Francisco Fernández-Carvajal 05 de mayo de 2021
@hablarcondios
—
El ofrecimiento de obras dirige a Dios nuestro día desde los
comienzos. Nuestra primera oración.
— Cómo
hacerlo. El «minuto heroico».
—
El ofrecimiento de obras y la Santa Misa. Ofrecer nuestra
tarea al Señor muchas veces al día.
I. Para
ordenar nuestra vida, el Señor nos ha dado los días y las noches. El
día habla al día y la noche comunica sus pensamientos a la noche1.
Y cada nuevo día, al despedirse el día pasado, nos recuerda que hemos de
continuar nuestros trabajos interrumpidos y renovar nuestros proyectos y
nuestras esperanzas. «El hombre sale a trabajar hasta el anochecer: entonces
llega la noche y, con una amable sonrisa, (Dios) nos manda dejar todos nuestros
juguetes, con los cuales nos alborotamos tanto nosotros (...), nos cierra los
libros, nos esconde las distracciones, extiende un gran manto negro sobre
nuestra vida...; cuando la oscuridad se cierra a nuestro alrededor, vivimos un ensayo
general de la muerte; el alma y el cuerpo se dan las buenas noches... Luego
llega la mañana y con la mañana el renacimiento»2.
Cada
día comienza, en cierto modo, con un nacimiento y acaba con una muerte; cada
día es como una vida en miniatura. Al final, nuestro paso por el mundo habrá
sido santo y agradable a Dios si hemos procurado que cada jornada fuera grata a
Dios, desde que despunta el sol hasta su ocaso. También la noche, porque del
mismo modo la hemos ofrecido al Señor. El hoy es lo único de
que disponemos para santificarlo. El día habla al día; el día
de ayer susurra al de hoy, y nos dice de parte del Señor: Comienza bien.
«Pórtate bien “ahora”, sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte
de “mañana”, que no sabes si llegará para ti»3.
El día de ayer ha desaparecido para siempre, con todas sus posibilidades y con
todos sus peligros. De él solo han quedado motivos de contrición por las cosas
que no hicimos bien, y motivos de gratitud por las innumerables gracias,
beneficios y cuidados que recibimos de Dios. El «mañana» está aún en las manos
del Señor.
Lo que
debemos santificar es el día de hoy. ¿Y cómo vamos a empezarlo si no es
ofreciéndoselo a Dios? Solo quienes no conocen a Dios y los cristianos tibios
comienzan sus días de cualquier manera. El ofrecimiento de obras por
la mañana es un acto de piedad que orienta bien el día, que lo dirige a Dios
desde sus comienzos, de la misma manera que la brújula señala al Norte.
El ofrecimiento de obras nos dispone desde el primer momento
para escuchar y atender las innumerables inspiraciones y mociones del Espíritu
Santo en este día, que ya no se repetirá nunca más. Hoy si oís su voz
no queráis endurecer vuestros corazones4.
Y en cada jornada nos habla Dios.
Le
decimos al Señor que le queremos servir en el día de hoy, que le queremos tener
presente. «Renovad cada mañana, con un serviam! decidido –¡te
serviré, Señor!–, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la
desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien
persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar
ese bache con un acto de amor sincero»5.
Nuestras
obras llegarán antes a Dios si hacemos el ofrecimiento a través de su Madre,
que es también Madre nuestra. «Aquello poco que desees ofrecer, procura
depositarlo en aquellas manos de María, graciosísimas y dignísimas de todo
aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor sin sufrir de Él repulsa»6.
II. La
costumbre de ofrecer el día a Dios también la vivían los primeros cristianos:
«apenas despertar, antes de enfrentarse de nuevo con el trasiego de la vida,
antes de concebir en su corazón cualquier impresión, antes incluso de acordarse
del cuidado de sus intereses familiares, consagran al Señor el nacimiento y
principio de sus pensamientos»7.
San
Pablo exhortaba a los primeros cristianos a ofrecer todo su día a Dios.
Recomendaba a los primeros cristianos de Corinto: Ya comáis, ya bebáis
o ya hagáis alguna otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios8.
Y a los colosenses: Y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo
todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él9.
Muchos
buenos cristianos tienen el hábito adquirido de dirigir su primer pensamiento a
Dios. Y enseguida el «minuto heroico», que es una buena ayuda para hacer bien
el ofrecimiento de obras y comenzar bien el día. «Sin
vacilación: un pensamiento sobrenatural y... ¡arriba! —El minuto heroico: ahí
tienes una mortificación que fortalece tu voluntad y no debilita tu naturaleza»10.
«Si, con la ayuda de Dios, te vences, tendrás mucho adelantado para el resto de
la jornada.
«¡Desmoraliza
tanto sentirse vencido en la primera escaramuza!»11.
Aunque
no hay por qué adaptarse a una fórmula concreta, es conveniente tener un modo
habitual de hacer esta práctica de piedad, tan útil para que marche bien toda
la jornada. Unos recitan alguna oración sencilla aprendida de pequeños... o de
mayores. Es muy conocida esta oración a la Virgen, que sirve a la vez de
ofrecimiento de obras y de consagración personal diaria a Nuestra Señora: ¡Oh
Señora mía! ¡Oh madre mía! Yo me ofrezco del todo a Vos, y en prueba de mi filial
afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en
una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, ¡oh Madre de bondad!,
guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra. Amén.
Aparte
del ofrecimiento de obras, cada cual verá lo que estima oportuno añadir a sus
oraciones al levantarse: alguna oración más a la Virgen, a San José, al Ángel
de la Guarda. Es un momento también oportuno para traer a la memoria los
propósitos de lucha que se concretaron en el examen de conciencia del día
anterior, renovando el deseo y pidiendo a Dios la gracia para cumplirlos.
Señor,
Dios todopoderoso, que nos has hecho llegar al comienzo de este día: sálvanos
hoy con tu poder, para que no caigamos en ningún pecado; sino que nuestras
palabras, pensamientos y acciones sigan el camino de tus mandatos12.
III.
Hemos de dirigirnos al Señor cada día pidiéndole ayuda para tenerle siempre
presente; y no solo en los momentos expresamente dedicados a hablar con Él,
sino también en las normales actividades diarias, pues queremos que además de
estar bien realizadas sean oración grata a Dios. Por eso podemos decir con la
Iglesia: Te pedimos, Señor, que prevengas nuestras acciones y nos
ayudes a proseguirlas, para que todo nuestro trabajo empiece en Ti y por Ti
alcance su fin13.
En la
Santa Misa encontramos el momento más oportuno para renovar el ofrecimiento de
nuestra vida y de las obras del día. Cuando el sacerdote ofrece el pan y el
vino, nosotros ofrecemos cuanto somos y poseemos, y todo aquello que nos
proponemos hacer en esa jornada que comienza. En la patena ponemos la memoria,
la inteligencia, la voluntad... Además, familia, trabajo, alegrías, dolor,
preocupaciones... Y las jaculatorias y actos de desagravio, las comuniones espirituales,
las pequeñas mortificaciones, los actos de amor con que esperamos llenar el
día. Siempre resultarán pobres y pequeños estos dones que ofrecemos, pero al
unirse a la oblación de Cristo en la Misa se hacen inconmensurables y eternos.
«Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y
familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechas
en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan
pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por
Jesucristo (Cfr. 1 Pdr 2, 5), que en la celebración de la
Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo
del Señor»14.
En el
altar, junto al pan y al vino, hemos dejado cuanto somos y poseemos: ilusiones,
amores, trabajos, preocupaciones... Y en el momento de la Consagración se lo
entregamos definitivamente a Dios. Ahora, ya nada de eso es solo nuestro, y por
tanto –como quien lo ha recibido en depósito y administración– deberemos
utilizarlo para el fin al que lo hemos destinado: para la gloria de Dios y para
hacer el bien a quienes están cerca de nosotros.
El
haber ofrecido todas nuestras obras a Dios nos ayudará a hacerlas mejor, a
trabajar con más eficacia, a estar más alegres en la vida de familia aunque
estemos cansados, a ser mejores ciudadanos, a vivir mejor la convivencia con
todos. El ofrecimiento de nuestras obras podemos repetirlo, aunque solo sea con
el pensamiento, muchas veces a lo largo del día; por ejemplo, cuando iniciamos
una nueva actividad, o cuando lo que estamos haciendo nos resulte
particularmente dificultoso. El Señor también acepta nuestro cansancio, que así
adquiere un valor redentor.
Vivamos
cada día como si fuera el único que tenemos para ofrecer a Dios, procurando
hacer las cosas bien, rectificando cuando las hemos hecho mal. Y un día será el
último y también se lo habremos ofrecido a Dios nuestro Padre. Entonces, si
hemos procurado vivir ofreciendo continuamente a Dios nuestra vida, oiremos a
Jesús que nos dice, como al buen ladrón: En verdad te digo, hoy estarás
conmigo en el paraíso15.
1 Sal 18,
3. —
2 R.
A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid
1962, pp. 45-46. —
3 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 253. —
4 Sal 94,
7-8. —
5 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 217. —
6 San
Bernardo, Hom. en la Natividad de la B. Virgen María, 18.
—
7 Casiano, Colaciones,
21. —
8 1
Cor 10, 31. —
9 Col 3,
17. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 206. —
11 Ibídem,
n. 191. —
12 Liturgia
de las Horas. Laudes. —
13 Ibídem,
Oración de Laudes. Lunes 1ª semana. —
14 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 34. —
15 Lc 23,
43.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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