrañaban algún peligro para su fe,
como «intérpretes de sueños», adivinos, guardianes de templos... Y aunque en la
vida pública estaban presentes las prácticas religiosas paganas, permaneció
cada uno en el lugar y profesión donde encontró la fe, procurando dar su tono a
la sociedad, esforzándose por llevar una conducta ejemplar, sin rehuir el trato
–al contrario– con sus vecinos y conciudadanos. Intervenían en el foro, en el
mercado, en el ejército... «Nosotros los cristianos –dirá Tertuliano–, no
vivimos separados del mundo, frecuentamos el foro, los baños, los talleres, las
tiendas, los mercados y las plazas públicas. Ejercemos los oficios de marino,
de soldado, de labriego, de negociante...»5.
El Señor nos recuerda que también hoy llama a todos,
sin distinción de profesión, de condición social o de raza. «¡Qué compasión te
inspiran!... Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son
tan ciegos, y no perciben lo que tú –miserable– has visto? ¿Por qué no han de
preferir lo mejor?
»—Reza, mortifícate, y luego –¡tienes obligación!– despiértales
uno a uno, explicándoles –también uno a uno– que, lo mismo que tú, pueden
encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad»6.
Así hicieron nuestros primeros hermanos en la fe.
II. A finales del
siglo ii, los cristianos están extendidos por todo el Imperio: «No hay
raza alguna de hombre, llámense bárbaros o griegos o con otros nombres
cualesquiera, ora habiten en casas o se llamen nómadas sin viviendas o moren en
tiendas de pastores, entre los que no se ofrezcan por el nombre de Jesús
crucificado oraciones y acciones de gracias al Padre y Hacedor de todas las
cosas»7.
Los fieles cristianos no huyen del mundo para buscar
con plenitud a Cristo: se consideran parte constituyente de ese mismo mundo, al
que tratan de vivificar desde dentro, con su oración, con su ejemplo, con una
caridad magnánima: «lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en
el mundo»8. Vivificaron su mundo, que en muchos puntos había perdido el
sentido de la dignidad humana, siendo ciudadanos como los demás, y sin
distinguirse de ellos ni por su vestido, ni por insignias, ni por cambiar de
ciudadanía9.
No solo son ciudadanos, sino que procuraban serlo
ejemplarmente: «obedecen las leyes, pero con su vida sobrepasan las leyes»10,
las cumplen acabadamente en beneficio de todos. Ya San Pablo enseñó que se
había de pedir a Dios por los constituidos en autoridad11.
Como ciudadanos ejemplares, honraban a la autoridad
civil, pagaban los tributos y cumplían las demás obligaciones sociales. Y esto,
en épocas de paz y en momentos de persecución y de odio manifiesto. Un ejemplo
de la heroicidad de los primeros fieles en vivir estas virtudes cívicas nos lo
proporciona San Justino Mártir, a mediados del siglo ii: «Como hemos
aprendido de Él (de Cristo), nosotros procuramos pagar los tributos y las
contribuciones, íntegramente y con rapidez, a vuestros encargados (...). De
aquí que adoramos solo a Dios, pero os obedecemos gustosamente a vosotros en
todo lo demás, reconociendo abiertamente que sois los reyes y los gobernadores
de los hombres y pidiendo en la oración que, junto con el poder imperial,
encontréis también un arte de gobierno lleno de sabiduría»12.
Y Tertuliano, que atacaba con vehemencia la degeneración del mundo pagano,
escribía que los fieles oraban en sus asambleas por los emperadores, por sus
ministros y autoridades, por el bienestar temporal y por la paz13.
Los cristianos, en cualquier época, no podemos vivir
de espaldas a la sociedad de la que formamos parte. En el mismo corazón del
mundo procuramos vivir responsablemente nuestros quehaceres temporales para,
desde dentro, informarlos con un espíritu nuevo, con la caridad cristiana.
Cuanto más se haga sentir el alejamiento de Cristo, tanto más urgente se hace
la presencia de los cristianos en esos lugares, para llevar, como los primeros
en la fe, la sal de Cristo, y devolver al hombre su dignidad humana, perdida en
muchas ocasiones. «Para seguir las huellas de Cristo, el apóstol de hoy no
viene a reformar nada, ni mucho menos a desentenderse de la realidad histórica
que le rodea... —Le basta actuar como los primeros cristianos, vivificando el
ambiente»14.
Podemos preguntarnos si donde vivimos llevamos la luz
de Cristo a esas personas, a ese ambiente, como hicieron los primeros
cristianos.
III. Los
caminos de acercamiento a la fe fueron muy variados, algunos extraordinarios,
como le sucedió a San Pablo15.
A otros los llamará el Señor a través del ejemplo de un mártir; la mayoría de
las veces conocían la Buena Nueva por mediación de algún compañero de trabajo,
de vecindad, de prisión, de viaje, etcétera. Ya en la época apostólica se hizo
costumbre bautizar a los niños, incluso antes de tener uso de razón. San Pablo
bautizó familias enteras, y junto con los demás Apóstoles transmitió esta
costumbre a toda la Iglesia. Dos siglos más tarde, Orígenes podía escribir este
texto: «la Iglesia ha recibido de los Apóstoles la costumbre de administrar el
bautismo incluso a los niños»16.
Las casas de los primeros fieles, iguales externamente
a las demás, se convirtieron en hogares cristianos. Los padres transmitían la
fe a sus hijos, y estos a los suyos, y así la familia se convirtió en un pilar
fundamental de la consolidación de la fe y de las costumbres cristianas.
Empapados por la caridad, los hogares cristianos eran lugares de paz en medio,
no infrecuentemente, de incomprensiones externas, de calumnias, de persecución.
En el hogar se aprendía a ofrecer el día, a dar gracias, a bendecir los
alimentos, a dirigirse a Dios en la abundancia y en la escasez.
Las enseñanzas de los padres brotaban con naturalidad
al compás de la vida, y así la familia cumplía su función educadora. Estos son
los consejos que da San Juan Crisóstomo a un matrimonio cristiano: «muéstrale a
tu mujer que aprecias mucho vivir con ella y que por ella prefieres quedarte en
casa que andar por la calle. Prefiérela a todos los amigos e incluso a los
hijos que te ha dado; ama a estos por razón de ella (...). Haced en común
vuestras oraciones (...). Aprended el temor de Dios; todo lo demás fluirá como
de una fuente y vuestra casa se llenará de innumerables bienes»17.
Otras veces es un hijo o una hija el foco de expansión del cristianismo en su
familia: atrae a otros hermanos a la fe; quizá luego a sus padres, y estos a
los tíos... y acaban acercándose hasta los abuelos.
Son muchas las costumbres cristianas que pueden
vivirse en el seno de la familia: el rezo del Santo Rosario, los cuadros o
imágenes de la Virgen, hacer el Nacimiento en Navidad, la bendición de la
mesa... y otras muchas. Si sabemos cuidarlas, contribuirán a que en el hogar se
respire siempre un clima amable, de familia cristiana, donde desde pequeños se
aprende con naturalidad a tratar a Dios y a su Madre Santísima.
1 San
Josemaría Escrivá, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
—
2 Cfr. Hech 11,
19-20. —
3 1
Cor 1, 26. —
4 Santo
Tomás, Comentario a la 1ª Carta a los Corintios, ad. loc.
—
5 Tertuliano, Apologético,
42. —
6 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 182. —
7 San
Justino, Diálogo con Trifón, 117, 5. —
8 Epístola
a Diogneto, 6, 1. —
9 Cfr. Ibídem,
5, 1-11. —
10 Ibídem,
5, 10. —
11 Cfr. 1
Tim 2, 1-2. —
12 San
Justino, Apología I, 17. —
13 Cfr. Tertuliano, Apologético,
39, 1 ss. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 320. —
15 Cfr. Hech 9,
1-19. —
16 Orígenes, Coment.
a la Carta a los Romanos, 5, 9. —
17 San
Juan Crisóstomo, Hom. 20, sobre la Carta a los Efesios.
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