Francisco Fernández-Carvajal 15 de noviembre de 2018
— No
podemos vivir de espaldas a ese momento supremo. Nos preparamos día a día.
— La
muerte adquiere un sentido nuevo con la Muerte y Resurrección de Cristo.
—
Lecciones para la vida que nos da la muerte.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
habla de la segunda venida de Cristo a la tierra, que será inesperada. Pues
como el relámpago fulgurante brilla de un extremo al otro del cielo, así será
en su momento el día del Hijo del hombre. En este discurso del Señor se
interponen diversos planos de sucesos, y en todos ellos se hace hincapié en la
repentina llegada de Jesús glorioso al fin de los tiempos.
Los
discípulos, llevados por una curiosidad natural, preguntan dónde y cuándo
tendrán lugar los acontecimientos que acaban de oír. El Señor les responde con
un proverbio conocido ya seguramente por ellos: Donde quiera que esté
el cuerpo, allí se reunirán las águilas. Quiere poner de manifiesto Jesús
que, con la misma rapidez con que las aves de rapiña se dirigen a su presa, así
será el encuentro del Hijo de Dios con el mundo al fin de los tiempos y con
cada hombre al fin de sus días. Porque vosotros sabéis muy bien -escribe
San Pablo a los primeros cristianos de Tesalónica- que como el ladrón
en la noche, así vendrá el día del Señor2.
Es una llamada, una vez más, a la vigilancia, a no vivir de espaldas a esa
jornada definitiva –el día del Señor– en la que por fin veremos cara a
cara a Dios. San Agustín, comentando este Evangelio, enseña que la razón por la
que estas cosas permanecen ocultas es para que estemos siempre preparados3.
En
algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la muerte; solo el hecho de
mencionarla parece un asunto desagradable, de mal gusto. Sin embargo, es el
acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos invita a meditarlo;
precisamente para que no nos encuentre desprevenidos ese momento supremo. El
modo pagano de pensar y de vivir de muchos –incluso de algunos que externamente
se dicen cristianos– les lleva a vivir de espaldas a esta realidad y a borrar,
en lo posible, las señales indicadoras de que caminamos deprisa a un fin. Y
toman esta actitud porque ignoran el sentido verdadero de la muerte. En vez de
considerarla como una «amiga» o incluso como una «hermana»4,
se la ve como una catástrofe, la gran catástrofe que un día ha de llegar y que
echa por tierra los planes y las ilusiones en los que se ha puesto todo el
sentido del vivir; por tanto –piensan–, es preciso ignorarla, como si no
hubiera de afectarnos personalmente. En lugar de verla como lo que en realidad
es, la llave de la felicidad plena, se la ve como el
fin del bienestar que tanto cuesta amasar aquí abajo. Ignoran, en su
falta de fe operativa y práctica, que el hombre seguirá existiendo, aunque haya
de «cambiar de casa»5.
Como nos recuerda frecuentemente la liturgia, vita mutatur, non
tollitur6, la vida se cambia, pero no se pierde. Para el cristiano, la
muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta
definitiva, para la que nos hemos preparado día a día7,
poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas, y a través de ellas, nos
hemos de ganar el Cielo. Por eso, para él ese momento no llegará como
el ladrón en la noche, porque cuenta, serenamente, con ese encuentro
definitivo con su Señor. Sabe bien que la muerte «es un paso y traslado a la
eternidad, después de correr en esta carrera temporal»8.
Con
todo, «si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la
muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo
que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el
Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura
humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?»9.
II. La
Sagrada Escritura nos enseña expresamente que Dios no hizo la muerte,
ni se alegra en la perdición de los seres vivos10.
Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos, con ese
sentido doloroso y difícil con que tantas veces la hemos visto, quizá de cerca,
La rebelión del primer hombre trajo consigo la pérdida de dones extraordinarios
que Dios le había concedido al crearlo. Y así, ahora, para llegar a la casa
del Padre, nuestra definitiva morada, hemos de atravesar esa puerta: es
el tránsito de este mundo al Padre11.
La desobediencia de Adán llevó consigo, junto a la pérdida de la amistad con
Dios, la pérdida del don gratuito de la inmortalidad.
Pero
Jesucristo destruyó la muerte e iluminó la vida12,
le quitó su maldad esencial, el aguijón, el veneno; y, gracias a Él, adquiere
un sentido nuevo; se convierte en el paso a una Vida nueva. Su victoria se
transmite a todos los que creen en Él y participan de su Vida. Yo soy –afirmó
el Maestro– la resurrección y la Vida; el que cree en Mí, aun cuando
hubiere muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá para siempre13.
Aunque la muerte es el enemigo del hombre en su vida natural, en Cristo se
convierte en «amiga» y «hermana». Aunque el hombre sea derrotado por ese
enemigo, sale al fin vencedor porque mediante ella, mediante la muerte,
adquiere la plenitud de la Vida. Se entiende bien que para una sociedad que
tiene como fin casi exclusivo, o exclusivo, los bienes materiales, la muerte
siga siendo el fracaso total, el último enemigo que acaba de golpe con todo lo
que dio sentido a su vivir: placer, gloria humana, goce de los sentidos, ansias
desordenadas de bienestar material... Quienes tienen el alma pagana siguen
viviendo como si Cristo no hubiera realizado la Redención, transformando
completamente el sentido del dolor, del fracaso y de la muerte.
La
muerte de los pecadores es pésima14,
afirma la Sagrada Escritura; en cambio, es preciosa, en la presencia de
Dios, la muerte de los santos15.
En este mismo sentido, la Iglesia celebró desde los primeros tiempos el día de
la muerte de los mártires y de los santos como un día de alegría; era el dies
natalis, el día del nacimiento a la nueva Vida, a la felicidad sin término,
el día en que contemplaron, radiantes, el rostro de Jesús. Bienaventurados
los muertos que mueren en el Señor, nos recuerda el Apocalipsis. Sí,
dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, pues sus obras los acompañan16.
No solamente serán premiados por su fidelidad a Cristo, hasta en lo más pequeño
–hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa17–,
sino que, como enseña la Iglesia, permanecerán con ellos, de algún modo, «los
bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra,
los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de
haberlos propagado por la tierra con el Espíritu del Señor y de acuerdo con su
mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y
universal...»18.
Todo lo demás se perderá: volverá a la tierra y al olvido... Sus buenas
obras le acompañan.
III. La
muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo
necesario, desprendidos de los bienes que hemos de usar, pero que dentro de un
tiempo, siempre corto, habremos de dejar; llevaremos, para siempre, el mérito
de nuestras buenas obras.
La
muerte nos enseña a aprovechar bien cada día: carpe diem19,
goza del presente, decían los antiguos; y nosotros, con sentido cristiano,
podemos darle un sentido nuevo: aprovechemos gozosamente cada día como si fuera
el único, sabiendo que ya no se repetirá jamás. Hoy, a la hora del examen de
conciencia, nos dará gran alegría pensar en las jaculatorias, actos de amor al
Señor, trato con el Ángel Custodio, favores a los demás, pequeños servicios,
vencimientos en el cumplimiento del deber, paciencia quizá..., que el Señor ha
convertido en joyas preciosas para la eternidad. Con la muerte termina la
posibilidad de merecer para la vida eterna20.
No dejemos escapar estos días, numerados y contados, que faltan para llegar al
final del camino.
La
incertidumbre del momento de nuestro encuentro definitivo con Dios nos impulsa
a estar vigilantes, como quien aguarda la llegada de su Señor21,
cuidando con esmero el examen de conciencia, con contrición verdadera por las
flaquezas de esa jornada; aprovechando bien la Confesión frecuente para limpiar
el alma aun de pecados veniales y de las faltas de amor. El recuerdo de la
muerte nos ayuda a trabajar con más empeño en la tarea de la propia
santificación, viviendo no como necios, sino como prudentes, redimiendo
el tiempo22, recuperando tantos días y tantas oportunidades perdidas; a
veces puede ocurrir lo que escribió el clásico: «No es que tengamos poco
tiempo, es que hemos perdido mucho»23.
Aprovechemos el que nos queda.
Hemos
de desear vivir largo tiempo, para rendir mayores servicios a Dios, para
presentarnos delante del Señor con las manos más llenas..., y porque amamos la
vida, que es un regalo de Dios. Y cuando llegue nuestro encuentro con el Señor,
hasta esos últimos instantes nos han de servir para purificar nuestra vida y
ofrecernos con un acto de amor a Dios Padre. Para ese trance escribió San
Ignacio de Loyola: «Como en la vida toda, así también en la muerte, y mucho
más, debe cada uno (...) esforzarse y procurar que Dios nuestro Señor sea en
ella glorificado y servido, y los prójimos edificados, a lo menos del ejemplo
de su paciencia y fortaleza, con fe viva, esperanza y amor de los bienes
eternos...»24. El último instante aquí en la tierra debe ser también para
la gloria de Dios. ¡Qué alegría nos dará entonces todo lo que nos afanamos en
llevar a cabo en la vida por el Señor!: el trabajo ofrecido, las personas que
procuramos acercar al sacramento de la Confesión, los mil pequeños detalles de
servicio a quien trabajó tantas horas con nosotros, la alegría que llevamos a
la familia y a todos, las intemperancias que procuramos disculpar y olvidar...
Después
de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, partiremos.
Entonces podremos decir con el poeta:
«—Dejó
mi amor la orilla
y en
la corriente canta.
—No
volvió a la ribera
que su
amor era el agua»25.
1 Lc 17,
26-37. —
2 1
Tes 5, 2. —
3 Cfr. San
Agustín, Comentario al Salmo 120, 3. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, nn. 735 y 739, —
5 Cfr. Ibídem,
n. 744. —
6 Misal
Romano, Prefacio de difuntos. —
7 Cfr. C.
Pozo, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, pp. 468 ss.
—
8 San
Cipriano, Tratado sobre la mortalidad, 22. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 891. —
10 Sab 1,
13. —
11 Jn 13,
1. —
12 2 Tim 1, 10. —
13 Jn 11, 25. —
14 Sal 33, 22. —
15 Sal 15, 15. —
16 Apoc 14, 13. —
17 Mt 10, 42. —
19 Horacio, Odas,
1, 11, 7. —
20 Cfr. León
X, Bula Exsurge Domine, 15-VI-1520, prop. 38. —
21 Cfr. Lc 12,
35-42. —
22 Ef 5,
15-16. —
23 Séneca, De
brevitate vitae, 1, 3. —
24 San
Ignacio de Loyola, Constituciones S. I., p. 6ª. c, 4,
n. 1. —
25 B.
Llorens, Secreta fuente, Rialp, Madrid 1948, p. 86.
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