Francisco Fernández-Carvajal 25 de noviembre de 2018
— No
tener miedo a ser generosos sin límite.
—
Entrega sin condiciones. No negarle nada al Señor.
—
Generosidad de Dios.
I. Eran
muchas las ofrendas que cada día se presentaban al Señor en el Templo de
Jerusalén. Unas correspondían a los productos de la tierra en señal del supremo
dominio divino sobre todo lo creado. Consistían en harina y aceite, espigas o
pan cocido, sobre las que se depositaba incienso, expresando el deseo de que
fueran agradables al Señor1.
Parte de la oblación se quemaba sobre el altar, y parte era consumida por el sacerdote
en el interior del Templo2.
El holocausto era un sacrificio en el que la víctima (un cordero, un ave...),
previamente sacrificada, se destruía completamente, casi siempre a través del
fuego. Holocausto significaba precisamente que en el sacrificio la víctima se
quemaba enteramente. En tiempos del Señor se ofrecía mañana y tarde, y por eso
se llamaba sacrificio perpetuo3.
Era figura del que había de venir, el sacrificio eucarístico.
También
los judíos, como ofrenda a Dios y para el sostenimiento del Templo, depositaban
sus limosnas en un lugar visible por todos, el gazofilacio. Un día
Jesús se encontraba cerca de este lugar y miraba cómo la gente echaba
en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho4.
Vio también cómo se acercaba una viuda pobre y echó dos pequeñas monedas5.
San Marcos incluso nos ha señalado el valor de estas monedas: la cuarta
parte de un as, una cantidad insignificante. Sin embargo, el Señor se
conmovió al paso de esta mujer, pues supo enseguida todo lo que representaba
para ella. Su ofrenda fue más importante para Dios que la de todos los demás.
Aquella pobre viuda dio todo lo que tenía para vivir. Los demás
habían echado de lo que les sobraba, esta de lo que le era necesario. Haría la
ofrenda con mucho amor, con una gran confianza en la Providencia divina, y Dios
la recompensaría incluso en sus días aquí en la tierra. «Ellos echaron mucho de
lo mucho que tenían –comenta San Agustín–; ella echó todo lo que poseía. Mucho
tenía, pues tenía a Dios en su corazón. Es más poseer a Dios en el alma que oro
en el arca. ¿Quién echó más que la viuda que no se reservó nada para Sí?»6.
A nosotros nos enseña hoy este pasaje que se lee en el Evangelio de la Misa a
no tener miedo a ser generosos con Dios y con las obras buenas en servicio del
Señor y de los demás, incluso a sacrificar aquello que nos parece necesario
para la vida. ¡Qué poco nos es realmente necesario! A Dios hemos de ofrecerle
lo que somos y lo que tenemos, sin reservarnos ni siquiera una parte pequeña
para nosotros. Existe un antiguo refrán que viene a decir que a Dios se le
conquista con la última moneda. ¿Hay algo en nuestro corazón que no sea del
Señor? ¿Tiempo, bienes, amigos...? ¿Qué nos pide Jesús ahora? ¿Qué cosas
deberíamos quizá cortar o dejarlas en segundo plano?
Tanta
alegría le produjo al Señor aquel gesto de la mujer que enseguida sintió la
necesidad de comunicarlo a sus discípulos7.
Es el mismo gozo que experimenta su Corazón cuando nos entregamos del todo. «El
Reino de Dios no tiene precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas
(...). A Pedro y a Andrés les costó el abandono de una barca y de unas redes; a
la viuda le costó dos moneditas de plata (cfr. Lc 21, 2); a
otro, un vaso de agua fresca (cfr. Mt 10, 42)...»8.
II. El
Señor, a lo largo de su predicación en los tres años de vida pública, y
especialmente con su entrega a la Pasión y Muerte, llama a quienes le siguen a
ofrecerse a Dios Padre, no ya por medio del sacrificio de animales, aves o
frutos del campo, como en el Antiguo Testamento, sino de sí mismos. San Pablo
lo recordará a los primeros cristianos de Roma: Os exhorto, pues,
hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como
hostia viva, santa, agradable a Dios: este es vuestro culto espiritual9.
Especialmente en la Santa Misa, el cristiano puede y debe ofrecerse juntamente con
Cristo, pues «para que la oblación, con la cual en este Sacrificio los fieles
ofrecen al Padre celestial la víctima divina, alcance su pleno efecto (...) es
preciso que se inmolen a sí mismos como hostias (...) y, deseosos de asemejarse
a Jesucristo, que sufrió tan acerbos dolores, se ofrezcan como hostia
espiritual con el mismo Sumo y eterno Sacerdote y por medio de Él mismo»10.
Esta
entrega se realiza cada día, ordinariamente en pequeños actos que van desde el
esmero en ofrecer el día al comenzar la jornada, hasta las atenciones que
requiere la convivencia con los demás; con el corazón siempre dispuesto a lo
que el Señor quiera pedirnos, con una disposición de no negarle nada. Nuestra
entrega ha de ser plena, sin condiciones. En uno de los escritos más antiguos
de la Cristiandad primitiva se dice que cuando un hombre llena de buen vino
unas tinajas muy bien preparadas y de ellas deja algunas a medio llenar, si luego
las revisa de nuevo, no examina las que dejó llenas –pues sabe que el vino allí
guardado se conserva bien–, sino que mira las que están a medio llenar, pues
teme con razón que se hayan agriado11.
Lo mismo pasa con las almas. La «media entrega» acaba rompiendo la amistad con
el Maestro. Solo una generosidad plena nos permitirá seguir el ritmo de sus
pasos. De otra manera cada vez nos veríamos más distanciados y Él llegaría a
ser solo una figura lejana y desdibujada. El cristiano, si quiere ser coherente
con su fe, habrá de decidirse a ser de Dios sin reservas, sin dejar ningún
campo fuera de Él. El Señor se constituye así en el centro de todos los afectos
e ilusiones del discípulo. Esta entrega de lo que somos y tenemos se realiza
cada día en la fidelidad, en pequeños detalles, a los compromisos que tenemos
con el Señor y con los demás.
No
temamos poner a disposición de Jesús todo lo que tenemos. No dudemos en darnos
nosotros por entero. «Cuando los hipócritas planteen a vuestro alrededor la
duda de si el Señor tiene derecho a pediros tanto, no os dejéis engañar. Al
contrario, os pondréis en presencia de Dios sin condiciones, dóciles,
como la arcilla en manos del alfarero (Jer 18, 6),
y le confesaréis rendidamente: Deus meus et omnia! Tú eres mi
Dios y mi todo»12.
III.
Cuenta una antigua leyenda oriental que todo aquel que se encontraba con el rey
estaba obligado a ofrecerle un presente. Un día un pobre campesino se encontró
con el monarca. Y como no tenía cosa alguna que presentarle, tomó un poco de
agua en el hueco de la mano y ofreció al soberano aquel sencillísimo obsequio.
Al rey le agradó mucho la buena voluntad de aquel súbdito, y mandó –pues era un
hombre espléndido– que le diesen como recompensa una escudilla llena de monedas
de oro.
El
Señor, más generoso que todos los reyes de la tierra, prometió el ciento por
uno en esta vida, y luego la vida eterna13.
Él nos quiere felices también en esta vida: quienes le siguen con generosidad
obtienen, ya aquí en la tierra, un gozo y una paz que superan con mucho las
alegrías y consuelos humanos. Esta alegría es un anticipo del Cielo, El tenerle
cerca es ya la mejor retribución. «Es tan agradecido –escribe Santa Teresa–,
que un alzar los ojos con acordarnos de Él no deja sin premio»14.
Cada
día, el Señor espera la ofrenda sencilla de nuestros trabajos15 16,
de las pequeñas dificultades que siempre encontraremos, de la caridad bien
vivida, del tiempo gastado en favor de los demás, de la limosna generosa... En
esta entrega diaria a los demás «es necesario andar más allá de la estricta
justicia, según la ejemplar conducta de la viuda que nos enseña a dar con
generosidad aun de aquello que pertenece a las propias necesidades. Sobre todo
se debe tener presente que Dios no mide los actos humanos con una medida que se
para en las apariencias del cuánto se ha dado. Dios mide según la medida de los
valores interiores del cómo se pone a disposición del prójimo: medida según el
grado de amor con el que nos damos libremente al servicio de los hermanos»17.
Nuestras
ofrendas a Dios, muchas veces de tan poca importancia aparente, llegarán mejor
hasta el Señor si lo hacemos a través de Nuestra Señora. «Aquello poco que
desees ofrecer –recomienda San Bernardo–, procura depositarlo en aquellas manos
de María, graciosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido
al Señor sin sufrir de Él repulsa»18.
1 Cfr. Lev 2,
1-2, 14-15. –
2 Cfr. Lev 6,
7-11. —
3 Cfr. Dan 8,
11. —
4 Mc 12,
41. —
5 Cfr. Lc 21,
1-4. —
6 San
Agustín, Sermón 107 A. —
7 Cfr. Mc 12,
43. —
8 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios. —
9 Rom 12,
1. —
10 Pío
XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, 25. —
11 Cfr. Pastor
de Hermas, Mandamientos, 13, 5, 3. —
12 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 167. —
13 Cfr. Lc 18,
28-30. —
14 Santa
Teresa, Camino de perfección, 23, 3. —
15 1
Cor 10, 31. —
16 Col 3,
17. —
17 Juan
Pablo II, Homilía 10-XI-1985. —
18 San
Bernardo, Homilía en la Natividad de la B. Virgen María,
18.
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