Fernando Mires 29 de noviembre de 2018
El
libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las Democracias, es
ya un bestseller. Perfectamente explicable. Por una parte incluye entre las
naciones en peligro de adquirir el virus anti-democrático a los propios EE UU.
Por otra, centra el interés en un escenario que comienza a darse con similar
intensidad en América del Sur, América del Norte y Europa. Inequívocamente
estamos frente a un fenómeno inter-occidental. Comencemos por lo segundo:
Dictaduras,
autocracias, tiranías, ha habido siempre. Desde Aristóteles -quien en su Política se
pronunció en contra de la democracia debido a su vulnerabilidad ante los
demagogos siempre dispuestos a ofrecer el séptimo cielo para alcanzar el poder-
sabemos que la democracia es una planta frágil a la que hay que regar todos los
días. Pero una cosa es la muerte de una u otra democracia y otra
distinta es la irrupción de una crisis planetaria de las democracias.
Segun Levitsky/Ziblatt es
lo que estamos presenciando.
También
sabemos a través de muchas experiencias que, si las democracias perecen,
también resucitan: son los periodos de transición de una dictadura hacia la
democracia sobre los cuales hay abundante bibliografía (al vuelo me llegan a la
memoria los nombres de Guillermo O’Donell, Nicos Poulantzas, Gene Scharp, y
otros que han escritos tratados sobre el tema). Lo que no sabíamos -eso es lo
específicamente nuevo- es que también hay periodos de transición de la
democracia hacia la dictadura. Quiere decir: las dictaduras de hoy no aparecen
mediante un acto violento, con casas presidenciales bombardeadas, con miles de
muertos en las calles, con juntas militares pronunciando gloriosos discursos
bajo banderas nacionales. No: las dictaduras, o autocracias, o
tiranías, o lo que sea (este no es mi tema hoy) llegan democráticamente al
gobierno y desde ahí inician un proceso de transición hacia la no-democracia,
hasta que el día menos pensado nos damos cuenta de que estamos en dictadura.
Probablemente quienes las ejercen tampoco lo saben.
La
mayoría de los neo-dictadores no llega al poder con el propósito de instaurar
una dictadura sino movidos por altos ideales, acompañados de un electorado
convertido en movimiento social redencionista, en lucha en contra de elites
tradicionales y de la corrupción de gobiernos anteriores. Pero para realizar esos
grandes ideales deben confrontarse con instituciones a las que comienzan a
modificar o a suplantar en aras del programa gubernamental. La primera víctima
es el poder legislativo. La siguen el poder judicial, la prensa, la policía
secreta y pública y por cierto el ejército. No vamos a volver a esas historias.
Las conocemos demasiado. Cabe solo destacar que el proceso que lleva a
transformar a una democracia en una dictadura no es cosa de días. A veces
dura años.
Lo que
en cierto modo asusta es la constatación empírica de que ningún país, ni
siquiera los hasta ahora considerados bastiones de la democracia, como EE UU y
diversas naciones europeas (Polonia, Hungría, Italia, Austria) son inmunes a la
patología anti-democrática. En los países europeos puede pasar. Al fin y al
cabo tienen detrás de sí un historial antidemocrático y algunos, como los
países post-comunistas, muy reciente. Pero lo de EE UU – y con esto voy al
primer punto- es algo nuevo. En efecto, la mayoría de los analistas,
incluyendo a acérrimos enemigos de EE UU, suponían que el sistema político de
esa nación reposaba sobre pilares inamovibles. ¿Qué hace pensar a
Levitsky/Ziblatt que la democracia norteamericana está en peligro? La respuesta
es una sola: Trump.
Trump,
elegido por una minoría blanca convertida en mayoría electoral cuya misión
podría ser crear un movimiento nacionalista-mesiánico situado por sobre la
Constitución y las Leyes si es que no es enfrentado a tiempo por una oposición
que no haga su juego y lo sepa neutralizar, apuntan los autores. Un anticipo lo
obtuvimos en las elecciones de noviembre, donde Trump perdió su apoyo
diputacional gracias a una camada de emergentes, jóvenes y multicolóricos
políticos demócratas. Pero el peligro sobre el cual alertan Levitsky/Ziblatt
sigue presente. La argumentación que manejan es muy interesante.
Según
ambos autores, el poder, incluyendo el norteamericano, no yace solo sobre la
base de la Constitución y sus instituciones, sino, además, sobre un principio
al que denominan, normatividad. Sin nombrar a Kant recurren a una de
sus principales tesis, a saber: hay principios que preceden a toda Constitución
y al mismo tiempo la trascienden.
Ahora
bien, el problema aparece cuando al poder ascienden gobernantes para
quienes no cuenta el principio de normatividad. De tal manera, ese
principio que envuelve a la propia Constitución puede ser transgredido por
gobernantes quienes sin violar expresamente a la ley no se dejan regir por
normas tácitamente establecidas. La misoginia, el racismo, la homofobia, el
deprecio por los débiles, y no por último al medio ambiente y a la naturaleza
que hacen galas personajes como Trump, Orban, Salvini, Maduro (pronto habrá que
agregar a Bolsonaro y tal vez a López Obrador) son atentados en contra de las
normas, y con ello, la Constitución queda desprotegida ante sus invasores. La
destrucción de las normas pasa por la alteración del lenguaje político y, como
bien observan Levitsky/Ziblatt, los
autócratas y neo-dictadores del presente convierten a sus palabras en realidad
e incluso, en una nueva normatividad cuyo objetivo es erosionar el principio de
constitucionalidad.
Llama
la atención que los autores intenten ejemplificar la agonía de las democracias
así como las alternativas que se abren para recuperarla con ejemplos extraídos
de diversos países, particularmente de América Latina. El último capítulo,
dedicado precisamente a seleccionar ejemplos de luchas democráticas exitosas,
hace mención a Colombia, Perú y Chile.
Según
la opinión de Levitsky/Ziblatt, para enfrentar a las neo-dictaduras y
neo-autocracias es necesario, en primer lugar, formar amplias
coaliciones entre partidos que en el pasado rivalizaron entre sí. En
segundo lugar, afirman que tales coaliciones no deben seguir la lógica
y el discurso impuesto por quienes ejercen el poder. Observan incluso que
en los propios EE UU hay tendencias a contrarrestrar la lógica de Trump
apelando a la confrontación, precisamente el terreno donde el presidente y
quienes lo asesoran se sienten como en su casa. Como ejemplo positivo destacan
el caso de Colombia donde las tentaciones autocráticas de Uribe fueron
bloqueadas por una oposición firme al lado de la Constitución. También
mencionan que la salida de Fujimori no ocurrió por la vía confrontacional, sino
en defensa irrestricta de las normas constitucionales. Con mayor profundidad
recurren al caso chileno durante el plebiscito de 1988, donde, lo que parecía
imposible, la alianza entre democratacristianos y socialistas pudo ser realidad
gracias a la voluntad demostrada por los líderes de ambos partidos.
La
chilena no fue una unidad por la unidad sino en torno a un proyecto común. La
posibilidad del plebiscito surgió de una unidad precaria, pero esa unidad se
fue fortaleciendo durante el curso de la campaña hasta llegar el punto en que
sus partidos principales comenzaron a sentirse miembros de un mismo frente.
Esa solidaridad inter-partidaria sería la base de la Concertación, la que
abrió la perspectiva de gobernabilidad sobre la base de concesiones iniciales a
la dictadura pese a las estridentes protestas de sectores extremistas de la
izquierda chilena.
El
ejemplo más negativo según Levitsky/Ziblatt ha sido el de Venezuela. De
acuerdo a ambos autores, la oposición venezolana ha hecho justamente lo
contrario a lo que se debe hacer para salir de una neo-dictadura. El frustrado
golpe de estado y el aún más frustrado paro petrolero (2002) son considerados
por ellos como una suerte de pecado original que posibilitaría durante mucho
tiempo el éxito del chavismo. En efecto, al haber adoptado una alternativa
insurreccional sin siquiera ser mayoría electoral, la oposición entregó a
Chávez las llaves de la legitimidad. El abstencionismo del 2005 fortalecería
aún más las posiciones de la autocracia chavista.
Quizás
el dictamen es algo injusto. La oposición venezolana ha logrado
revertir en diversas ocasiones la lógica de la dictadura. Hubo dos momentos
cúlmines: El plebiscito del 2007 -cuando la oposición arrebató a Chávez la legitimidad
constitucional, sellando una alianza con la constitución chavista de 1999- y el
apotéosico triunfo elctoral del 6-D.
El
problema de la oposición venezolana es que, precisamente en sus mejores
momentos, ha cedido frente a una minoría extremista, anti-electoral y
anti-política. La llamada Salida del 2014 fue una locura sin precedentes:
llamar a una insurrección de calles justo después de una derrota en las
elecciones comunales del 2013 no cabe en ninguna lógica política. Quienes
desconectaron las jornadas de masa del proceso pro-electoral del RR16 de la
agenda electoral que debía sucederlas, también cometieron un inmenso error. Y
quienes dieron a las demostraciones del 2017, originariamente surgidas en
defensa de la Constitución, el carácter de un enfrentamiento final (hora cero,
marcha sin retorno) terminaron por entregar la calle a los soldados, dejando
detrás de sí a cantidades de vidas sesgadas. Historia que después se repetiría
aún más trágicamente en la Nicaragua del dictador Ortega.
La
capitulación electoral del 14-M 2018 -precisamente la que más quería Maduro-
llevada a cabo en nombre de una supuesta intervención extranjera y de un
quimérico golpe de estado- llevaría, como es sabido, a la
desintegración de la oposición.
Hoy la
oposición venezolana busca rehacerse a través del Frente Amplio. Allí convergen
partidos y diversas representaciones civiles. La idea es loable y debe ser
apoyada. Siempre y cuando nadie olvide que los grandes frentes democráticos de
la historia han surgido en base a un proyecto común y ese, en la mayoría de los
casos, ha sido democrático, pacífico, constitucional y por lo mismo, electoral.
Y bien; esos cuatro puntos -sobre todo el electoral- contradicen la
lógica de la dictadura. Entendiéndose por electoral no solo ganar
elecciones sino luchar por la democracia dentro de las elecciones, ocupando las
calles en nombre de una amplia mayoría ciudadana. Y eso es posible porque
ha sido posible.
De
acuerdo a Levitsky/Ziblatt, las dictaduras y autocracias de nuestro tiempo no
son las dictaduras pretorianas de los siglos XlX y XX. Todas, una más otras
menos, se ven obligadas a rendir tributos a formalismos internacionales,
permitiendo espacios opositores a los que intentan mantener bajo control
alentando divisiones internas y azusando a los extremismos que actúan de
acuerdo a la lógica dictatorial. Esta es quizás la principal enseñanza que deja
el libro: “nunca hay que hacer lo que una dictadura quiere que tú hagas”.
Por
supuesto, Cómo mueren las Democracias no es un libro
perfecto. Hay interpretaciones discutibles. El concepto populismo, por
ejemplo, es extremadamente cosificado hasta el punto que a veces pierde su
carácter de adjetivo y pasa a convertirse en sustantivo. Las comparaciones de
hechos y casos no siguen líneas diacrónicas perdiendo el texto cierta
historicidad. Hay también omisiones. Las luchas anti-orteguistas en Nicaragua
no fueron estudiadas. Un análisis del “pequeño milagro” ecuatoriano en donde en
un acto “mini-gorbachiano” Lenín Moreno rompió con la línea de Rafael Correa,
merecía ser analizado, aunque no más fuera como excepción a la regla. Pero si
dejamos a un lado juicios académicos Cómo mueren las Democracias debe
ser leído como un texto político. Muy apropiado, además, para
pensar la política europea, asolada más que la latinoamericana, por
nacionalismos extremistas frente a los cuales los demócratas no logran todavía
levantar frentes unitarios.
En
suma, un libro-mensaje que nos llega en el momento preciso. Hay que
leerlo. Hay que discutirlo.
Steven
Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las Democracias, Ariel, Madrid
2018
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