Francisco Fernández-Carvajal 13 de noviembre de 2018
— El
Señor cultivó las virtudes normales de la convivencia.
—
Gratitud. Capacidad de amistad. Respeto mutuo.
—
Afabilidad. Optimismo y alegría.
I. El
Evangelio de la Misa de hoy1 muestra
la decepción de Jesús ante unos leprosos curados, que no volvieron para dar las
gracias. Solo regresó un samaritano de los diez que habían sanado por la
misericordia de Jesús. ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios
sino solo este extranjero? Se nota en estas palabras del Señor un
acento de desencanto. Lo menos que podían haber hecho aquellos hombres era
agradecer un don tan grande. Jesús se conmueve ante el reconocimiento de las
personas y se duele del egoísta que solo sabe recibir. La gratitud es señal de
nobleza y constituye un lazo fuerte en la convivencia con los demás, pues son innumerables
los beneficios que recibimos y también los que proporcionamos a otros. San Beda
señala que fue precisamente la gratitud la que salvó al samaritano2.
Jesús
no fue indiferente a las muestras de educación y de convivencia normales que se
dan entre los hombres y que expresan la calidad y la finura interior de las
personas. Ante Simón el fariseo, que no tuvo con Él las muestras habituales de
hospitalidad, lo manifestó abiertamente. Jesucristo, con su vida y su
predicación, reveló el aprecio por la amistad, la afabilidad, la templanza, el
amor a la verdad, la comprensión, la lealtad, la laboriosidad, la sencillez...
Son numerosos los ejemplos y parábolas de la vida corriente en los que se puede
observar el gran valor que da a estas virtudes necesarias para la convivencia.
Así vemos cómo forma a los Apóstoles no solo en la virtud de la fe y de la
caridad, sino en la sinceridad y nobleza3,
y en la ponderación del juicio4.
Tan importantes considera estas virtudes humanas, que les llegará a
decir: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las
celestiales?5.
Cristo, perfecto Dios y Hombre perfecto6,
nos da ejemplo de ese cúmulo de cualidades bien entrelazadas, que compete vivir
a cualquier hombre, a cualquier mujer, en sus relaciones con Dios, con sus
semejantes y consigo mismo. De Él se pudo proclamar: bene omnia fecit7,
que todo lo hizo bien; no solo los milagros en los que manifestó su omnipotencia
divina, sino las manifestaciones normales de una vida corriente. Lo mismo se ha
de poder afirmar de cada uno de nosotros, que queremos seguirle en medio del
mundo.
II. San
Pablo, en una de las lecturas para la Misa8,
nos exhorta también a vivir estas virtudes: Recuérdales –escribe
a Tito– que estén dispuestos a toda forma de trabajo honrado, sin
insultar ni buscar riñas; sean condescendientes y amables con todo el mundo.
Estas
virtudes hacen más grata y fácil la vida cotidiana: familia, trabajo,
tráfico...; disponen el alma para estar más cerca de Dios y para vivir las
virtudes sobrenaturales. El cristiano sabe convertir los múltiples detalles de
estos hábitos humanos en otros tantos actos de la virtud de la caridad, al
hacerlos también por amor a Dios. La caridad transforma estas virtudes en
hábitos firmes, con un horizonte más elevado.
Entre
las virtudes humanas que tienen relación con la convivencia diaria se encuentra
la misma gratitud, que es el recuerdo afectuoso de un beneficio
recibido con el deseo de pagarlo de alguna manera. En muchas ocasiones solo
podremos decir gracias, o una expresión parecida que comunica ese
sentimiento del alma. En la alegría que ponemos en ese gesto está nuestro
agradecimiento. Santo Tomás afirma que «el mismo orden natural requiere que
quien ha recibido un favor responda con gratitud al que le ha beneficiado»9.
Cuesta muy poco ser agradecidos y es mucho el bien que se hace: se crea un
ambiente nuevo, unas relaciones cordiales, En la medida en que aumentamos
nuestra capacidad de apreciar los favores y pequeños servicios que recibimos,
sentiremos la necesidad de agradecer de alguna manera: que la casa esté en
orden y limpia, que uno haya cerrado las ventanas para que no entre el frío o
el calor, que encontremos la ropa limpia y planchada... Y si alguna vez una de
estas cosas no está como esperamos, sabremos disculpar, porque son muchas las
que de hecho funcionan bien. No le daremos importancia y, si está en nuestras
manos, procuraremos arreglar el desperfecto, ordenar lo desordenado, cerrar o
abrir lo que debía estar cerrado o abierto... También agradeceremos los
servicios que pagamos o nos son debidos: al dependiente que nos atiende
amablemente, al conductor del autobús que espera esos instantes para que
podamos alcanzarlo...
Entre
las virtudes de convivencia se nos pide ampliar constantemente nuestra capacidad
de amistad con personas muy diversas. ¡Qué formidable sería que pudiéramos
llamar amigos a las personas con las que trabajamos o
estudiamos, con las que convivimos, con las que nos relacionamos
diariamente! Amigos, y no solo conocidos, vecinos, colegas o
compañeros... Esto significaría que hemos desarrollado, por amor a Dios y por
amor a los hombres, una serie de cualidades humanas que fomentan y hacen
posible la amistad: el desinterés, la comprensión, el espíritu de colaboración,
el optimismo, la lealtad... Amistad también dentro de la propia familia: entre
hermanos, con los hijos, con los padres. La amistad, cuando es verdadera,
resiste bien las diferencias de edades. Es condición, a veces imprescindible,
para el apostolado.
Cuentan
de Alejandro Magno que, estando próximo a morir, sus parientes más cercanos le
repetían con insistencia: «Alejandro, ¿dónde tienes tus tesoros?». «¿Mis
tesoros?», preguntaba Alejandro. Y respondía: «En el bolsillo de mis amigos».
Al final de nuestra vida nuestros amigos deberían poder decir que les dimos a
compartir siempre lo mejor que tuvimos.
El respeto,
que es delicadeza, valorar a otro, es imprescindible para convivir. La fe nos
enseña además a respetar a las personas que tratamos cada día, porque son
imagen de Dios, porque cada una ha sido redimida con la Sangre preciosísima de
Nuestro Señor10. También a aquellos que por alguna razón, casi siempre de
escaso relieve, nos parecen menos simpáticos o divertidos. También la
convivencia humana exige respetar las cosas, porque son bienes de
Dios que ha puesto al servicio del hombre. Respetar la naturaleza tiene su más
hondo sentido en que forma parte de la Creación y a través de ella se puede dar
gloria a Dios.
III.
Otras virtudes que facilitan o hacen posible la convivencia son la afabilidad,
virtud opuesta al gesto destemplado, al mal humor, al desorden..., a vivir sin
tener en cuenta a los que nos rodean. A veces se traducirá en una palabra
amable, en un pequeño elogio, en un gesto cordial que anima a seguir adelante.
«Una palabra buena se dice pronto; sin embargo, a veces se nos hace difícil
pronunciarla. Nos detiene el cansancio, nos distraen las preocupaciones, nos
frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta. Así sucede que
pasamos al lado de personas a las cuales, aun conociéndolas, apenas les miramos
el rostro y no nos damos cuenta de lo que frecuentemente están sufriendo por
esa sutil, agotadora pena que proviene de sentirse ignoradas. Bastaría una
palabra cordial, un gesto afectuoso, e inmediatamente algo se despertaría en
ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco
en lo cerrado de una existencia, oprimida por la tristeza y por el desaliento.
El saludo de María llenó de alegría el corazón de su anciana prima Isabel
(cfr. Lc 1, 44)»11.
Así hemos de llenar de optimismo a quienes conviven con nosotros.
Formando
parte de la afabilidad se encuentran la benignidad, que nos lleva a
tratar y juzgar a los demás y a sus actuaciones de forma benigna; la indulgencia ante
los pequeños defectos y errores de los demás, sin sentirnos en la obligación de
estar continuamente señalándolos; la educación y urbanidad en
palabras y modales; la simpatía, la cordialidad,
el elogio oportuno, que está lejos de toda adulación... «El espíritu
de dulzura es el verdadero espíritu de Dios (...). Puede hacerse comprender la
verdad y amonestar siempre que se haga con dulzura. Hay que sentir indignación
contra el mal y estar resuelto a no transigir con él; sin embargo, hay que
convivir dulcemente con el prójimo»12.
Un
hombre que viajaba por interminables carreteras paró su camión junto a un bar
concurrido por otros conductores. Mientras esperaba que le sirvieran algo que
le refrescara para continuar su camino, un muchacho del bar trabajaba afanoso
frente a él, encorvado, al otro lado del mostrador. «¿Mucho trabajo?», le dijo
sonriendo el viajero.
El
muchacho levantó la cabeza y devolvió la sonrisa. Cuando meses más tarde el
conductor pasó de nuevo por aquel lugar, el muchacho del mostrador le
reconoció, como se reconoce una antigua amistad. Y es que la gente –entre la
que nos encontramos– tiene una vieja sed de sonrisas, una gran necesidad de que
alguien le contagie un poco de alegría, de aprecio... A nuestra puerta
encontramos cada jornada una serie de personas con las que convivimos,
trabajamos, que esperan esa breve muestra acogedora.
En la
convivencia diaria la alegría, el optimismo, el aprecio... abren muchas puertas
que estaban a punto de cerrarse al diálogo o a la comprensión... No dejemos que
se cierren: el Señor espera que hagamos un apostolado eficaz, que comuniquemos
a esas personas el don más grande que tenemos: la amistad con Él.
1 Lc 17,
11-19. —
2 Cfr. San
Beda, en Catena Aurea, vol. VI. p. 278. —
3 Cfr. Mt 5,
37 —
4 Cfr. Jn 9,
1-3. —
5 Jn 3,
12, —
6 Símbolo
Atanasiano. —
7 Mc 7,
37. —
8 Primera
lectura, Año II. Tit 3, 1-7. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 106, a, 3 c. —
10 1
Pdr 1, 18, —
11 Juan
Pablo II, Homilía 11-II-1981. —
12 San
Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 110, en Obras
selectas de..., p. 744.
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