Opus Dei 01 de mayo de 2021
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Reflexión
para meditar el domingo de la quinta semana de Pascua. Los temas propuestos
son: unidos a la vid, que es Cristo; para dar más fruto; todos somos sarmientos
de la misma vid.
LAS
LABORES del campo son bien conocidas por quienes escuchan a Jesús. Las viñas
han sido parte importante en la historia del pueblo de Israel, también en sus
textos sagrados. Por eso, Cristo se centra en uno de sus elementos y lo aplica
a la relación de los apóstoles con él. «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es
el labrador (…). Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece
en la vid, así tampoco, si no permanecéis en mí» (Jn 15,1.4).
«Encarnándose,
Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier
necesidad y aridez, él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él
en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en
definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que
dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados
bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente.
Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe
transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida.
Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo»[1].
Vivir
unidos a Cristo es la clave de la felicidad. Y la unidad es fruto del cariño;
por eso, las personas que se quieren acaban viviendo en sintonía de ideas, de
voluntades, de afectos. Se acaban compartiendo de tal modo las cosas propias
que lo del otro me interesa como si fuese mío. Dejar que esta afinidad vaya
prendiendo en nuestro trato con Jesús es fuente de alegría y de seguridad.
Podemos vivir unidos a él a través del diálogo de la oración. Podemos crecer en
esa identificación con Cristo a través de la gracia que se nos da en los
sacramentos.
PUEDE
SUCEDER que atravesemos alguna época con poco entusiasmo, en la que parece que
hay menos luz. Se repiten los días en que todo cuesta más. Llega, entonces, el
momento de recordar que es el Señor quien da la vida, las flores y los frutos.
Las plantas suelen podarse a finales del invierno, en preparación para la
llegada de la primavera. «¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la
vid y los sarmientos? –se pregunta san Josemaría–. Consuélate: te exige, porque
eres sarmiento que da fruto... Y te poda, ut fructum plus afferas –para
que des más fruto. ¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué
lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!»[2].
«Para
dar fruto Jesús ha vivido el amor hasta el fondo, dejándose romper por la
muerte como una semilla se deja romper bajo tierra. Precisamente allí, en el
punto extremo de su abajamiento –que es también el punto más alto del amor– ha
germinado la esperanza (...). Escuchad bien cómo es la transformación que hace
la Pascua: Jesús ha transformado nuestro pecado en perdón, nuestra muerte en
resurrección, nuestro miedo en confianza. Es por esto porque allí, en la cruz,
ha nacido y renace siempre nuestra esperanza; es por esto que con Jesús cada
oscuridad nuestra puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda
desilusión en esperanza»[3].
Sabiendo
que es Dios quien quiere cuidarnos y hacernos mejores, queremos que haga ese
trabajo de quitar lo que estorba, de perder lo que sobra. Aprendemos a querer
mejor, a confiar más en el Señor. Dios, para prepararnos para nuestra misión,
cuenta con los desconciertos, con las incomprensiones, con nuestros esfuerzos
que pasan desapercibidos. Así adquiere nueva vitalidad nuestro interior, crece
nuestra capacidad de amar como él, con la raíz en la cruz. Nos hacemos un poco
más generosos, a imitación del divino derroche de Cristo.
QUÉ
MARAVILLA, entonces, sabernos todos sarmientos de la misma vid. Esta realidad
nos hará admirar las virtudes y los talentos de los demás, dando gracias a Dios
porque embellece y llena de frutos a nuestros hermanos, parientes y amigos.
Vivimos así unidos a Cristo y entre nosotros. Saboreando en nuestra alma esa
pasión por la unidad, no nos turban los errores de quienes nos rodean, pues los
entendemos como un posible camino de crecimiento tanto para la persona como
para nosotros. No guardamos rencores ni recelos; queremos servir a todos,
porque todos somos sarmientos unidos a Jesús.
Por
eso la unión con Cristo es, al mismo tiempo, unión con todos los demás a los
que él se entrega. No puedo tener a Cristo solo para mí. «Los sarmientos no
tienen vida propia: viven sólo si permanecen unidos a la vid donde han brotado.
Su vida se identifica con la de la vid. La misma savia circula entre la vid y
los sarmientos; ambos dan el mismo fruto. Entre ellos existe, por consiguiente,
un vínculo indisoluble, que simboliza muy bien el que existe entre Jesús y sus
discípulos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15, 4)»[4].
Sabemos
que «nuestro amor no se confunde con una postura solamente sentimental ni con
la simple camaradería (...). Es convivir con el prójimo, venerar –insisto– la
imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple,
para que sepa dirigirse a Cristo»[5]. La criatura
más unida a Dios, y que mejor ha reflejado el rostro de Cristo, es la Santísima
Virgen, de quien heredó la carne y la sangre. Ella puede recordarnos que
también en los sarmientos está el Señor y que, como nosotros, también nuestras
hermanas y hermanos en la fe están unidos a la vid verdadera.
[1] Benedicto
XVI, Homilía, 22-IX-2011.
[2] San
Josemaría, Camino, n. 701.
[3] Francisco,
Audiencia general, 12-IV-2017.
[4] San
Juan Pablo II, Audiencia general, 25-I-1995.
[5] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 230.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-domingo-5a-semana-de-pascua/
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