Francisco Fernández-Carvajal 15 de enero de 2021
@hablarcondios
— Un cristiano no puede estar encerrado en sí mismo,
despreocupado y ajeno a lo que pasa a su alrededor. Jesucristo, modelo de
convivencia.
— La virtud humana de la afabilidad.
— Otras virtudes necesarias para la convivencia
diaria: gratitud, cordialidad, amistad, alegría, optimismo, respeto mutuo...
I. Después de
responder a la llamada del Señor, Mateo dio un banquete al que asistieron
Jesús, sus discípulos y otras gentes. Entre estos, había muchos
publicanos y pecadores, todos amigos de Mateo. Los fariseos se sorprenden
al ver a Jesús sentarse a comer con esta clase de personas, y por eso dicen a
sus discípulos: ¿Por qué come con publicanos y pecadores?1.
Pero Jesús se encuentra bien entre gentes tan
diferentes. Se siente bien con todo el mundo, porque ha venido a salvar a
todos. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.
Y como todos somos pecadores y nos sentimos algo enfermos, Jesús no se separa
de nosotros. En esta escena contemplamos cómo el Señor no rehúye el trato
social; más bien lo busca. Se entiende Jesús con los tipos humanos y los
caracteres más variados: con un ladrón convicto, con los niños llenos de
inocencia y de sencillez, con hombres cultos y pudientes como Nicodemo y José
de Arimatea, con mendigos, con leprosos, con familias... Este interés
manifiesta el afán salvador de Jesús, que se extiende a todas las criaturas de
cualquier clase y condición.
El Señor tuvo amigos, como los de Betania, donde es
invitado o se invita en diversas ocasiones. Lázaro es nuestro amigo2.
Tiene amigos en Jerusalén que le prestan una sala para celebrar la Pascua con
sus discípulos, y conoce tan bien al que le prestará el pollino para su entrada
solemne en Jerusalén que los discípulos pueden tomarlo directamente3.
Jesús mostró un gran aprecio a la familia, donde se ha
de ejercer en primer término la convivencia, con las virtudes que esta
requiere, y donde tiene lugar el primero y principal trato social. Así nos lo
muestran aquellos años de vida oculta en Nazaret, de los que el Evangelista
resalta, por delante de otros muchos pequeños sucesos que nos podría haber
dejado, que Jesús Niño estaba sujeto a sus padres4.
Debió de ser uno de los recuerdos imborrables de María en aquellos años. Para
ilustrar el amor de Dios Padre con los hombres se sirve del amor de un padre
para con su hijo (que no le da una piedra si pide pan, o una serpiente si le
pide un pez)5. Resucita al hijo de una viuda en Naím6 porque
se compadece de su soledad (era hijo único) y de su pena. Y Él mismo, en medio
de los sufrimientos de la cruz, vela por su Madre confiándola a Juan7.
Así lo entendió el Apóstol: y el discípulo, desde aquel instante, la
recibió en su casa8.
Jesús es un ejemplo vivo para nosotros porque debemos
aprender a convivir con todos, por encima de sus defectos, ideas y modos de
ser. Debemos aprender de Él a ser personas abiertas, con capacidad de amistad,
dispuestos siempre a comprender y a disculpar. Un cristiano, si de veras sigue
a Cristo, no puede estar encerrado en sí mismo, despreocupado y ajeno a lo que
pasa a su alrededor.
II. Una buena parte
de nuestra vida se compone de pequeños encuentros con personas que vemos en el
ascensor, en la cola de un autobús, en la sala de espera del médico, en medio
del tráfico de la gran ciudad o en la única farmacia del pequeño pueblo donde
vivimos... Y aunque son momentos esporádicos y a veces fugaces, son muchos en
un día e incontables a lo largo de una vida. Para un cristiano son importantes,
pues son ocasiones que Dios nos da para rezar por ellos y mostrarles nuestro
aprecio, como corresponde a hijos de un mismo Padre. Y lo hacemos normalmente a
través de esas muestras de educación y de cortesía, que se convierten
fácilmente en vehículos de la virtud sobrenatural de la caridad. Son personas
muy diferentes, pero todas esperan algo del cristiano: lo que Cristo
hubiera hecho en nuestro lugar.
También tratamos a personas muy distintas en la propia
familia, en el trabajo, en el vecindario..., con caracteres, formación cultural
y humana y modos de ser muy diversos. Es necesario que nos ejercitemos en la
convivencia con todos. Santo Tomás señala la importancia de esa virtud
particular –que encierra en sí otras muchas–, que ordena «las relaciones de los
hombres con sus semejantes, tanto en los hechos como en las palabras»9.
Esta virtud particular es la afabilidad, que nos lleva a hacer la
vida más grata a quienes vemos todos los días.
Esta virtud, que debe formar como el entramado de la
convivencia, no causa quizá una gran admiración; sin embargo, cuando falta se
echa mucho de menos, se vuelven tensas las relaciones entre los hombres y se
falta frecuentemente a la caridad; a veces, este trato se torna difícil o quizá
imposible. La afabilidad y las otras virtudes con las que se relaciona hacen amable
la vida cotidiana: la familia, el trabajo, el tráfico, la vecindad... Son
opuestas, por su misma naturaleza, al egoísmo, al gesto destemplado, al
malhumor, a la falta de educación, al desorden, al vivir sin tener en cuenta
los gustos, preocupaciones e intereses de los demás. «De estas virtudes
–escribía San Francisco de Sales– es necesario tener una gran provisión y muy a
mano, pues se han de estar usando casi de continuo»10.
El cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de
la virtud humana de la afabilidad en otros actos de la virtud
de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios. La caridad hace entonces de
la misma afabilidad una virtud más fuerte, más rica en contenido y con un
horizonte mucho más elevado. Debe practicarse también cuando es necesario tomar
una actitud firme y continua: «Tienes que aprender a disentir –cuando sea
preciso– de los demás, con caridad, sin hacerte antipático»11.
El cristiano, mediante la fe y la caridad, sabe ver
hijos de Dios en sus hermanos los hombres, que siempre merecen el mayor respeto
y las mejores muestras de atención y consideración12.
Por eso, debemos estar atentos a las mil oportunidades que ofrece un día.
III. Todo
el Evangelio es una continua muestra del respeto con que Jesús trataba a todos:
sanos, enfermos, ricos, pobres, niños, mayores, mendigos, pecadores... Tiene el
Señor un corazón grande, divino y humano; no se detiene en los defectos y
deficiencias de estos hombres que se le acercan, o con los que Él se hace el
encontradizo. Es esencial que nosotros, sus discípulos, queramos imitarle,
aunque a veces se nos haga difícil.
Son muchas las virtudes que facilitan y hacen posible
la convivencia: la benignidad y la indulgencia,
que nos llevan a juzgar a las personas y sus actuaciones de forma favorable,
sin detenernos mucho en sus defectos y errores; la gratitud, que es
ese recuerdo afectuoso de un beneficio recibido, con el deseo de corresponder
de alguna manera. En muchas ocasiones solo podremos decir gracias,
o algo parecido; cuesta muy poco ser agradecidos, y es mucho el bien que se
hace. Si estamos pendientes de quienes están a nuestro alrededor, notaremos qué
grande es el número de personas que nos prestan favores diversos.
Ayudan mucho en la convivencia diaria la cortesía y
la amistad. ¡Qué formidable sería que pudiéramos llamar amigos a
las personas con quienes trabajamos o estudiamos, a los padres, a los hijos, a
aquellas personas con las que convivimos o nos relacionamos!: amigos,
y no solo colegas o compañeros. Esto será señal de que nos hemos esforzado en
muchas virtudes humanas que fomentan y hacen posible la amistad: el desinterés,
la comprensión, el espíritu de colaboración, el optimismo, la lealtad. Amistad
particularmente honda dentro de la propia familia: entre hermanos, con los
hijos, con los padres. La amistad resiste bien las diferencias de edad, cuando
está vivificada por el ejemplo de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre,
que ejercitó las virtudes humanas acabadamente, en plenitud.
En la convivencia diaria, la alegría,
manifestada en la sonrisa oportuna o en un pequeño gesto amable, abre la puerta
de muchas almas que estaban a punto de cerrarse al diálogo o a la comprensión.
La alegría anima y ayuda al trabajo y a superar las numerosas contradicciones
que a veces trae la vida. Una persona que se dejara llevar habitualmente de la
tristeza y del pesimismo, que no luchara por salir de ese estado enseguida,
sería un lastre, un pequeño cáncer para los demás. La alegría enriquece a los
otros, porque es expresión de una riqueza interior que no se improvisa, porque
nace de la convicción profunda de ser y sentirnos hijos de Dios. Muchas
personas han encontrado a Dios en la alegría y en la paz del cristiano.
Virtud de convivencia es el respeto mutuo,
que nos mueve a mirar a los demás como imágenes irrepetibles de Dios. En la
relación personal con el Señor, el cristiano aprende a «venerar (...) la imagen
de Dios que hay en cada hombre»13.
También la de aquellos que por alguna razón nos parecen menos amables,
simpáticos y divertidos. La convivencia nos enseña también a respetar las cosas
porque son bienes de Dios y están al servicio del hombre. El respeto es
condición para contribuir a la mejora de los demás, porque cuando se avasalla a
otro se hace ineficaz el consejo, la corrección o la advertencia.
El ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente
abiertos hacia los demás; a comprenderlos, a mirarlos con una
simpatía inicial y siempre creciente, que nos lleva a aceptar con optimismo la
trama de virtudes y defectos que existen en la vida de todo hombre. Es una
mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad
que existe en todos. Una persona comprendida abre con facilidad su alma y se
deja ayudar. Quien vive la virtud de la caridad comprende con facilidad a las
personas, porque tiene como norma no juzgar nunca las intenciones íntimas, que
solo Dios conoce.
Muy cercana a la comprensión está la capacidad
para disculpar con prontitud. Mal viviríamos nuestra vida
cristiana si al menor roce se enfriase nuestra caridad y nos sintiéramos
separados de las personas de la familia o con quienes trabajamos. El cristiano
debe hacer examen para ver cómo son sus reacciones ante las molestias que toda
convivencia diaria suele llevar consigo. Hoy, sábado, podemos terminar la
oración formulando el propósito de cuidar con esmero, en honor de Santa María,
estos detalles de fina caridad con el prójimo.
1 Mc 2,
13-17. —
2 Jn 11,
11. —
3 Cfr. Mc 11,
3. —
4 Cfr. Lc 2,
51. —
5 Cfr. Mt 9,
7. —
6 Cfr. Lc 7,
11. —
7 Cfr. Jn 19,
26-27. —
8 Jn 19,
26-27. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 114, a. 1. —
10 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 1.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 429. —
12 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, Antología de textos, Palabra, 13ª
edición actualizada y ampliada, Madrid 2003, voz Afabilidad.
—
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 230.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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