Francisco Fernández-Carvajal 04 de junio de 2021
@hablarcondios
— La
limosna de la viuda pobre. Lo importante para Dios.
— El
amor da valor a lo que es en sí pequeño y de escasa importancia. La tibieza y
el descuido en lo pequeño.
— La
santidad es un tejido de pequeñas menudencias. El crecimiento
en las virtudes y las cosas pequeñas.
I. Nos
relata San Marcos en el Evangelio de la Misa1 que
estaba Jesús sentado frente al cepillo del Templo y observaba a la gente que
echaba dinero en él. La escena tiene lugar en uno de los atrios, en la
llamada Cámara del tesoro o Sala de las ofrendas; los
días de la Pasión están ya cercanos.
Ante
muchos que daban grandes cantidades, el Señor no hizo el menor comentario. Pero
vio Jesús una mujer que se acercaba con el clásico atuendo de las viudas, con
clara apariencia de ser una mujer pobre. Había esperado quizá a que la
aglomeración desapareciera, y dejó dos monedas pequeñas; eran, entre las que
estaban en circulación, las de menos valor. San Marcos aclara para los lectores
no judíos, a quienes se dirige particularmente su Evangelio, la entidad real de
estas monedas. Quiere llamar la atención de todos sobre la exigua cantidad que
representaban. De cara a los hombres aquella limosna tenía muy poco valor: las
dos monedas hacían un cuadrante, es decir, la cuarta parte de
un as. Esta moneda era a su vez la decimosexta parte de un denario,
que constituía la primera unidad monetaria; un denario era el jornal de un
trabajador del campo. Pocas cosas se podían comprar con un cuadrante.
Si
alguien hubiera llevado una relación de las ofrendas que se hicieron aquel día
en el Templo, quizá habría pensado que no valía la pena tomar nota de la
limosna de esta mujer. ¡Y resultó ser, entre todas, la más importante! Tan
grata fue a Dios que Jesús convocó a sus discípulos dispersos por los
alrededores para que aprendieran la lección de aquella viuda. Aquellas piezas
de cobre apenas hicieron ruido, pero Jesús percibió claramente el amor sin
palabras de esta mujer que daba a Dios todos sus ahorros. Os aseguro
que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han
echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo
que tenía2.
¡Qué
diferente es con frecuencia lo importante para Dios y lo importante para
nosotros los hombres! ¡Qué diferentes medidas! A nosotros nos suele impresionar
lo llamativo, lo grande, lo sorprendente. A Dios le conmueven –el Evangelio nos
ha dejado abundantes testimonios– pequeños detalles llenos de amor, que están
al alcance de todos; también los sucesos que nosotros consideramos de gran
importancia, pero cuando están realizados con el mismo espíritu de rectitud, de
humildad y de amor. Los Apóstoles, que serían más tarde el fundamento de la
Iglesia, no olvidaron la lección de esta jornada. Aquella mujer nos ha enseñado
a todos cómo conmover el corazón de Dios cada día con lo único que
corrientemente tenemos a nuestro alcance: cosas pequeñas. «¿No has visto en qué
“pequeñeces” está el amor humano? Pues también en “pequeñeces” está el Amor
divino»3.
Aprendemos
también en este pasaje del Evangelio el verdadero valor de las cosas. Cualquier
acontecimiento –aunque parezca sin importancia– podemos convertirlo en algo
gratísimo a Dios. Y, por ser grato a Él, valioso. Solo tiene valor real,
verdadero y eterno lo que hacemos agradable a Dios.
Hoy,
en nuestra oración, podemos considerar la gran cantidad de oportunidades que
nos salen al paso: «Raras veces se ofrecen grandes ocasiones de servir a Dios,
pero pequeñas continuamente. Pues ten entendido que el que sea fiel en lo poco
será constituido en lo mucho. Haz, pues, todas tus cosas en honor de Dios, y
todas las harás bien: ora comas, ora bebas, oras duermas, ora te diviertas, ora
des vueltas al asador, si sabes aprovechar estas haciendas, adelantarás mucho a
los ojos de Dios realizando todo esto porque así quiere Dios que lo hagas»4.
II. Son
las cosas pequeñas las que hacen perfecta una obra y, por tanto, digna de ser
ofrecida al Señor. No basta que aquello que se realiza sea bueno (trabajo,
rezar...), sino que además debe ser una obra bien terminada. Para que haya
virtud –enseña Santo Tomás de Aquino– es necesario atender a dos cosas: a lo
que se hace y al modo de hacerlo5.
Y en cuanto al modo de hacerlo, la cincelada, la pincelada, el retoque final
convierte aquel trabajo en una obra maestra. Por el contrario, la chapuza, lo
desmañado y defectuoso es señal de languidez espiritual y de tibieza en el
cristiano, que se ha de santificar con su trabajo de cada día: conozco
tus obras y que tienes nombre de viviente y estás muerto (...). Porque yo no
hallo tus obras cabales en presencia de mi Dios6.
El cuidado de las cosas pequeñas viene exigido por la naturaleza propia de la
vocación cristiana: imitar a Jesús en los años de Nazaret, aquellos
largos años de trabajo, de vida de familia, de trato amistoso con las gentes de
su pueblo. Poner amor en lo pequeño por Dios requiere atención, sacrificio y
generosidad. Un pequeño detalle aislado puede no tener importancia: «lo que es
pequeño, pequeño es; pero el que es fiel en lo poco, ese es grande»7.
El
amor es el que hace importante lo pequeño8.
Si faltara este amor no tendría sentido el interés por cuidar las cosas
pequeñas: se convertirían en manía o fariseísmo; se pagarían diezmos de la
hierbabuena, del eneldo y del comino –como hacían los fariseos–, y se correría
el riesgo de abandonar los puntos más esenciales de la ley, de la justicia y de
la misericordia. Aunque lo que podamos ofrecer nos parezca poca cosa –como la
limosna de esta pobre viuda–, adquiere un gran valor si lo ponemos sobre el
altar y lo unimos al ofrecimiento que el Señor Jesús hace de Sí mismo al Padre.
Entonces, «nuestra humilde entrega –insignificante en sí, como el aceite de la
viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viuda– se hace aceptable a los ojos de
Dios por su unión a la oblación de Jesús»9.
Otras veces, los detalles, tanto en el trabajo, en el estudio, como en las
relaciones con otros, son la coronación de algo bueno que sin
ese detalle quedaría incompleto.
Uno de
los síntomas más claros de que se inicia el camino de la tibieza es que se
valoran poco los pormenores en la vida de piedad, los detalles en el trabajo,
los actos pequeños y concretos en las virtudes; y se acaba descuidando también
lo grande. «La desgracia es tanto más funesta e incurable cuando al deslizarse
hacia lo profundo apenas se nota, y se verifica con mayor lentitud (...). Que
con este estado se da un golpe mortal a la vida del espíritu, es cosa a todos
manifiesta»10. El amor a Dios, por el contrario, se pone de relieve en el
ingenio, en la vibración, en el esfuerzo por encontrar en todo ocasión
de amor a Dios y de servicio a los demás.
III. El
Señor no es indiferente a un amor que sabe estar en los detalles. No es
indiferente, por ejemplo, a que vayamos a saludarle –lo primero– al entrar en
una iglesia o al pasar delante de ella; al esfuerzo por llegar puntuales (mejor
unos minutos antes) a la Santa Misa; a la genuflexión bien realizada ante Él en
el Sagrario; a las posturas o al recogimiento que guardamos en su presencia...
Además, cuando se ve a alguien doblar con devoción la rodilla ante el Sagrario
es fácil pensar: tiene fe y ama a Dios. Y ese gesto de adoración ayuda a los
demás a tener más fe y más amor. «Os podrá parecer quizá que la Liturgia está
hecha de cosas pequeñas: actitud del cuerpo, genuflexiones, inclinaciones de
cabeza, movimiento del incensario, del misal, de las vinajeras. Es entonces
cuando hay que recordar las palabras de Cristo en el Evangelio: El que
es fiel en lo poco, lo será en lo mucho (Lc 16, 10). Por
otra parte, nada es pequeño en la Santa Liturgia, cuando se piensa en la
grandeza de Aquel a quien se dirige»11.
El
espíritu de mortificación se nos concreta normalmente en pequeños sacrificios a
lo largo de la jornada: lucha perseverante en el examen particular, sobriedad
en las comidas, puntualidad, afabilidad en el trato, levantarse a la hora, no
dejar la tarea aunque nos resulte costosa y falte ilusión humana, orden y
cuidado de los instrumentos de trabajo, comer con agradecimiento lo que nos
sirven, sin andar con caprichos...
Para
vivir la caridad en un tono cada vez más delicado y heroico será necesario
también descender a los detalles pequeños y menudos de la convivencia
cotidiana. «El deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites
el “apostolado de las cosas pequeñas”, sin que lo noten: con afán de servicio,
de modo que el camino se les muestre amable»12.
En ocasiones será poner verdadero interés en lo que nos cuentan; otras, pasar
por alto las preocupaciones personales para atender a quienes conviven con
nosotros; el no enfadarnos por cosas sin importancia; no ser susceptibles; ser
cordiales; la ayuda, quizá inadvertida, que alivia el peso; pedir a Dios por
una persona necesitada; evitar toda crítica; ser siempre agradecidos..., cosas
que están al alcance de todos... Y así ocurre en cada una de las virtudes.
Si
estamos atentos a lo pequeño, viviremos con plenitud todos los días, sabremos
dar a cada momento el sentido de estar preparando la eternidad. Para eso,
pidamos con mucha frecuencia la ayuda de María. Digámosle frecuentemente: Santa
María, Madre de Dios, ruega por nosotros... ahora, en cada situación
ordinaria y pequeña de nuestra vida.
1 Mc 12,
38-44. —
2 Mc 12,
43-44. —
3 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 824. —
4 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 34.
—
5 Cfr. Santo
Tomás, Quodl. IV, a. 19. —
6 Apoc 3,
1-2. —
7 San
Agustín, Sobre la doctrina cristiana, 14, 35. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 814. —
9 Juan
Pablo II, Homilía en Barcelona 7-XI-1982. —
10 B.
Baur, La confesión frecuente, p. 105. —
11 Pablo
VI, Alocución 30-V-1967. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 737.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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