Revista SIC 803 27 de abril de 2018
¿La
solución es irse o hay otra alternativa?
Un
número creciente de compatriotas se está planteando irse del país. La sensación
de que esto ya no da más de sí y que aquí no hay futuro se apodera del
imaginario de muchos y entra el síndrome de irse. A cada uno le pasan cosas que
lo llevan a decidir esa salida. Pero además es como una conclusión que se cae
de madura porque está sugerida por muchas historias del entorno cercano y
porque no hay más alternativa en el ambiente. Es como si fuera una epidemia: a
uno le entra esa fiebre y no para hasta salir del país. Es ya como una obsesión
colectiva, como una pandemia.
Por
eso urge poner en el ambiente otra alternativa, para que haya dos posibilidades
para ser sopesadas ambas y no dejarse llevar por la pendiente inclinada que
hasta hoy parece ser la única salida factible ante una situación no solo de una
estrechez vital casi inaguantable, sino que se presenta con una contundencia
tan ciega y despiadada que desanima completamente y lo único que provoca es
irse de lo que se experimenta como una amenaza vital sin remedio.
No
hablamos de casos específicos, como el del que se va porque él o un familiar
cercano necesita de medicamentos para no morirse y no los obtiene en el país y
puede obtener fuera.
Nos
referimos al caso mayoritario del que se va porque no tiene cómo vivir y cree
que aquí no hay salida. Se va por necesidad, pero, más aún, por desesperanza.
Se va porque le parece que fuera va a encontrar cómo vivir y un ambiente,
digamos normal, en el que tenga sentido la vida.
Fundamentalmente,
verse fuera del dominio del Gobierno, que mata las posibilidades de buscarse
uno la vida horadamente y solo deja como alternativa depender de él y recibir
migajas a cambio de seguir sus dictados, teniendo que calarse tantas palabras
altisonantes y huecas.
Se van
para encontrar aire y poder respirar libremente. Aunque sepan que la cosa no va
a estar fácil y que van a pasar muchos trabajos hasta establecerse más o menos.
Lo que
proponemos es que se considere también la posibilidad de quedarse en el país.
Cada quien tiene que elegir. Lo único que proponemos es que no se piense solo
en irse, sino que se sopese que también existe la posibilidad de optar por
quedarse.
No
decimos que se dejen, así las cosas, es decir que se siga en Venezuela sin
tomar ninguna decisión, por pura inercia o porque a uno le asusta tener que
empezar de nuevo en un medio desconocido.
No, lo
que proponemos es que se sopesen las dos posibilidades y que, si uno se queda
en el país, que no sea por no querer decidirse sino porque uno decidió
libremente quedarse.
Quedarse
por responsabilidad
Ya
hemos mencionado los motivos ambientales para irse, que reconocemos que son
motivos poderosos, y por eso no nos parece que nadie tiene derecho de acusar a
nadie porque se fue.
Nos
vamos a referir ahora a los motivos para quedarse. No son motivos de
conveniencia. Son motivos de congruencia. La única razón de peso, realmente
humanizadora, que tenemos para quedarnos es echar la suerte con el país, con
todo lo que hay en el país, con todo ese precipitado de historia que es el que
le da su espesor, sus limitaciones, pero también sus posibilidades de
rehacerse; pero, sobre todo, echar la suerte con los venezolanos.
Echar
la suerte es siempre una apuesta, porque la suerte puede ser buena o mala. Es,
pues, una decisión abierta, que tiene que ir llenándose de contenido, y cuyo
contenido no depende solo de nosotros sino de todos: de todas las fuerzas que
se mueven en el país y en definitiva de todos y cada uno de sus habitantes.
Una
decisión tan abierta y tan azarosa y, que en las actuales circunstancias se
parece demasiado a apostar a caballo perdedor, solo se puede tomar por amor,
aunque esa palabra, tan densa, parezca fuera de lugar. Pero así es: yo amo al
país y por eso echo la suerte con él. Obviamente, amar al país es amar ante
todo a sus habitantes, pero también a lo que hemos hecho en el país y con el
país las sucesivas generaciones.
¿Y
cómo se traduce concretamente el amor? No encuentro mejor palabra que la que
empleó Pablo VI en el discurso inaugural de la última sesión del Concilio: la
manifestación de la caridad “tiene un nombre sagrado y grave: se denomina
responsabilidad” (n°16).
Nosotros
optamos quedarnos en el país por responsabilidad con él. Entendiendo, como hemos
explicado, que ella no está ligada ante todo al sentido del deber, no es una
obligación contraída ante nuestra conciencia sino una expresión real y situada
de amor, de un amor concreto que no se da, sobre todo, a través de palabras
sino con obras y de verdad.
Solo
esta responsabilidad, así entendida, puede llevarnos a optar por quedarnos en
el país, quedarnos, pues, solidariamente: echando la suerte con él.
Nosotros
pedimos que se sopese esta posibilidad, que nos detengamos a planteárnosla y
que decidamos desde lo mejor de nosotros mismos.
Encarnarnos,
como Jesús
Si nos
consideramos cristianos, si hemos decidido, con la gracia de Dios, que el
cristianismo lleve la voz cantante en nuestras vidas, tenemos que poner ante
los ojos el ejemplo de Papadios y de Jesús. Ellos, viendo que la creación y más
en concreto la humanidad, que ellos habían creado y mantenían con su relación
de amor constante, iba por mal camino, viendo que se estaba perdiendo, que se
deshumanizaba, decidieron salvarla desde dentro y desde abajo.
Decidieron
que Jesús, el Hijo único y eterno de Dios, se encarnara, se hiciera un ser
humano, echara la suerte para siempre con la humanidad, para salvarla como ser
humano, estimulando la libertad de los demás seres humanos, movido por su amor
incondicional.
Jesús,
movido por este amor absoluto, se responsabilizó de nosotros, pero no para
sustituirnos sino para estimular nuestras mejores energías con su compañía
alentadora, con sus palabras que alumbraban las mentes y encendían los
corazones, con su cercanía humana que desalienaba y sanaba y rehabilitaba.
Tuvo
tanto éxito que, habiéndose encontrado a un pueblo contra el suelo de tanto
peso y desesperanza, ayudó a que se pusiera en pie, a que se comunicaran desde
sí mismos, a que se convocaran y movilizaran.
Por
eso los que basaban su dominio en la postración de los de abajo, lo condenaron
a muerte en la tortura más cruel e ignominiosa. Parecería que tuvo mala suerte.
Pero no fue así. La última palabra no la tuvieron los déspotas sino su
Padre que lo recreó en su seno y desde allí él se apareció a los suyos, que
estaban pasmados de perplejidad y completamente desanimados, y se reinició el
proceso, que continúa abierto y que aspira, esa es nuestra apuesta de fondo, a
tener la última palabra en la humanidad, configurándola como la única familia
de las hijas e hijos de Dios.
Para
nosotros echar la suerte, en estas circunstancias, con el país es expresión
concreta de esta encarnación solidaria. No porque sacralicemos al país sino
porque, en estas circunstancias tan adversas, sí es un modo de hacer en nuestra
situación lo equivalente de lo que él hizo en la suya.
Concluimos
diciendo que tenemos que posicionar en el imaginario ambiental, además de la
posibilidad de irse, la de quedarse por solidaridad. Concretamente por esa
apostamos nosotros.
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