Francisco Fernández-Carvajal 14 de noviembre de 2018
— La
caridad vivida entre los primeros cristianos.
—
Fortaleza que otorga la caridad.
—
Virtudes anejas a la caridad.
I. Una
de las lecturas para la Misa de hoy nos propone la Epístola
a Filemón, la más breve de las que escribió San Pablo, y una de las más
entrañables. Es una Carta familiar enviada a un cristiano de Colosas acerca de
un esclavo, Onésimo, huido de la casa de aquel y convertido a la fe en Roma por
el celo del Apóstol. Es una muestra más, por otra parte, del espíritu universal
del cristianismo primitivo, que acogía en su seno a personas pudientes, como
Filemón, o a esclavos, como Onésimo. Así lo resalta San Juan Crisóstomo:
«Aquila ejercía su profesión manual; la vendedora de púrpura, al frente de un
taller; otro era guardia de una cárcel; otro centurión, como Cornelio; otro
enfermo, como Timoteo; otro, Onésimo, era esclavo y fugitivo; y sin embargo
nada de eso fue obstáculo para ninguno, y todos brillaron por su santidad:
hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos»1.
Es
posible que en un principio pensara San Pablo retener a Onésimo en Roma a fin de
que le ayudara2,
pero pronto cambió de parecer y decidió devolverlo a Filemón, a quien le
escribe para que le acoja como a hermano en la fe. El tono que emplea el Apóstol
no es de mandato, aunque podría haberlo hecho dada su autoridad, sino de
súplica humilde en nombre de la caridad. La súplica revela el gran
corazón de Pablo: yo, este Pablo ya anciano, y ahora prisionero de
Cristo Jesús, te suplico en favor de mi hijo Onésimo, a quien engendré entre
cadenas, en otro tiempo inútil para ti, pero ahora útil para ti y para mí, a
quien te devuelvo como si fuera mi corazón. Yo quisiera retenerlo para que me
sirviera en tu lugar, mientras estoy entre cadenas por el Evangelio3.
Si en
otro tiempo el esclavo fue inútil para su amo, pues se fugó,
ahora será útil. El juego de palabras hace referencia al nombre de
Onésimo (= útil), como si quisiera decir que, si es verdad que antes no hizo
honor a su nombre, ahora sí; más aún, no solo se vuelve provechoso para el
Apóstol, sino también para el propio Filemón, que ha de recibirle por ello como
si se tratara del mismo Pablo en persona: si me tienes como hermano en
la fe -le dice-, acógelo como si fuera yo mismo4.
«Ved a Pablo escribiendo a favor de Onésimo, un esclavo fugitivo –dice San Juan
Crisóstomo–: no se avergüenza de llamarlo hijo suyo, sus propias entrañas, su
hermano, su bienamado. ¿Qué diría yo? Jesucristo se abajó hasta tomar a
nuestros esclavos por hermanos suyos. Si son hermanos de Jesucristo, también lo
son nuestros»5. En aquella época, bien conocida por la poca consideración, a
veces ninguna, que se tenía hacia los esclavos, es donde alcanzan toda su
fuerza estas palabras, y donde se vivió la caridad de tal manera que se explica
que los primeros cristianos asombraran al mundo. Si esto hicieron los primeros
cristianos, siguiendo el mandato de Jesús, ¿vamos nosotros a excluir de nuestro
trato, de nuestra amistad a alguno por razones sociales, de raza, de educación...?
Con
buen humor y con un gran afecto, le dice el Apóstol a Filemón: Si en
algo te perjudicó o te debe algo, cárgalo a mi cuenta. Yo, Pablo, lo he escrito
de mi puño y letra. Y añade: yo te lo pagaré, por no decirte que tú
mismo te me debes. Le recuerda que si fueran a echar cuentas de verdad, el
Apóstol saldría ganando, ya que Filemón debe a Pablo lo más preciado que tiene:
su condición de cristiano.
Nosotros
hemos de aprender de aquellos primeros cristianos a vivir la caridad con la
hondura con que ellos la llevaron a la práctica, muy especialmente con nuestros
hermanos en la fe –este debe ser nuestro primer apostolado– para que perseveren
en ella, y con quienes se encuentran lejos de Cristo, para que a través de
nuestro aprecio se acerquen a Él y le sigan.
II. Frater
qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma6.
El hermano ayudado por su hermano es fuerte como una ciudad amurallada, leemos
en el Libro de los Proverbios. En aquellos primeros tiempos, donde
tantas dificultades externas encontraban quienes abrazaban la fe, la
fraternidad era la mejor defensa contra todos los enemigos. Verdaderamente, la
caridad bien vivida nos hace fuertes y seguros como una ciudad amurallada, como
una plaza fuerte inexpugnable a todos los ataques. Las recomendaciones de vivir
con delicadeza extrema el mandato del Señor son muy abundantes: Llevad
los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo7,
exhorta San Pablo a los Gálatas. Nuestra disposición ante los demás cuando los
vemos agobiados, con una sobrecarga de trabajo, de dificultades, ha de ser
siempre la de ayudar a sobrellevar esos fardos, muchas veces tan pesados.
«Carga sobre ti –aconsejaba San Ignacio de Antioquía a su discípulo San
Policarpo–, como perfecto atleta de Cristo, las enfermedades de todos»8.
Es
esta una responsabilidad de todos los cristianos. Cada uno ha de estar atento
siempre ante el bien de los demás, y muy especialmente de aquellos que, por
diferentes razones, el Señor nos ha encomendado. «Estos son tus siervos, mis
hermanos –escribe San Agustín–, que tú quisiste que fuesen hijos tuyos, señores
míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir contigo de ti»9.
La preocupación por ayudar a los demás nos sacará de nosotros mismos y
ensanchará nuestro corazón. Ni la falta de tiempo, ni el exceso de ocupaciones,
ni el temor a complicarnos la vida, podrán justificar las omisiones en esta
virtud. Consistirá frecuentemente en preocuparnos por su salud, por su
descanso, por su alegría, y sobre todo por su fe. Los enfermos merecen una
atención particular: compañía, interés verdadero por su curación, facilitarles
el que ofrezcan al Señor su dolor y santifiquen la enfermedad, ayudarles a
rezar según sus posibilidades...
La
caridad bien vivida nos otorga una gran fortaleza ante obstáculos a veces
semejantes a los que encontraron los primeros cristianos. Hemos de llegar hasta
Dios bien unidos en la fe, guardándonos unos a otros, sin dejar que nadie
sienta la dureza de la soledad en momentos más difíciles, por los que todos
podemos pasar, «pues si una ciudad se defiende, y se ciñe de fuertes muros, y
se protege por todas partes con una atenta vigilancia, pero un solo agujero
queda sin defender por negligencia, por allí sin duda entrará el enemigo»10.
No le dejemos entrar.
Con la
ayuda de los demás seremos ciudad amurallada, plaza fuerte11,
y llegaremos a donde solos no podemos, resistiremos más y mejor las
dificultades que se presentan en el camino hacia Dios, pues –como dice la
Escritura– la cuerda de tres hilos es difícil de romper12.
La caridad es nuestra fortaleza. «“Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas
firma” —El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad
amurallada,
»—Piensa
un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo»13.
III. San
Pablo no llegó a pedir directamente a Filemón la libertad de Onésimo, pero le
insinúa con gran finura que se la conceda, sin quitarle mérito a su libre
decisión. Le hace notar la generosidad que tuvo con él, para que tenga el mismo
corazón para su esclavo, ahora su hermano en la fe. Termina diciéndole: Sé
que harás aún más de lo que te digo. «Es la repetición del mismo testimonio
que le había expresado al principio de su carta –comenta San Juan
Crisóstomo–: Sabiendo que harás aún más de lo que te digo.
Imposible imaginar nada más persuasivo; ninguna otra razón más convincente que
esta tierna estima de la generosidad que Pablo le manifiesta, de modo que
Filemón no podría resistir más a esta demanda»14.
Es la delicadeza del que sabe pedir apoyado en una entrañable amistad que tiene
como último fundamento la fe en Cristo.
La
caridad lleva consigo una serie de virtudes anejas que son a la vez su apoyo y
su defensa. Estas virtudes, a través de las cuales se manifiesta la misma
caridad, son la lealtad, la gratitud, el respeto mutuo, la amistad, la
deferencia, la afabilidad, la delicadeza en el trato... Vivir bien el
Mandamiento del Señor nos exigirá muchas veces dominar nuestro estado de ánimo,
fomentar la cordialidad, el buen humor, la serenidad, el optimismo. Por el
contrario, los tonos desabridos e intemperantes, las faltas de educación, las
impaciencias, el fijarse excesivamente en las deficiencias de los demás, los
juicios negativos sobre otros, el descuido en el lenguaje... suelen revelar
ausencia de finura interior, de vida sobrenatural, de unión con Dios.
San
Juan nos ha dejado este resumen de lo que debe ser nuestra vida: En
esto hemos conocido el amor, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros
debemos dar la nuestra por nuestros hermanos15.
Este entregar la vida por los demás ha de ser día a día, en medio del trabajo,
en el hogar, con los amigos, con las personas con las que nos relacionamos. Así
cumplimos el Mandamiento del Señor: que os améis unos a otros; como Yo
os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis
discípulos: Si tenéis caridad unos para con otros16.
Mediante este mandamiento, «Jesús ha diferenciado a los cristianos de todos los
siglos de los demás hombres que todavía no han entrado en su Iglesia. Si
nosotros, los cristianos, no manifestamos esta característica, terminaremos por
confundir al mundo, perdiendo el honor de ser tenidos por hijos de Dios.
»En
tal caso –como necios– no aprovechamos el arma tal vez más fuerte para dar
testimonio de Dios en nuestro ambiente, congelado por el ateísmo paganizante,
indiferente y supersticioso.
»Que
el mundo pueda contemplar atónito un espectáculo de concordia fraterna y diga
de nosotros –como de los que gloriosamente nos precedieron–: ¡Mirad
cómo se aman!»17.
1 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 43. —
2 Cfr. Fil 13-14.
—
3 Fil 9-13.
—
4 Cfr. Sagrada
Biblia, Epístolas de la cautividad, EUNSA, Pamplona 1986,
vol. VIII, nota a Fil 6. —
5 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Epístola a Filemón, 2,
15-16. —
6 Prov 18,
19. —
7 Gal 6,
2. —
8 San
Ignacio de Antioquía, Epístola a San Policarpo, 1, 3,
—
9 San
Agustín, Confesiones, 10, 4, 6. —
10 San
Gregorio Magno, Moralia, 19, 21, 33. —
11 Cfr. Liturgia
de las Horas, Domingo IV de Cuaresma. Preces de las II
Vísperas. —
12 Eclo 4,
12. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 460. —
14 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Epístola a Filemón, 21.
—
15 1
Jn 3, 16. —
16 Jn 13,
34-35. —
17 Ch.
Lubich, Meditaciones, p. 46.
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