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domingo, 29 de abril de 2018

La esperanza del cristiano. Amigos de Dios, por San Josemaría Escrivá




San Josemaría Escrivá 28 de abril de 2018

Hace ya bastantes años, con un convencimiento que se acrecentaba de día en día, escribí: espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. El obrará, si en El te abandonas. Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda. He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras.

Mientras leía el texto de la Epístola de la Misa, me he conmovido, e imagino que a vosotros os ha sucedido otro tanto. Comprendía que Dios nos ayudaba, con las palabras del Apóstol, a contemplar el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana.

Oíd de nuevo a San Pablo: justificados por la fe, mantengamos la paz con Dios, mediante Nuestro Señor Jesucristo, por quien, en virtud de la fe, tenemos cabida en esta gracia, en la que permanecemos firmes y nos gloriamos con la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Pero no nos gloriamos solamente en esto; nos gozamos también en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación ejercita la paciencia, la paciencia sirve a la prueba, y la prueba a la esperanza; esperanza que no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo.

Aquí, en la presencia de Dios, que nos preside desde el Sagrario —¡cómo fortalece esta proximidad real de Jesús!—, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de Dios, la esperanza, que colma nuestras almas de alegría, spe gaudentes, gozosos, porque —si somos fieles— nos aguarda el Amor infinito.

No olvidemos jamás que para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de El. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza teologal.

Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quæ sursum sunt quærite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya —a lo que es mundano, por el Bautismo—, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.


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