Marta de la Vega 14 de junio de 2021
@martadelavegav
Acuñada
por Hannah Arendt a partir de su experiencia en el juicio de Adolf Eichmann, la
noción “banalidad del mal” sintetiza un rasgo esencial del totalitarismo como
sistema político. En su libro Los orígenes del totalitarismo (1951)
Arendt caracteriza los proyectos totalitarios como expresión del “mal
radical”.
Botero
y Leal lo destacan (Universitas Philosophica, Bogotá, 60, ene-jun 2013):
“los regímenes totalitarios ejercen una nueva forma de dominación, que no
solamente destruye la libertad de los ciudadanos al exterminar los espacios
políticos de participación ciudadana, como en el caso de los despotismos o tiranías,
sino que controla totalmente las instituciones culturales, las relaciones
sociales y la esfera privada de los individuos, logrando el propósito de privar
a la población de su identidad personal y moral”. Es una forma de dominación
extrema: “dominación total”.
Este
modo de ejercer el poder destruye los parámetros morales, disuelve toda
capacidad de arrepentimiento y convierte la anomia, como falta de ley y
transgresión reiterada de las normas, en la regla de conducta de los que
dominan, están subordinados al sistema o han sido permeados por este, al punto
de destruir la humanidad de los otros, que no son más prójimo, ni siquiera
potenciales enemigos sino cosas exterminables en caso de ser obstáculos de las
propias acciones.
En el
testimonio horrorizado de Arendt de las características “normales” del coronel
de las SS juzgado por sus crímenes atroces en Eichmann en Jerusalén, un
estudio sobre la banalidad del mal, 1963, ella pasa de la noción “mal
radical” de cuño kantiano, a la de “banalidad del mal”, ambas, indisociables
caras de un mismo fenómeno.
Cuando
se arrasa con la pluralidad y espontaneidad humanas, no solo cada uno es
superfluo e intercambiable, sino que puede ser eliminado sin piedad ni
remordimiento. Para Kant, el “mal radical” es el resultado de acciones malvadas
de una “mala voluntad pervertida” que no respeta los imperativos categóricos.
Para
Arendt, ni siquiera puede atribuírsele connotación moral: “Cuando lo imposible
es hecho posible se torna en un mal absolutamente incastigable e imperdonable
que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del
interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía
[…]”. Se rompe con la dimensión ética inherente a nuestra humanidad.
Por
eso, al referirse a los horrores de los campos de concentración y exterminio
nazis, Arendt descubre que “no tenemos nada en que basarnos para comprender un
fenómeno que, sin embargo, nos enfrenta con su abrumadora realidad y destruye
todas las normas que conocemos”.
La
concreción de un sistema penal arbitrario y sesgado es el primer paso para la
deshumanización. No hay razones objetivas que justifiquen persecución y
castigo. La justicia no es la meta. No hay delito alguno ni razones para dejar
fuera de la protección de la ley a algunas personas, ni oportunidad para ellas
de defenderse jurídicamente, salvo su oposición al sistema.
Se
liquida el Estado de Derecho que ampara a los ciudadanos de los abusos del
Estado. Peor aún, se fuerza al resto de la sociedad “al reconocimiento de la
ilegalidad”, como afirma Arendt en Los orígenes del totalitarismo:
“El propósito de un sistema arbitrario es destruir los derechos civiles de toda
la población, que en definitiva se torna tan fuera de la ley en su propio país
como los apátridas y los que carecen de un hogar. La destrucción de los
derechos del hombre, la muerte en el hombre de la persona jurídica, es un
prerrequisito para dominarle enteramente.”
Lo
grave de este proceso destructivo descrito por Arendt es que en Venezuela lo
hemos presenciado impotentes, sobre todo a partir de 2014. Como ocurrió en los
campos de concentración y exterminio nazis y en los campos estalinistas, lo
único que queda es “la ley de la sobrevivencia”. En este sentido, el segundo y
tercer paso son el colapso moral y la pérdida de la humanidad.
Aunque
la camarilla criminal que domina el país ha querido arrebatarnos la capacidad
de resistencia y la conciencia cívica en Venezuela, aunque han querido borrar
la existencia e identidad de los presos políticos, siguen muchas voces
valientes en el país, con fuerza moral y autoridad, pese a los atropellos, para
mantener y avivar la llama por la dignidad, la democracia y la decencia. E
iniciativas creativas que afirman la libertad y proyectos comunitarios que
fortalecen la solidaridad y el tejido social.
Pero
hay entre los más vulnerables éticamente, en el ejercicio del poder político y
en diversos sectores sociales, quienes han sucumbido a la pérdida de humanidad.
Dos maestras fueron asesinadas y descuartizadas por haber denunciado en su
escuela la tenencia y consumo de drogas ilícitas de algunos alumnos. Dos
mujeres fueron asesinadas después de haber protestado públicamente contra el
hambre y los abusos de un mandatario local. Se exige carnet de la patria
para ser vacunados.
Así
como Alemania resurgió con gran fuerza moral y económica al superar el horror
nazi, no podemos perder la esperanza de recuperar ética y socialmente el país.
Marta
de la Vega
@martadelavegav
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