Trino Márquez 19 de noviembre de 2015
Sería un error interpretar los
pavorosos atentados de París del 13-N como un choque de civilizaciones; como
una colisión entre Oriente y Occidente, o entre el mundo islámico y el
cristianismo. Lo ocurrido en la capital francesa –lo mismo que la destrucción
de las Torres Gemelas en 2001- refleja la furia asesina a la que puede conducir
el fanatismo religioso e ideológico de una secta que se cree elegida por Dios
-su dios- para combatir el mundo de los infieles y revelar la palabra divina
-la contenida en su particular interpretación del Corán- e imponérsela a toda
la humanidad. La excusa invocada por los yihadistas del Estado Islámico (EI)
para cometer esos actos criminales reside en la participación de Francia en los
bombardeos a los territorios de Siria donde el EI ha establecido su califato,
más de 40.000 kilómetros cuadrados entre Siria e Irak. Lo extraño es que su
odio no estuvo dirigido hacia instalaciones militares, sino hacia inocentes
ciudadanos.
En la “guerra santa” del EI no todo
es ideología y religión. También hay mucho dinero que se mueve a su alrededor.
El EI se ha apoderado de numerosos pozos petroleros que le proporcionan varios
millones de dólares al día, además de la industria del secuestro, que ha
desarrollado con una mezcla macabra de audacia y crueldad, y el negocio del
narcotráfico, especialmente en las áreas que controla en Afganistán. Ese grupo
confesional -para el cual no existe el respeto a la vida, ni derechos civiles,
ni principios relacionados con el libre albedrío o la libertad de culto o
pensamiento-, se ha convertido en una poderosa corriente fundamentalista, con
capacidad de imponer compulsivamente la pertenencia al grupo o captar sus
devotos e incondicionales seguidores a través de los numerosos portales de
Internet que posee.
Como toda secta, profesa una fe ciega
en sus líderes y en los dogmas que la rigen. Para sus miembros no existe
ninguna posibilidad de discernir, disentir o criticar. Solo cabe la obsecuencia
absoluta ante la autoridad que emana de la interpretación del Corán planteada
por los jefes espirituales. De allí que sea imposible cualquier tipo de
discusión civilizada o de diálogo con sus integrantes.
El Estado Islámico constituye una
versión aún más agresiva y letal que su prima hermana, Al Qaeda. Es el
oscurantismo en su expresión más brutal. Se ubica en el extremo de
organizaciones criminales, recubiertas con un delgado manto de ideología
política, como las FARC, capaz de reunirse con el gobierno colombiano en La
Habana y pasar tres años discutiendo un acuerdo de paz. En América Latina, se
asemeja a Sendero Luminoso, la organización peruana dirigida por Abimael Guzmán
que convirtió las ideas de Mao Zedong en una religión laica y en excusa para
decapitar campesinos y soldados y perpetrar actos terroristas de una insondable
crueldad. Con esta agrupación el Estado peruano actuó sin misericordia. La
penetró con sus servicios de inteligencia y capturó a sus dirigentes más
importantes, entre ellos a Guzmán. De esa manera desmanteló y destruyó a una
organización clandestina que por momentos se consideró imbatible.
No pretendo comparar a los lunáticos
del modesto Sendero Luminoso con el poderoso y multimillonario EI. Para demoler
este “Estado” hay que contar con mucho más que un eficaz aparato de seguridad
capaz de anticiparse a las operaciones terroristas en Europa. Al Estado
Islámico, la Unión Europea, EEUU y Rusia tendrán que encararlo con tropas de
infantería que los saquen de los territorios de los que se ha apoderado en
Irak, Siria y Afganistán. Esa coalición deberá establecer una alianza con los
guías espirituales del Islam para lograr que esos conductores declaren a los
terroristas enemigos de Alá, de Mahoma, del Corán y de la humanidad. Deberán
tratar de que sentencien que quienes cometen esos crímenes no van al paraíso o
al cielo, sino al más aterrador infierno. Hay que intentar socavar las bases
religiosas y míticas de los “mártires”, quienes además son ingratos con el país
que los acoge.
Solo una acción conjunta que tome en
cuenta factores policiales, militares, diplomáticos, ideológicos y religiosos,
podrá eliminar a esos extremistas, transformados en los peores enemigos dela
vida, la libertad y la humanidad. En esa lucha sin cuartel occidente tendrá que
contar con la colaboración de oriente y de las autoridades espirituales
musulmanas.
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