Francisco Fernández-Carvajal 13 de junio de 2021
@hablarcondios
— Una
vida nueva. Dignidad del cristiano.
— La
gracia santificante, participación en la naturaleza divina.
— La
gracia nos lleva a la identificación con Cristo: docilidad, vida de oración,
amor a la Cruz.
I. Los
cristianos, desde el momento en que se nos infunde la gracia santificante en el
Bautismo, tenemos una nueva vida sobrenatural, distinta de la existencia común
de los hombres; es una vida particular y exclusiva de quienes creen en Cristo,
de aquellos que nacen no de la sangre, ni de la voluntad de la carne,
ni de querer de hombre, sino que nacen de Dios1.
En el Bautismo, el cristiano comienza a vivir la misma vida de Cristo2.
Entre Él y nosotros se ha establecido una comunión de vida distinta, superior y
más fuerte e íntima que la de los miembros de la sociedad humana. La unión con
el Señor es tan profunda que transforma radicalmente la existencia del
cristiano, y hace posible que la vida de Dios se desarrolle como algo propio en
el interior del alma. Nuestro Señor habla de la vid y los sarmientos3,
San Pablo la compara a la unión entre el cuerpo y la cabeza4,
pues una misma savia y una misma sangre recorren la cabeza y los miembros.
La
primera consecuencia de esta realidad es la dicha incomparable de hacernos
hijos de Dios; la filiación divina no es un mero título.
Cuando alguien adopta a otro como hijo le da su apellido y sus bienes, le
ofrece su cariño, pero no es capaz de comunicarle algo de su propia naturaleza
ni de su propia vida. La adopción humana es algo externo: no cambia a la
persona ni le añade perfecciones o cualidades que no sean meramente externas
(mejores vestidos, más medios para aumentar su cultura...). En la adopción
divina es distinto: se trata de un nuevo nacimiento, que produce una admirable
mejora de la naturaleza de quien es adoptado. Carísimos -escribe
San Juan-, nosotros somos ya ahora hijos de Dios5.
No es una ficción, no es otorgar un título honorífico, porque el mismo
Espíritu de Dios está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de
Dios6. Es una realidad tan grande y tan alegre que le hace escribir
a San Pablo: no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los
santos y miembros de la familia de Dios7.
¡Cuánto
bien hará a nuestra alma considerar a menudo que Cristo es la fuente de la que
mana a raudales esta nueva vida que se nos ha dado! Por Él -escribe
San Pedro- Dios nos ha dado las grandes y preciosas gracias que había
prometido, para hacernos partícipes por medio de estas mismas gracias de la
naturaleza divina8.
Ante
tal dignidad, la cabeza y el corazón se inclinan para dar continuas gracias al
Señor, que ha querido poner en nosotros tanta riqueza, y nos decidimos a vivir
conscientes de las joyas preciosas que hemos recibido. Los ángeles miran al
alma en gracia llenos de respeto y de admiración. Y nosotros, ¿cómo vemos a
nuestros hermanos los hombres, que han recibido o están llamados a recibir esa
misma dignidad? ¿Cómo nos comportamos, llevando un tesoro de tan altísimo
valor? ¿Sabemos de verdad lo que vale nuestra alma, y lo manifestamos en la
conducta, en la delicadeza con que evitamos aun lo más pequeño que desdiga de
la dignidad de nuestra condición de cristianos?
II. Al
principio, después de la primera creación, la criatura era nueva, perfecta,
según la había hecho Dios. Pero el pecado la envejeció y causó en ellas grandes
estragos. Por eso, Dios hizo otra nueva creación9:
la gracia santificante, una participación limitada de la
naturaleza divina, por la que el hombre, sin dejar de ser criatura, es
semejante a Dios, participa íntimamente en la vida divina.
Es una
realidad interior que produce «una especie de resplandor y luz que limpia todas
las manchas de nuestras almas y las torna hermosísimas y muy brillantes»10.
Esta gracia es la que une nuestra alma con Dios en un estrechísimo lazo de amor11.
¡Cómo deberemos protegerla, convencidos de que es el mayor bien que tenemos! La
Sagrada Escritura la compara a una prenda que Dios pone en los corazones de los
fieles12, a una semilla que echa sus raíces en el interior del hombre13,
a un manantial de aguas que manará sin cesar hasta la vida eterna14.
La
gracia santificante no es un don pasajero y transitorio, como ocurre con esos
impulsos y mociones para realizar u omitir alguna acción, a los que
llamamos gracias actuales; es «un principio permanente de vida
sobrenatural»15, una disposición estable radicada en la misma esencia del
alma. Porque determina un modo de ser estable y permanente –aunque se puede
perder por el pecado mortal–, se la llama también gracia habitual.
La
gracia no violenta el orden natural, sino que lo supone, lo eleva y
perfecciona, y ambos órdenes se prestan mutua ayuda, porque uno y otro de Dios
proceden16. Por eso, el cristiano, lejos de renunciar a las obras de la
vida terrena –al trabajo, a la familia...–, las desarrolla y las perfecciona,
coordinándolas con la vida sobrenatural, hasta el punto de ennoblecer la misma
vida natural17.
Con
esta dignidad hemos de vivir y de comportarnos en todas nuestras acciones; en
ningún momento del día debemos olvidar los dones con que hemos sido
favorecidos. Nuestra existencia será bien diferente si en medio de los
quehaceres diarios tenemos presente el honor que nos ha hecho nuestro Padre
Dios: que –por la gracia– nos llamemos hijos suyos, y que de verdad lo seamos18.
III. La
gracia santificante diviniza al cristiano y le convierte en hijo de Dios y en
templo de la Trinidad Santísima. Esta semejanza en el ser debe reflejarse
necesariamente en nuestro obrar: en pensamientos, acciones y deseos –a medida
que progresamos en la lucha ascética–, de modo que la vida puramente humana
vaya dejando paso a la vida de Cristo. Se ha de cumplir en nuestras almas aquel
proceso interior que indican las palabras del Bautista: conviene que él
crezca y yo mengüe19.
Hemos de pedir al Señor que se haga cada vez más firme en nosotros esta
aspiración: tener en el corazón los mismos sentimientos que tuvo
Jesucristo en el suyo20;
y desterrar el egoísmo, el pensar excesivamente en nosotros mismos, cualquier
síntoma de aburguesamiento... Por esto, quienes se ufanan de llevar el nombre
de cristianos, no solo han de contemplar al Maestro como un perfectísimo Modelo
de todas las virtudes, sino que han de reproducir de tal manera en sus
costumbres la doctrina y la vida de Jesucristo que sean semejantes a Él21,
en el modo de tratar a los demás, en la compasión por el dolor ajeno, en la
perfección del trabajo profesional, imitando los treinta años de vida oculta en
Nazaret...
Así se
repetirá la vida de Jesús en la nuestra, en una configuración creciente con Él
que realiza de modo admirable el Espíritu Santo, y que tiene como término la
plena semejanza y unión, que se consumará en el Cielo. Pero, considerémoslo
serenamente en nuestra oración, para llegar a esa identificación con Cristo se
precisa una orientación muy clara de toda nuestra vida: colaborar con el Señor
en la tarea de la propia santificación, quitando obstáculos a la acción del
Paráclito y procurando hacer en todo lo que más agrada a Dios, de tal manera
que podamos decir, como Jesús: Mi alimento es hacer la voluntad del que
me envió y dar cumplimiento a su obra22.
Esta correspondencia a la gracia –que se ha de hacer realidad día tras día,
minuto a minuto– se podría resumir en tres puntos principales: ser dóciles a
las inspiraciones del Espíritu Santo, mantener en toda circunstancia la vida de
oración, a través de las prácticas de devoción que hemos concretado en la
dirección espiritual, y cultivar un constante espíritu de penitencia.
Docilidad, porque
el Espíritu Santo «es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a
asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra
vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera»23 en
nuestro personal crecimiento interior y en el abundante apostolado que hemos de
ejercer entre nuestros amigos, parientes y colegas.
Vida
de oración, «porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del
cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la
conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con
Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo»24.
Unión
con la Cruz, «porque en la vida de Cristo el Calvario
precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe
reproducirse en la vida de cada cristiano»25,
aceptando en primer lugar las contradicciones, grandes o pequeñas, que nos
llegan, y ofreciendo al Señor cada día otras muchas pequeñas mortificaciones a
través de las cuales nos unimos a la Cruz con sentido de corredención,
purificamos nuestra vida y nos disponemos para un diálogo íntimo y profundo con
Dios.
Examinemos
hoy, al terminar nuestra oración, cómo es nuestra correspondencia a la gracia
en estos tres puntos, porque de ella depende el desarrollo de la vida de la
gracia en nosotros. Le decimos al Señor que no queremos contentarnos con el
nivel alcanzado en la oración, en la presencia de Dios, en el sacrificio...;
que, con su gracia y con la protección de Santa María, no nos detendremos hasta
llegar a la meta que da sentido a nuestra vida: la plena identificación con Jesucristo.
1 Jn 1,
13. —
2 Cfr. Gal 3,
27. —
3 Jn 15,
1-6. —
4 1
Cor 12, 27. —
5 1
Jn 3, 2. —
6 Rom 8,
16. —
7 Ef 2,
19. —
8 2
Pdr 1, 4. —
9 Cfr. Santo
Tomás, Comentario a la Segunda Carta a los Corintios, IV,
192. —
10 Catecismo
Romano, II, 2, n. 50. —
11 Cfr. ibídem,
I, 9, n. 8. —
12 Cfr. 2
Cor 5, 5. —
13 Cfr. 1
Jn 3, 9. —
14 Jn 4,
14. —
15 Pío XI,
Enc. Casti connubii, 31-XII-1930. —
16 Cfr. ídem,
Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929. —
17 Cfr. ibídem; cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 40. —
18 Cfr. 1 Jn 3, 1. —
19 Jn 3, 30. —
20 Flp 2, 5. —
21 Cfr. Pío XII, Enc. Mystici
Corporis, 29-VI-1943. —
22 Jn 4,
24. —
23 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 135. —
24 Ibídem,
136. —
25 Ibídem,
137.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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