Francisco Fernández-Carvajal 11 de diciembre de 2021
@hablarcondios
—
Adviento: tiempo de alegría y de esperanza. La alegría es estar cerca de Jesús;
la tristeza, perderle.
— La
alegría del cristiano. Su fundamento.
—
Llevar alegría a los demás. Es imprescindible en toda labor de apostolado.
I. La
liturgia de la Misa de este domingo nos trae la recomendación repetida que hace
San Pablo a los primeros cristianos de Filipos: Estad siempre alegres
en el Señor, de nuevo os lo repito, alegraos1 y
a continuación el Apóstol da la razón fundamental de esta alegría
profunda: el Señor está cerca.
Es también la alegría del Adviento y la de cada día: Jesús está muy cerca de nosotros. Está cada vez más cerca. Y San Pablo nos da también la clave para entender el origen de nuestras tristezas: nuestro alejamiento de Dios, por nuestros pecados o por la tibieza.
El
Señor llega siempre a nosotros en la alegría y no en la aflicción. «Sus
misterios son todos misterios de alegría; los misterios dolorosos los hemos
provocado nosotros»2.
Alégrate,
llena de gracia, porque el Señor está contigo3,
le dice el Ángel a María. Es la proximidad de Dios la causa de la alegría en la
Virgen. Y el Bautista, no nacido aún, manifestará su gozo en el seno de Isabel
ante la proximidad del Mesías4.
Y a los pastores les dirá el Ángel: No temáis, os traigo una buena
nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un
Salvador...5.
La Alegría es tener a Jesús, la tristeza es perderle.
La
gente seguía al Señor y los niños se le acercaban (los niños no se acercan a
las personas tristes), y todos se alegraban viendo las maravillas que hacía6.
Después
de los días de oscuridad que siguieron a la Pasión, Jesús resucitado se
aparecerá a sus discípulos en diversas ocasiones. Y el Evangelista irá señalando
una y otra vez que los Apóstoles se alegraron viendo al Señor7.
Ellos no olvidarán jamás aquellos encuentros en los que sus almas
experimentaron un gozo indescriptible.
Alegraos, nos
dice hoy San Pablo. Y tenemos motivos suficientes. Es más, poseemos el único
motivo: El Señor está cerca. Podemos aproximarnos a Él cuanto
queramos. Dentro de pocos días habrá llegado la Navidad, nuestra fiesta, la de
los cristianos, y la de la humanidad, que sin saberlo está buscando a Cristo.
Llegará la Navidad y Dios nos espera alegres, como los pastores, como los
Magos, como José y María.
Nosotros
podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra
vida, si no lo hemos perdido, si no se han empañado nuestros ojos por la
tibieza o la falta de generosidad. Cuando para encontrar la felicidad se
ensayan otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final solo se halla
infelicidad y tristeza. La experiencia de todos los que, de una forma o de
otra, volvieron la cara hacia otro lado (donde no estaba Dios), ha sido siempre
la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay alegría verdadera. No puede
haberla.
Encontrar
a Cristo, y volverlo a encontrar, supone una alegría profunda siempre nueva.
II. Exulta,
cielo, alégrate, tierra, romped a cantar, montañas, porque vendrá nuestro Señor8.
En sus días florecerá la justicia y la paz9.
El
cristiano debe ser un hombre esencialmente alegre. Sin embargo, la nuestra no
es una alegría cualquiera, es la alegría de Cristo, que trae la justicia y la
paz, y solo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto.
La
alegría del mundo la proporciona lo que enajena..., nace precisamente cuando el
hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia fuera, cuando logra desviar
la mirada del mundo interior, que produce soledad porque es mirar al vacío. El
cristiano lleva su gozo en sí mismo, porque encuentra a Dios en su alma en
gracia. Esta es la fuente permanente de su alegría.
No nos
es difícil imaginar a la Virgen, en estos días de Adviento, radiante de alegría
con el Hijo de Dios en su seno.
La
alegría del mundo es pobre y pasajera. La alegría del cristiano es profunda y
capaz de subsistir en medio de las dificultades. Es compatible con el dolor,
con la enfermedad, con los fracasos y las contradicciones. Yo os daré
una alegría que nadie os podrá quitar10,
ha prometido el Señor. Nada ni nadie nos arrebatará esa paz gozosa, si no nos
separamos de su fuente.
Tener
la certeza de que Dios es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros nos
lleva a una confianza serena y alegre, también ante la dureza, en ocasiones, de
lo inesperado. En esos momentos que un hombre sin fe consideraría como golpes
fatales y sin sentido, el cristiano descubre al Señor y, con Él, un bien mucho
más alto. «¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos
colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con
distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los
tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos,
aceptación y paz»11.
«¿Qué te pasa?», nos pregunta. Y le miramos y ya no nos pasa nada. Junto a Él
recuperamos la paz y la alegría.
Tendremos
dificultades, como las han tenido todos los hombres, pero estas contrariedades
–grandes o pequeñas– no nos quitan la alegría. La dificultad es algo ordinario
con lo que debemos contar, y nuestra alegría no puede esperar épocas sin
contrariedades, sin tentaciones y sin dolor. Es más, sin los obstáculos que
encontramos en nuestra vida no habría posibilidad de crecer en las virtudes.
El
fundamento de nuestra alegría debe ser firme. No se puede apoyar exclusivamente
en cosas pasajeras: noticias agradables, salud, tranquilidad, desahogo
económico para sacar la familia adelante, abundancia de medios materiales,
etcétera, cosas todas buenas, si no están desligadas de Dios, pero por sí
mismas insuficientes para proporcionarnos la verdadera alegría.
El
Señor nos pide estar alegres siempre. Cada uno mire cómo edifica, que
en cuanto al fundamento, nadie puede tener otro sino el que está puesto,
Jesucristo12.
Solo Él es capaz de sostenerlo todo en nuestra vida. No hay tristeza que Él no
pueda curar: no temas, ten solo fe13,
nos dice. Él cuenta con todas las situaciones por las que ha de pasar nuestra
vida, y también con aquellas que son resultado de nuestra insensatez y de
nuestra falta de santidad. Para todos tiene remedio.
En
muchas ocasiones, como en este rato de oración, será necesario que nos
dirijamos a Él en un diálogo íntimo y profundo ante el Sagrario; y que abramos
nuestra alma en la Confesión, en la dirección espiritual personal. Allí
encontraremos la fuente de la alegría, y nuestro agradecimiento se manifestará
en mayor fe, en una crecida esperanza, que aleje toda tristeza, y en
preocupación por los demás.
Dentro
de poco, de muy poco, el que viene llegará. Espera, porque ha de llegar sin
retrasarse14,
y con Él llega la paz y la alegría; con Jesús encontramos el sentido a nuestra
vida.
III. Un
alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados se han
cometido a la sombra de la tristeza! Cuando el alma está alegre se vierte hacia
afuera y es estímulo para los demás; la tristeza oscurece el ambiente y hace
daño. La tristeza nace del egoísmo de pensar en uno mismo con olvido de los
demás, de la indolencia ante el trabajo, de la falta de mortificación, de la
búsqueda de compensaciones, del descuido en el trato con Dios.
El
olvido de uno mismo, el no andar excesivamente preocupados en las propias cosas
es condición imprescindible para poder conocer a Cristo, objeto de nuestra
alegría, y para poder servirle. Quien anda excesivamente preocupado de sí mismo
difícilmente encontrará el gozo de la apertura hacia Dios y hacia los demás.
Y para
alcanzar a Dios y crecer en la virtud debemos estar alegres.
Por
otra parte, con el cumplimiento alegre de nuestros deberes podemos hacer mucho
bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a Dios. Recomendaba San Pablo
a los primeros cristianos: Llevad los unos las cargas de los otros y
así cumpliréis la ley de Cristo15.
Y frecuentemente, para hacer la vida más amable a los demás, basta con esas pequeñas
alegrías que, aunque de poco relieve, muestran con claridad que los
consideramos y apreciamos: una sonrisa, una palabra cordial, un pequeño elogio,
evitar tragedias por cosas de poca importancia que debemos dejar pasar y
olvidar. Así contribuimos a hacer más llevadera la vida a las personas que nos
rodean. Esa es una de las grandes misiones del cristiano: llevar alegría a un
mundo que está triste porque se va alejando de Dios.
En
muchas ocasiones el regato lleva a la fuente. Esas muestras de alegría
conducirán a quienes nos tratan habitualmente a la fuente de toda alegría
verdadera, a Cristo nuestro Señor.
Preparemos
la Navidad junto a Santa María. Procuremos también prepararla en nuestro
ambiente, fomentando un clima de paz cristiana, y brindemos muchas pequeñas
alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitan
pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, y pocas pruebas hay tan convincentes
como la alegría habitual del cristiano, también cuando lleguen el dolor y las
contradicciones. La Virgen las tuvo abundantes al llegar a Belén, cansada de
tan largo viaje, y al no encontrar lugar digno donde naciera su Hijo; pero esos
problemas no le hicieron perder la alegría de que Dios se hizo hombre y habitó
entre nosotros.
1 Flp 4,
4. —
2 P.
A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Madrid 1966,
p. 20. —
3 Lc 1,
28. —
4 Lc 2,
4. —
5 Lc 2,
10-11. —
6 Lc 13,
7. —
7 Cfr. Jn 20,
20. —
8 Is 49,
13. —
9 Sal 71,
7. —
10 Jn 16,
22. —
11 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 249. —
12 1
Cor 3, 11. —
13 Lc 8,
50. —
14 Heb 10,
37. —
15 Gal 6,
2.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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