Fernando Mires 14 de agosto
de 2013
Antes de que frente a los sucesos de
Egipto, Túnez y Siria, segregacionistas de todas las latitudes continúen
proclamando la incapacidad de las naciones árabes para acceder a la democracia,
antes de que los culturalistas depongan sus mieles hablándonos
de "pueblos que llevan la esclavitud en el alma", antes de que
reaccionarios de derecha e izquierda vean confirmada su tesis de "las
dictaduras buenas", sería conveniente que toda esa manga de plumarios
estudiara la historia de los países desde donde opinan. Entonces se darían
cuenta de que lo que ocurre en la región islámica, después de los
levantamientos populares del 2011, no es la excepción. Es la regla. No ha
habido ninguna revolución moderna que no haya sido seguida por el momento de la
restauración.
Escribo restauración, no
contrarrevolución. Restauración realizada por fuerzas contrarias, o por los
mismos sujetos de los levantamientos.
Un Napoleón que restaura la monarquía en
nombre de la libertad, un Stalin que restaura el zarismo en nombre del
socialismo, un PRI que restauró en México la dictadura de un partido en nombre
de la revolución, un Castro que sustituyó una dictadura militar por otra mucho
más cruel, y hasta el insignificante Ortega y su gobierno familiar
neo-somocista, son hechos que parecen confirmar esa regla universal.
Tampoco las revoluciones democráticas
de Europa del Este llevaron al poder a sus iniciadores. Quizás solo en
Checoeslovaquia, gracias a la figura integradora de Havel, o por un momento en
Polonia, bajo Solidarnosc de Walesa, en los demás países llegaron al
poder regímenes pseudo-democráticos, mafias en formato electoralista, y
hasta una autocracia neofranquista como la de Urban en Hungría. ¿Para eso
lucharon disidentes y demócratas? Por supuesto que no. Ellos corrieron el
destino de todos los revolucionarios cuando son desplazados, a veces por ellos
mismos.
La propia revolución cupular de
Gorbachov ha sido desplazada por el autocratismo de Putin, empeñado en
restaurar la estructura geográfica del imperio soviético, arrastrando a todas
las dictaduras caucásicas que lo rodean. Putin es el gran restaurador; su sueño
es el mismo de Iván el Terrible y de Stalin. Su objetivo es ser Presidente de
todas las Rusias. Su utopía es antidemócratica e imperial. ¿Puede extrañar
entonces que bajo esas condiciones la restauración dictatorial egipcia haya
aparecido en las bayonetas de la soldadesca de Mubarak, comandadas por el
general al-Sisi, versión arábiga del chileno Pinochet?
No los “indignados” que hicieron
estallar las revoluciones de 2011, sino las fuerzas mas retrógradas han hecho
su puesta en escena en el Oriente Medio. La contradicción fundamental también
ha sido desplazada. Ayer fue la de pueblo contra dictadura. Hoy es la de
fundamentalistas religiosos contra militares golpistas, estos últimos
aplaudidos por sectores de la prensa occidental. Sí, la misma prensa que
estableció desde un comienzo que la lucha principal era entre laicismo
democrático y fanatismo islamista. Todavía no se dan cuenta de que no todos
los laicistas son democráticos ni todos los musulmanes son terroristas. En
lugar de concentrarse en el potencial democrático que anida en ambos sectores,
se han dejado inducir por los prejuicios anti-religiosos que ensucian a la
cultura occidental de nuestro tiempo. ¿Comenzarán pronto a apoyar a Asad en
Siria? Después de todo ¿no es el gobernante más laicista de la región?
Quizás esa fue la reflexión que llevó
a John Kerry a afirmar que los golpistas egipcios defienden a la
democracia. Con esa opinión Kerry ha regredido a la "Realpolitik" de
la Guerra Fría.
Seguramente hay en la política
norteamericana sectores que se hacen las siguientes preguntas. ¿Qué sentido
tiene apoyar a la oposición egipcia si ella está dominada por los
hermanos musulmanes, enemigos naturales nuestros? ¿Valdrá la pena apoyar a los
rebeldes sirios cuando sabemos que entre ellos hay fundamentalistas fanáticos?
¿No sería mejor competir con Rusia y ganar a Asad hacia nuestro lado, como ayer
estuvieron el Shah de Persia, Hussein, Mubarak, Gadafi y otras preciosuras?
Kissinger respondería afirmativamente, no cabe duda. El problema es que las
condiciones históricas no son las mismas de los tiempos kissingerianos. EE UU
no está obligado a intervenir en cualquier conflicto nacional. La no
intervención puede ser, y en muchos casos ha sido, la mejor política.
Ya EE UU se ensució más que suficiente
en el Sudeste asiático y en América Latina en una guerra no siempre fría en
contra de la URSS. Esa es una de las razones por las cuales el
anti-norteamericanismo es todavía ideología dominante en muchos países. ¿Por
qué no aceptar que los pueblos construyan sus propias historias aunque no
siempre estas tengan lugar sobre lechos de rosas? En los orígenes de toda
democracia, aún en las más espléndidas, corrieron ríos de sangre. De un modo
cínico podríamos hasta preguntarnos: ¿Por qué los pueblos del Medio Oriente no
tienen derecho a matarse entre ellos como ya lo hicieron los occidentales?
En las condiciones actuales intervenir
en un conflicto nacional solo se justifica bajo tres condiciones. La primera:
en defensa propia. La segunda: si no hacerlo significara poner en peligro a la
paz mundial. La tercera: acudir al llamado de sectores aliados. Ni en Egipto ni
en Siria se dan esas condiciones. Razón de más para que políticos como Kerry
aprendan el difícil arte de saber callar a tiempo, sobre todo cuando nadie les
ha pedido su opinión.
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