Por Marco Negrón
Según el informe de este año
del Economist Group, después de Damasco, la infortunada capital siria
envuelta en una guerra civil cruenta e interminable, Caracas es la segunda
ciudad más barata del mundo. No hace nada, sin embargo, los análisis de la
Unión de Bancos Suizos (UBS) la colocaban en el extremo opuesto: en 2009, por
ejemplo, ella ocupaba el puesto 12 entre las ciudades más caras del mundo,
inmediatamente después de Munich y 30 posiciones por encima de Sao Paulo, la
ciudad latinoamericana que más se le acercaba.
Esta cifra, calculada sobre la
base de tipos oficiales de cambio que sobrevaloraban abiertamente la moneda
nacional (entre BsF 2,6 y 4,3 / USD), contrastaba de manera estridente con la
referida al poder adquisitivo de los hogares donde la supuestamente rica
Caracas caía al puesto 61, el penúltimo entre las urbes latinoamericanas
analizadas: se creó así la paradoja de una ciudad que calificaba entre las más
caras del mundo pero contaba con una de las poblaciones más pobres de la
región. Ese mismo año o el siguiente la UBS decidió excluir a Caracas de
sus análisis porque el creciente desorden cambiario hacía prácticamente
imposible cualquier cálculo confiable, la base, no está de más recordarlo, de
una economía razonablemente moderna.
Las cifras que ahora presenta
el Economist Group revelan la verdad de los hechos: la Caracas del
socialismo bolivariano, más que una ciudad cara o barata, es en verdad una
de las ciudades más atrasadas y pobres del mundo. La “ciudad socialista”,
que algunos paniaguados del régimen pretendieron infructuosamente definir
durante estos años, resultó ser finalmente eso: una que se hunde con sus
habitantes en los tremedales del atraso y la miseria. Es una proeza perversa
que en el país más urbanizado de la región reaparezcan, en sus ciudades
metropolitanas y en pleno siglo XXI, las enfermedades que asolaron al medio
rural de la Venezuela del siglo XIX y que la sabiduría, tesón y generosidad de
una legión de héroes civiles, apoyados, justo es decirlo, en la emergente
riqueza petrolera, había logrado erradicar al menos eso se creía- hace más de
70 años.
Pero también, ahora bajo el
nombre de “moneda comunal”, ha reaparecido en nuestras ciudades la “ficha”, la
moneda con la que se pagaba a los peones de las plantaciones del siglo XIX, de
circulación restringida a la propia hacienda y que terminaba atando a ella al
trabajador formalmente libre.
Cabalgando sobre el
vertiginoso desarrollo de la globalización y las nuevas tecnologías, el mundo
atraviesa una transición de dimensiones épicas, sin parangón en la historia y
cuyo epicentro son las ciudades metropolitanas, montadas sobre sistemas en red
cada vez más inteligentes y compitiendo por construir ambientes urbanos de la
más alta calidad, capaces de atraer el recurso clave que sustenta el desarrollo
de las sociedades del siglo XXI: el talento, la creatividad, la capacidad de
innovar.
Es obligación de los
caraqueños impedir que los “mineros del Guaire”, que se sumergen en aguas
putrefactas en su desesperado intento de supervivencia, se conviertan en la
perfecta metáfora de una sociedad que se creyó llamada a otros destinos y que
hoy, frente a la mirada catatónica de quienes se han adueñado del poder, está
asediada en todos los frentes.
Para ello no basta con
desalojar a la funesta nomenklatura: además es esencial recuperar la ruta del
crecimiento sostenible, un objetivo hoy inalcanzable sin el protagonismo de las
ciudades. Y la construcción de esa ciudad futura, tan distinta de la actual, no
puede esperar hasta mañana: pese a las enormes barreras, debe continuar todos
los días; como mínimo en el pensamiento ciudadano y con la vista puesta en
recuperar el talento fugado
21-04-18
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