Francisco Fernández-Carvajal 12 de diciembre de 2021
@hablarcondios
— La
Navidad nos llama a una mayor pureza interior. Frutos de la pureza de corazón.
Los actos internos.
— La
guarda del corazón.
— Los
limpios de corazón verán a Dios ya en esta vida, y con plenitud en la vida
eterna.
I. Cielos,
destilad el rocío; nubes, derramad la victoria. Ábrase la tierra y brote la
salvación1.
La
Navidad es una luz en la noche, y esta luz no se extinguirá jamás. Todo el que
mire hacia Belén podrá contemplar a Jesús Niño, acompañado de María y de José;
todo el que mire con corazón puro, porque Dios solo se manifiesta a los limpios
de corazón2.
La Navidad es una llamada a la pureza interior. Muchos hombres quizá no vean nada cuando llegue esta fiesta, porque están ciegos para lo esencial: tienen el corazón lleno de cosas materiales o de suciedad y de miseria. La impureza de corazón es la que provoca la insensibilidad para las cosas de Dios, y también para muchas cosas humanas rectas, entre ellas la compasión por las desgracias de los hombres.
De un
corazón puro nace la alegría, una mirada penetrante para lo divino, la
confianza en Dios, el arrepentimiento sincero, el conocimiento de nosotros
mismos y de nuestros pecados, la verdadera humildad, y un gran amor a Dios y a
los demás.
En
cierta ocasión, unos escribas y fariseos preguntaron a Jesús: ¿Por qué
motivo tus discípulos incumplen la tradición de los antiguos no lavándose las
manos cuando comen? El Señor aprovecha para hacerles ver que ellos
descuidan preceptos importantísimos. Y les dice: ¡Hipócritas! Con razón
profetizó de vosotros Isaías diciendo: Este pueblo me honra con los labios;
pero su corazón está lejos de mí3.
Jesús
convocó entonces al pueblo, porque va a declarar algo importante. No se trata
de una interpretación más de un punto de la Ley, sino de algo fundamental. El
Señor señala lo que verdaderamente hace a una persona pura o impura ante Dios.
Y
llamando al pueblo les dijo: —Escuchadme y atended. Lo que entra por la boca no
es lo que mancha al hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha
al hombre4.
Y un poco más tarde explicará aparte a sus discípulos: Lo que sale de
la boca, sale del corazón, y eso es lo que mancha al hombre; porque del corazón
es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios,
fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias; estas cosas sí que
manchan al hombre, pero comer sin lavarse las manos, eso no le mancha5.
Lo que sale de la boca, del corazón sale. El hombre entero queda manchado por
lo que ocurre en su corazón: malos deseos, despropósitos, envidias, rencores...
Los mismos pecados externos que nombra el Señor, antes que en la misma acción
externa, se han cometido ya en el interior del hombre. Ahí es donde se ama o se
ofende a Dios.
A
veces, sin embargo, la acción externa aumenta la bondad o la malicia del acto
interno, por una mayor intensidad en la voluntariedad, por la ejemplaridad o
escándalo que se siguen de dicha acción, por los bienes o daños causados al
prójimo, etcétera. Pero es el interior del hombre lo que hay que conservar sano
y limpio, y todo lo demás será puro y agradable a Dios.
El
Señor llama bienaventurados y felices a quienes guardan su corazón. Y esta es
tarea de cada día.
II. Guarda
tu corazón, porque de él procede la vida6,
dice el Libro de los Proverbios; y también proceden de él, la
alegría y la paz, y la capacidad de amar, y la de hacer apostolado... ¡Con qué
cuidado hemos de guardar el corazón! Porque, por otra parte, el corazón tiende
a apegarse desordenadamente a personas y cosas.
Entre
todos los fines de nuestra vida uno solo es verdaderamente necesario: llegar
hasta la meta que Dios nos ha propuesto; alcanzar el Cielo, habiendo realizado
nuestra propia vocación. Con tal de alcanzarlo, hay que estar dispuesto a
perder cualquier cosa, a apartar todo lo que se interponga en el camino. Todo
debe ser medio para alcanzar a Dios; y, si en vez de ser medio es un obstáculo,
entonces habremos de rectificarlo o quitarlo. Las palabras del Señor son
claras: Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo... Y si
tu mano derecha te escandaliza, córtala y arrójala de ti; porque más te vale
que se pierda uno de tus miembros que no que todo el cuerpo sea arrojado al
infierno7.
Con la
expresión ojo derecho y mano derecha expresa el Señor lo que
en un momento dado puede presentarse como algo muy estimado y valioso. Sin
embargo, la santidad, la salvación –la propia y la del prójimo– es lo primero.
«Si tu
ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! —¡Pobre corazón,
que es el que te escandaliza!
»Apriétalo,
estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. —Y, lleno de una noble compasión,
cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: “Corazón, ¡corazón en la
Cruz!, ¡corazón en la Cruz!”»8.
Las
cosas que habremos de quitar o cortar en nuestra vida pueden ser de naturaleza
muy diversa. Unas veces pueden ser cosas buenas en sí mismas, pero que se
tornan desordenadas por egoísmo o falta de rectitud de intención.
Muchas
veces no se tratará de cosas importantes, sino de pequeños caprichos, faltas
habituales de templanza, falta de dominio del carácter, excesiva preocupación
por las cosas materiales, etcétera. Cosas que hay que cortar y tirar, porque,
casi siempre, son esos detalles que parecen pequeños los que dejan al alma
sumida en la mediocridad. «Mira –dice San Agustín– cómo el agua del mar se
filtra por las rendijas del casco y poco a poco llena las bodegas del barco, y,
si no se la saca, sumerge la nave... Imitad a los navegantes: sus manos no cesan
hasta secar el hondón del barco; no cesen las vuestras de obrar el bien. Sin
embargo, a pesar de todo, volverá a llenarse otra vez el fondo de la nave,
porque persisten las rendijas de la flaqueza humana; y de nuevo será necesario
achicar el agua»9.
Esos obstáculos y tendencias que no se arrancan de una sola vez, sino que
exigen una disposición de lucha alegre, nos ayudan, en gran medida, a ser más
humildes.
El amor
a la Confesión frecuente y el examen diario de conciencia nos ayudan a mantener
el alma más limpia y dispuesta para contemplar a Jesús en la gruta de Belén, a
pesar de nuestras patentes flaquezas diarias.
III. Los
limpios de corazón verán a Dios. «Con toda razón se promete a los limpios
de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada
podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que
constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén
manchadas»10.
Si
está limpio el corazón sabremos reconocer a Cristo en la intimidad de la
oración, en medio del trabajo, en los acontecimientos de nuestra vida
ordinaria. Él vive y sigue actuando en nosotros. Un cristiano que busca al
Señor con sinceridad, lo encuentra; porque es el mismo Señor quien nos busca.
Si
faltara pureza interior, los signos más claros no nos dirán nada y los
interpretaríamos torcidamente, como hicieron los fariseos, e incluso podrían
escandalizarnos. Las buenas disposiciones son necesarias para ver a Dios y las
obras de Dios en el mundo.
La
contemplación de Dios en esta vida nos obliga dichosamente a vivir hacia
dentro, a guardar los sentidos, a no dejar las pequeñas mortificaciones que
cada día ofrecemos al Señor. Este recogimiento interior es compatible con el
trabajo intenso y con las relaciones sociales de una persona que ha de vivir en
medio del mundo.
«¿Cómo
va ese corazón? —No te me inquietes: los santos –que eran seres conformados y
normales, como tú y como yo– sentían también esas “naturales” inclinaciones. Y
si no las hubieran sentido, su reacción “sobrenatural” de guardar su corazón
–alma y cuerpo– para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito
habría tenido.
»Por
eso, visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo
para un alma decidida y “bien enamorada”»11.
Esta
vida contemplativa está al alcance de todo cristiano, pero es necesaria una
decisión firme y seria de buscar a Dios en todas las cosas, de purificarse y de
reparar por las faltas y pecados cometidos. Es siempre una gracia de Dios, que
no niega a quien la pide con humildad. Es un don para pedir especialmente
durante el Adviento.
Después,
si hemos sido fieles, vendrá el conocimiento perfecto de Dios, inmediato, claro
y total, siempre dentro de las posibilidades de la naturaleza creada y finita
del hombre. Lo veremos cuando llegue el fin, quizá para nosotros
dentro de poco tiempo. Conoceremos a Dios como Él nos conoce a nosotros,
directamente y cara a cara: Sabemos que, cuando aparezca, seremos
semejantes a Él, porque le veremos tal cual es12.
El hombre podrá entonces mirar a Dios, sin cegarse y sin morir. Podremos
contemplar a Dios, a quien hemos procurado servir toda nuestra vida.
Contemplaremos
a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Y, muy cerca de la Trinidad
Beatísima, a Santa María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de
Dios Espíritu Santo.
1 Is 45,
8. —
2 Cfr. Mt 5,
8. —
3 Mt 15,
7-8. —
4 Mt 15,
10. —
5 Mt 15,
18-20. —
6 Prov 4,
23. —
7 Mt 5,
29-30. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 163. —
9 San
Agustín, Sermón 16, 7. —
10 San
León Magno, Sermón 95, Sobre las bienaventuranzas. —
11 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 164. —
12 1
Jn 3, 3.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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