Por Gustavo Coronel, 07/01/2013
Cada
día la gran telenovela venezolana trae un nuevo capítulo que mantiene a todo el
país en suspenso. Más que “El Derecho de Nacer” esta nueva telenovela, que
tiene sintonía total en nuestro país y en una América Latina ávida de
culebrones, pudiera llamarse “El Derecho de Morir”, dadas las circunstancias y
la trama.
Se trata de la historia de un caudillo
que manejó al país a su antojo por 14 años, despilfarró casi un mil millones de
millones de dólares de dinero nacional y se convirtió, mediante una pródiga
política de dádivas, en un favorito de la clases más pobres del país y de políticos
latinoamericanos expertos en adular. Es una historia que apasiona a las masas,
hecha a la medida de una sociedad frívola y negligente, acostumbrada a vivir en
un presente eterno. Para esa sociedad el pasado ya no existe, mientras que no
tiene sentido alguno pensar en el futuro. El protagonista de la telenovela
decidió modelar al país a imagen y semejanza del existente en la isla miserable
mandada por su ídolo. En lograrlo invirtió cada dólar de la nación. Pero una
parte importante del país se negó tercamente a complacerlo y hoy, después de 14
años de desastre nacional, el caudillo se encuentra grave en La Habana, rodeado
de médicos extranjeros anónimos, dejando en Venezuela una herencia de
destrucción física y espiritual.
Más allá de la triste historia del individuo, lo verdaderamente trágico
de la gran telenovela venezolana es que nuestra sociedad se ha resignado a
vivirla con toda su carga de cursilería, abuso y mediocridad. En el capítulo
más reciente, situado en la Asamblea Nacional, un personaje mofletudo tomó un
juramento chabacano para cumplir con las órdenes del comandante mientras
pisoteaba los derechos del 40 por ciento del país. Y es que la telenovela, por
definición, es el género de lo anecdótico, de lo pequeño. No hay en ella
espacio para los grandes sueños o los anhelos de creación colectiva de futuro.
La telenovela es el género adecuado para la montonera inculta que se niega a
pensar con criterio nacional.
La telenovela venezolana usa el llanto como diálogo, abunda en besadera
de crucifijos y baila al ritmo del vudú. Narra sórdidas historias: la hija
desdeñada, los hermanos insaciables, el chofer leal y analfabeta devenido en
presidente a dedo. No falta la escena del enfermo con máscara de oxígeno, con
el médico a su lado que mueve la cabeza con pesadumbre. De vez en cuando, para
darle cierta variedad a la trama, insertan en el capítulo del día a una de las
varias jamonas boliburguesas, generalmente cargada de joyas, interpretando la
constitución a su antojo.
De tales viñetas indignas vive el país. Los capítulos se suceden unos a
otros con un ritmo pausado, mostrando como la pandilla viola a diario las leyes
de la nación ante la lasitud de una sociedad deseosa de ver el próximo
capítulo. Aparecerá el susodicho a última hora, en camilla, a prestar su
juramento? Se trasladará el país a La Habana?
Hemos consentido, como pueblo, vivir una telenovela grosera y
embrutecedora. Adios Chile, hola Haití.
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