Francisco Fernández-Carvajal 26 de noviembre de 2018
— La
estatua de los pies de barro.
— La
experiencia de la personal debilidad.
—
Nuestra flaqueza, ocasión para que Dios muestre su poder y su misericordia.
I. Una
de las lecturas que la liturgia propone para la Misa de hoy es un pasaje
del Libro de Daniel. El rey había tenido un sueño que le había
producido una extremada inquietud, sin que luego recordara su contenido.
Daniel, con la ayuda divina, conoce el sueño, lo relata al rey y lo
interpreta: Tú mirabas -le dice el Profeta a
Nabucodonosor- y, estabas viendo una gran estatua. Era muy grande y de
un brillo extraordinario... La cabeza de la estatua era de oro puro; su pecho y
sus brazos, de plata; su vientre y sus caderas, de bronce; sus piernas, de
hierro, y sus pies, parte de barro y parte de bronce. Entonces, una
piedra, no lanzada por mano de hombre, se desprendió y dio sobre
los pies de la estatua, y quedó destrozada. Todo se vino abajo: el oro, la
plata, el bronce, el hierro y el barro se desmenuzaron juntamente y
fueron como tamo de las eras en verano; se los llevó el viento... Nada
quedó de la estatua1.
La
interpretación del sueño se refiere a la destrucción de sucesivos reinos,
comenzando por el del propio Nabucodonosor, y la llegada de un reino, suscitado
por el Dios del cielo... que permanecerá para siempre2,
y que derribará a los demás. Es una profecía de la llegada del Mesías y de su
reinado universal. Pero también la estatua puede ser imagen de cada
cristiano: con una inteligencia de oro, que nos permite conocer a Dios; un
corazón de plata, con una inmensa capacidad de amar; y la fortaleza que dan las
virtudes... Pero los pies los tendremos siempre de barro3,
con la posibilidad de caer al suelo si olvidamos esta debilidad del fundamento
humano, de la que, por otra parte, tenemos sobrada experiencia. Este
conocimiento del frágil material que nos sostiene nos debe volver prudentes y humildes.
Solo quien es consciente de esta debilidad no se fiará de sí mismo y
buscará la fortaleza en el Señor, en la oración diaria, en el espíritu de
mortificación, en la firmeza de la dirección espiritual. De esta forma, las
propias fragilidades servirán para afianzar nuestra perseverancia, pues nos
volverán más humildes y aumentarán nuestra confianza en la misericordia divina.
Conocemos bien la realidad de las palabras de San Agustín: «No hay pecado ni
crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi
fragilidad; y si aún no lo he cometido es porque Dios, en su misericordia, no
lo ha permitido y me ha preservado del mal»4.
La
experiencia de los propios errores hace presente lo inestable de nuestras
disposiciones personales y la realidad de la fragilidad humana: «Muchas
tentaciones, muchos tropiezos salen al paso de los que quieren actuar conforme
a Dios»5. La gracia, los buenos deseos no extirpan completamente las
reliquias del pecado, que nos empujan al mal. Este propio conocimiento tendrá
muchas consecuencias en nuestra vida. En primer lugar, nos llevará a buscar la
fortaleza fuera de nosotros mismos, en el Señor. «Cuando tú deseabas poder por
tus solas fuerzas, Dios te ha hecho débil, para darte su propio poder, porque
tú no eres más que debilidad»6.
Esa es la realidad. Por eso, «resulta necesario invocar sin descanso, con una
fe recia y humilde: ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al
barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo
Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura
las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2
Cor 12, 9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias –mejor,
con nuestras miserias– , seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder
divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza»7.
II. Nos
enseña la Iglesia que, a pesar de haber recibido el Bautismo, permanece en el
alma la concupiscencia, el fomes peccati, «que procede del pecado y
al pecado inclina»8.
«Lo que la revelación nos dice –afirma el Concilio Vaticano II– coincide con la
experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su
tendencia hacia el mal, se ve anegado por muchos males, que no pueden tener su
origen en el Santo Creador (...). Toda la vida humana, individual y colectiva,
se presenta como lucha –lucha dramática– entre el bien y el mal, entre la luz y
las tinieblas. Es más: el hombre se siente incapaz de combatir con eficacia por
sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre
cadenas»9.
Tenemos
los pies de barro, como esa estatua de la que habla el Profeta Daniel, y,
además, la experiencia del pecado, de la debilidad, de las propias flaquezas,
está patente en la historia del mundo y en la vida personal de todos los
hombres. «Nadie se ve enteramente libre de su debilidad y de su servidumbre,
sino que todos tienen necesidad de Cristo, modelo, maestro, salvador y
vivificador»10. Cada cristiano es como una vasija de barro11,
que contiene tesoros de valor inapreciable, pero por su misma naturaleza puede
romperse con facilidad. La experiencia nos enseña que debemos quitar toda
ocasión de pecado. Es esta una muestra de sabiduría, porque «puestos en ellas,
no hay que fiar donde tantos enemigos nos combaten y tantas flaquezas hay en
nosotros para defendernos»12.
El
Señor, en su misericordia infinita, ha querido que esta fragilidad propia sea para
nuestro bien. «Dios quiere que tu miseria sea el trono de su misericordia, y tu
impotencia la sede de todo su poder»13.
En nuestra debilidad resplandece el poder divino, y es un medio, quizá
insustituible, para unirnos más al Señor, que nunca nos deja solos. Enseña a
mirar con comprensión a nuestros hermanos que quizá estén pasando una mala
época, pues –como enseña San Agustín– no hay falta o pecado que nosotros no podamos
cometer. Y si aún no lo hemos cometido se debe a la misericordia divina, que
nos ha preservado de ese mal14.
Acudamos
a Jesús, llenos de confianza: «Señor, que no nos inquieten nuestras pasadas
miserias ya perdonadas, ni tampoco la posibilidad de miserias futuras; que nos
abandonemos en tus manos misericordiosas; que te hagamos presentes nuestros
deseos de santidad y apostolado, que laten como rescoldos bajo las cenizas de
una aparente frialdad...
»—Señor,
sé que nos escuchas. Díselo tú también»15.
III. Juan
Pablo I, alentando a quien se desanima por haber llevado una vida en el mal,
contaba que le preguntó una vez a una señora, llena de pesimismo por su vida
pasada, los años que tenía. Respondió que treinta y cinco. «¡Treinta y cinco!
–exclamó el Pontífice–, ¡pero si usted puede vivir todavía otros cuarenta o
cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas!». Le aconsejó que pensara en
el porvenir, y que renovara su confianza en la ayuda de Dios. Y añadió el Papa:
«Cité en aquella ocasión a San Francisco de Sales, que habla de “nuestras
queridas imperfecciones”. Y expliqué: Dios detesta las faltas, porque son
faltas. Pero, por otra parte, ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto que
le dan ocasión a Él de mostrar su misericordia y a nosotros de permanecer
humildes y de comprender también y compadecer las faltas del prójimo»16.
Si
alguna vez fuera más agudo el conocimiento de nuestra debilidad, si las
tentaciones arreciaran, oiremos cómo el Señor nos dice también a
nosotros: Te basta mi gracia, porque la fuerza resplandece en la
flaqueza. Y con San Pablo podremos decir: Por eso, con sumo gusto
me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de
Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las
necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy
débil, entonces soy fuerte17,
con la fortaleza de Dios.
Aunque
sintamos que tenemos los pies de barro, nos dará gran confianza
considerar los abundantes medios sobrenaturales que el Señor nos ha dejado para
vencer. Se ha quedado en el Sagrario, como especial fortaleza para la lucha;
nos dio la Confesión, para recuperar la gracia perdida y aumentar la
resistencia al mal y la capacidad para el bien; ha dispuesto que un Ángel nos
guarde en todos nuestros caminos; contamos con la ayuda extraordinaria de la
Comunión de los Santos, del ejemplo de tantas gentes que se comportan como
hijos de Dios, con la ayuda de la corrección fraterna... Tenemos, sobre todo,
la protección de María, Madre de Dios y Madre nuestra, Refugio de los
pecadores, nuestro refugio, a la que ahora acudimos pidiéndole que no nos
deje de su mano.
1 Dan 2,
31-35. —
2 Dan 2,
44. —
3 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 5; 181. —
4 San
Agustín, Confesiones, 2, 7. —
5 Orígenes, Homilías
sobre el Éxodo, 5, 3. —
6 San
Agustín, Confesiones, 19, 5. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 194. —
8 Conc.
de Trento, Sesión 5, cap. 5. —
9 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
10 ídem,
Decr. Ad gentes, 8. —
11 2
Cor 4, 7. —
12 Santa
Teresa, Vida, 8, 4. —
13 San
Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 10, en Obras
selectas de..., p. 644. —
14 Cfr. San
Agustín, Confesiones, 2, 7. —
15 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 426. —
16 Juan
Pablo I, Audiencia general, 20-IX-1978. —
17 2
Cor 12, 9-10.
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