ALBERTO
BARRERA TYSZKA 25 DE OCTUBRE 2015
Hay un instante en que la magia se
apaga. Y no hay manera de revivirla. No hay forma de resucitar un vínculo
perdido. Siempre hay, en algún momento, una curva donde se deshace
completamente el encanto. Tampoco existen quirófanos para operar la falta de
carisma. Nunca el dinero es suficiente para mantener caliente una pasión. En
las relaciones de masas, en el espectáculo público, de pronto las estadísticas
empiezan a pesar más que las ilusiones. Es ahí donde fracasan todas las
recetas. Lo que antes funcionaba, de pronto ya no sirve de nada, no tiene
ningún efecto, ninguna consecuencia. Cuando el milagro del rating se desvanece,
los dioses vuelven a ser hombres, los héroes fracasan.
Mientras más feroces se presentan,
más frágiles se ven. Mientras más amenazantes pretenden ser, más débiles lucen.
Todo les sale al revés. Pedro Carreño y la fiscal general de la República
parecen un chiste, una secuencia absurda, trajinando una denuncia por “traición
a la patria” a partir de una conversación telefónica grabada y difundida de
manera inconstitucional. Los dos de repente se empequeñecen, enclenques, en el
contexto de un país que vive tragedias mayores, problemas descomunales. No hay
ni un atisbo de valentía en ese acto. No es una hazaña. Todo lo contrario.
Resulta ridículo. Patético. La inflación es traición a la patria. Lo que ocurre
en los hospitales públicos es traición a la patria. Eso piensa mucha gente en
las calles.
Lo mismo le pasa a Nicolás Maduro
cuando intenta, nuevamente, convertir la intimidación en su principal arma
política. Cuando afirma que tienen que ganar las elecciones “como sea”, no
aparece como un líder inmenso, llenando de ímpetu revolucionario a sus
seguidores. No es un guerrero guiando a unas masas que lo siguen
fervorosamente. Para nada. Más bien parece un administrador chiquito, un
burócrata de tercera, calculando truquitos, vueltas raras, a ver cómo hace para
sobrevivir en la próxima auditoría. No contento con esto, además se explaya:
“¿Ustedes me entienden? –pregunta–. ¿Han pensado qué es ese como sea? ¿Lo han
discutido?”. La gran ceremonia política queda reducida a una complicidad
diminuta y oscura. La revolución como pillería.
Los venezolanos conocemos muy bien la
pragmática del “como sea”. Solo que ya dejó de disfrazarse. Ya no usa
maquillaje. Ya es un método desesperado que se grita públicamente, una llamada
de auxilio. Como sea, en las pasadas elecciones legislativas, el PSUV obtuvo
casi 60% de los diputados con 48% de los votos. Como sea, desde hace años la
bancada oficialista no representa a la mayoría del país. Como sea, se mueven y
se remueven jueces en el Tribunal Supremo de Justicia para tratar de imponer
por la vía legal lo que no se logra ganar por la vida democrática. Como sea, se
aprovecha la pobreza de la gente para regalar comida y electrodomésticos en la
campaña electoral. Como sea, el CNE impide la observación internacional
mientras practica la ceguera ante el flagrante ventajismo del partido de
gobierno. Como sea, la nueva oligarquía impone su modelo de comunicación
hegemónica para que la oposición no sea visible, es decir, para que la realidad
no sea visible.
Han llegado a la curva pero no
quieren verlo, se resisten a aceptarlo. Cuando tratan de amenazar, se delatan.
Nicolás Maduro dice que lo peor que le podría pasar a la oposición es ganar las
elecciones. Y luego advierte que la revolución no se entregaría. “La palabra
traición está borrada”, afirma. Piensa, entonces, que la alternancia es un
delito. Ya lo reconoce abiertamente: para el chavismo, la democracia es una
traición.
Aun con todo el ejercicio grotesco
del “como sea”, no han logrado detener el proceso que estamos viviendo. Es un movimiento
constante: cada vez son menos. Incluso en sus propias mediciones. Cada vez
representan a menos gente. Es una tendencia que no se detiene. Aunque lo
nieguen, aunque se empeñen en no leer la realidad, no podrán evitarlo. La magia
se ha apagado: la historia los derrotará.

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