La suerte está echada. El golpe
militar de Julio de 2013, la inevitable rebelión de los desplazados islamistas,
la cruel represión militar, las masacres, la prisión de Mursi -pésimo
presidente pero legítimo- las calumnias que inventa la dictadura en contra de
personas del antiguo régimen, en fin, todos esos son signos que marcan el
destino de la gran mayoría de los golpes militares habidos y por haber.
Los sectores democráticos, los mismos
que iniciaron la lucha en contra de la dictadura de Mubarak, no controlan al
ejército. Por el contrario, el ejército los controla a ellos. Si esos sectores
son de verdad demócratas, pronto deberán pasar a la oposición y contraer una
nueva alianza con fracciones islamistas. La dictadura militar redoblará en ese
caso la represión y la historia, si no comenzará de nuevo, será muy similar a
esa que las multitudes de la plaza Tahrir imaginaron haber dejado atrás.
El de Egipto, ya no hay duda, fue un
golpe militar. Represivo y asesino, como todos son cuando los militares ejercen
un poder que no les corresponde. No sin razones ya recibió el general Abdel
Fatah al-Sisi, nuevo dictador, el saludo de la tiranía de Siria, la que ahora,
apoyada en el ejemplo egipcio, intenta presentarse al mundo como bastión laico
en contra del fanatismo islámico.
No sigamos engañándonos: Los militares
no fueron parte de la oposición democrática a Mursi. Solo se montaron sobre
ella para recuperar el poder que gozaban bajo Mubarak. El golpe no fue tampoco
una “tercera revolución”, como lo denominan sus apologistas. Fue, en cambio,
una contra-revolución en todas sus formas y con todas sus letras. Mal camino
han elegido entonces los demócratas de ayer que hoy apoyan a la dictadura.
Tarde o temprano los militares también se liberarán de ellos. Los dictadores
del Oriente Medio, aunque decirlo sea un disparate geográfico, son muy
sudamericanos.
Quienes se obstinan en legitimar el
golpe -también fuera de Egipto- aducen que el país se debatía entre una
dictadura militar y una dictadura islamista y solo fue elegido el mal menor. La
dicotomía es, sin embargo, falsa. A la hora del golpe la gran mayoría política
egipcia estaba formada por grupos civiles laicos y diversos sectores pertenecientes
a un Islam moderado quienes, como el partido salafista Al-Nur y el partido Al
Wasat Al Jadid, abogaban por una estado regido por normas del derecho civil.
Los sectores musulmanes integristas,
los llamados "Hermanos", pese a no ser mayoría están muy bien
organizados. Si Mursi, quien ganó las elecciones presentándose como moderado se
apoyó más en ellos que en otros grupos, fue porque estos últimos tienen un bajo
nivel de organización. En otras palabras, Mursi habría podido ser en Egipto lo
que es Erdogan en Turquía. Piadoso creyente este último, nada le ha impedido
convertirse en campeón de la modernización económica, ganando el apoyo de
sectores medios urbanos y, por cierto, controlando al ejército. Erdogan es una
suerte de Atatürk islámico. Mursi, en cambio, no logró ser un Nasser islámico.
Esa es la diferencia.
Lo cierto es que el golpe militar en
Egipto parece haber cerrado un ciclo histórico. La mal llamada Primavera Árabe
ha llegado a su fin. Pero la pregunta que todavía nadie puede responder es
otra: ¿Estamos presenciando el fracaso definitivo de las revoluciones
democráticas del Oriente Medio, o solo se trata del fin de un capítulo de una
ya larga novela? O de otro modo: ¿Es la egipcia una revolución muerta o una
revolución inconclusa?
"La revolución inconclusa"
fue título de uno de los libros del mejor biógrafo de Trotzky y Stalin, el gran
historiador Isaac Deutscher. Con el término "inconclusa" quería
señalar Deutscher que la revolución rusa no terminó con Stalin; solamente había
sido interrumpida. Tarde o temprano el espíritu de Octubre –pensaba Deutscher-
volvería a renacer en la URSS pasando por encima de la contra-revolución
estaliniana. No solo los trotzquistas mantenían esa esperanza.
¿Se equivocaba Deutscher? Si y no. Sí,
porque aquello que renació en la URSS con la Perestroika no fue como creía al
comienzo Gorbachov, el espíritu de 1917. No: El que renació en el llamado mundo
socialista fue el de 1789, es decir, el espíritu de la revolución francesa, el
mismo que electrizó a socialdemócratas rusos como Plejanov y a sus dos muy
jóvenes discípulos, Lenin y Trotzsky.
De ahí que cuando hemos de hablar del
fracaso o del éxito de una revolución, podemos optar por medirla de acuerdo a
una periodización corta o larga. Medida en periodización corta, la revolución
francesa fue un tremendo fracaso. Traicionada primero por el terror de
Robespierre, por las alucinaciones de Marat y por la corrupción de Danton,
después violada por la dictadura militar napoleónica y derrotada militarmente
por la Santa Alianza, nadie daba un centavo por ella.
Pero si aplicamos una periodización
larga, podemos entender a la revolución francesa como un eslabón de una cadena
comenzada en Inglaterra con la Carta Magna (1215) y continuada en los EEUU a
través del "Bill of Rights" (1789). ¿Se atrevería alguien a señalar,
de acuerdo a esa periodización, que la revolución francesa fue un fracaso? ¿No
fueron sus ideas las mismas que dieron origen a las naciones latinoamericanas?
¿Las que defendieron muchos europeos cuando se batieron a muerte en contra del
nazismo? ¿Las que fueron guías de las revoluciones democráticas de 1989 en
Europa del Este? ¿Las que hoy imperan en todo el mundo democrático?
El fracaso o éxito de las revoluciones
se conoce, efectivamente, mucho después de que han ocurrido. Porque las
verdaderas revoluciones son como mareas oceánicas cuando dejan sedimentos
detrás de sí. Son los materiales que después serán recogidos por otras oleadas
de la historia.
Las revolución del Oriente Medio -no
es necesario ser un gran historiador para entenderlo- también fue sedimentaria.
A través de una simple mirada es posible observar que la ola democrática dejó
por lo menos tres muy visibles sedimentos detrás de sí.
1. El ejército, sobre todo el egipcio,
ya no es el del nasserismo de los años cincuenta del siglo XX. Este último
subscribía a la ideología del socialismo pan-arábico fundado por Gamal Abdel
Nasser el que a su vez era una versión de la ideología soviética aplicada en
terreno árabe. Las dictaduras nacional-militares, no hay que olvidarlo, eran
verdaderos protectorados de la URSS. Socialistas y nasseristas fueron Muamar
al-Gadafi en Libia, Hafez al- Asad en Siria y Sadamm Hussein, entre otros. Hoy,
en cambio, el nasserismo militar, al no existir una potencia socialista mundial
como la URSS, carece de un proyecto misionario de poder hegemónico como fue en
su tiempo el marxismo soviético. Los militares de hoy solo representan el poder
de la fuerza bruta y nada más. Muy poco para mantenerse demasiado tiempo en el
poder.
2. Como contrapartida ha surgido en
casi todos los países de la región una tendencia creciente representada por
sectores medios urbanos, especialmente jóvenes, portadores de un ideal
democrático de origen occidental, reacios a ser subyugados por ideologías
religiosas o macro-históricas. Ellos fueron los iniciadores de la revolución
democrática en diversos países del Oriente Medio. Carecen, por cierto, de
fuerza militar, pero poseen una coherencia discursiva que no tienen los
segmentos religiosos integristas y, en ningún caso, los militares. Solo de ahí
puede surgir una nueva "clase política" civil en condiciones de
articularse con el mundo de la post-modernidad al cual la mayoría de las
naciones árabes, incluyendo a no pocos islamistas, quiere pertenecer.
3. Los contingentes islámicos ya han
sido divididos –no solo en Egipto- por la revolución democrática. A un lado,
los sectores integristas. Al otro, los portadores de una islamidad culta
quienes, para salvar la espiritualidad de la propia religión, aceptan la
separación entre religión y política como parte sustancial de la vida
ciudadana.
Esos tres sedimentos visibles permiten
afirmar la hipótesis de que la revolución democrática en el Oriente Medio aún
no ha terminado. Quizás conforman la base para que, más temprano que tarde, las
utópicas posibilidades aparecidas el año 2011, vuelvan a aparecer representadas
en nuevas ideas, en nuevos actores y, no por último, en nuevas mayorías.
Cuando el néctar de la libertad ha
sido una vez probado, será muy difícil olvidar su ardiente sabor.
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