MIBELIS ACEVEDO DONÍS 15 de noviembre de 2019
@Mibelis
Saber
reconocer ventajas que efectivamente se tienen cuando se lidia con la regresión
instalada, podría ayudarnos a sacar el jugo a cada oportunidad que surja para
rehabilitar lo perdido
Forjada
a punta de sacrificios y apuestas riesgosas que no pocas veces comprometen la
vida de quienes contribuyen con su advenimiento, la conquista de la democracia
resulta todo un desafío. Penosamente y a despecho de quienes vieron en la
tercera ola de democratización una señal decisiva de evolución blindada por la
razón civilizatoria, ello no marca el fin de un camino lleno de idas y vueltas,
corsi e ricorsi. “Ni lejanamente se me hubiera ocurrido pensar que Italia se
dejaría quitar de las manos la democracia que le había costado tantos esfuerzos
y que su generación consideraba conquistada para siempre”, admite Benedetto
Croce al repasar los estragos de la deriva fascista; tal vez recordando que
antes había apuntado contra esa misma democracia cuando advertía en ella alguna
amenaza para la libertad individual de la que era vigoroso defensor.
El
choque entre el ideal de la democracia y lo que acaba siendo en la práctica
-nunca perfecta ni ajustada a los crecientes apetitos que, paradójicamente, va
alentando la estabilidad- complica el enfoque. De allí la tendencia a atribuir
cualquier malestar económico, social o político a fallas imperdonables del
sistema, a atacar sin advertir el riesgo de traspasar los límites impuestos por
la lógica relacional, el espacio inter-sujetos.
Es
ese el instante que aprovecha el agitador populista para hurgar en el pathos,
en la rabia del “niño viciado” y trocar eso en adhesiones. En nombre de la
democracia, se erige así en fustigador del estancamiento que endosa al “pacto
de élites”; presto a desacreditar a las instituciones y sustituir su mediación,
hábil urdiendo cismas tan insalvables entre “ellos” -la casta, los traidores- y
“nosotros”, que hagan imposible imaginar una sociedad plural y obligada, por
tanto, a pactar para coexistir.
Víctimas
de la desilusión respecto a una democracia siempre insuficiente, los
venezolanos podemos dar fe de tales asaltos. Pero lo cierto es que lo que nos
ocurrió al trajinar con la insatisfacción que abrió las puertas a Chávez, no
deja de asomarse en países incluso con democracias funcionales, donde personas
azuzadas por las expectativas de mejora que alienta la sociedad abierta
comienzan a demandar reacomodos. Una dinámica que no tendría que ser
traumática, de hecho, que también debería formar parte de las previsiones de
todo sistema inspirado por la interpelación constante entre gobernantes y
gobernados; pero que no siempre logra esquivar los bandazos de los enemigos íntimos
que esa misma sociedad incuba y cría incesantemente, sin poder evitar que
prosperen como cuervos resueltos a picotear los ojos de sus bienhechores.
“¿Sabrá
la democracia resistir a la democracia?”, se preguntaba Giovanni Sartori,
quizás acuciado por el barrunto de que esos desleales actores suelen escudarse
en el derecho al cuestionamiento que avala un régimen como este, para ir
minando la confianza en sus posibilidades. El manoseo caótico del malestar, sin
duda, agudiza la contradicción entre el ser y el deber ser, origen de la
desafección ciudadana que el traficante de espejitos nota y estruja. La
cabriola minada de pasión, vendida como exigencia de reivindicación popular,
como virtuoso afán de conjurar desarreglos que la inequidad acumula en forma de
resentimiento, seduce por su apariencia próvida, refundadora. El populista
irrumpe así con un traje de “demócrata radical” que acaba legitimando sus
métodos, siempre justificados por la urgencia “general”.
Triste
es confirmar que, apremiados por el pinchazo del todo-o-nada, solemos ser
arrollados por la nada. A santo de esto, luce revelador el testimonio que Peter
Keup -testigo del proceso que condujo a la caída del muro de Berlín- ofrecía
recientemente en Venezuela: “como si se nos hubiese olvidado lo que pasamos
hace 30 años”, hoy Alemania sufre también por el surgimiento de extremismos
cuyo discurso se vuelve popular entre jóvenes. Hijos de la globalización y su
incertidumbre, hijos en muchos casos de la desmemoria, parte de esas nuevas
generaciones a menudo omite que “mejorar el sistema pasa por hablar entre sí,
por escucharse unos a otros, para generar cambios que aun siendo pequeños,
puedan ser útiles”.
No
en balde el propio Croce entendía la civilización como “vigilancia continua”
contra la barbarie. El “fin de la historia” no es una garantía: cuervos
agazapados, las fuerzas regresivas inhiben constantemente los avances,
democratización y des-democratización son marchas que viven forzosamente
vinculadas. De allí la importancia de reconocer los límites de lo realizable,
de definir con propiedad con qué contamos, de entender qué puede esperarse
razonablemente de la democracia y sus fortalezas. Una reflexión que, de paso,
no deja de repicar cuando el autoritarismo hinca su pezuña y la convicción democrática
resiste. En nuestro caso, saber reconocer ventajas que efectivamente se tienen
cuando se lidia con la regresión instalada, podría ayudarnos a sacar el jugo a
cada oportunidad que surja para rehabilitar lo perdido.
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
@Mibelis
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