Francisco Fernández-Carvajal 29 de noviembre de 2018
—
Lectura del Evangelio.
— Dios
nos habla en la Sagrada Escritura.
— Para
sacar fruto.
I. A
punto de concluir el ciclo litúrgico, leemos en el Evangelio de la Misa esta
expresión del Señor: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán1. Son palabras eternas las de Jesús, que nos dieron a conocer
la intimidad del Padre y el camino que habíamos de seguir para llegar hasta Él.
Permanecerán porque fueron pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada
mujer que viene a este mundo. Muchas veces y de muchas maneras habló
Dios en otro tiempo a nuestros padres por el ministerio de los profetas;
últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo2.
«Estos días» son también los nuestros. Jesucristo sigue hablando, y sus
palabras, por ser divinas, son siempre actuales.
Toda
la Escritura anterior a Cristo adquiere su sentido exacto a la luz de la figura
y de la predicación del Señor. San Agustín, con una expresión vigorosa, escribe
que «la Ley estaba preñada de Cristo»3.
Y en otro lugar afirma el Santo Doctor: «Leed los libros proféticos sin ver en
ellos a Cristo: no hay nada más insípido, más soso. Pero descubrid en ellos a
Cristo, y eso que leéis no solo se vuelve sabroso, sino embriagador»4.
Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en la revelación
anterior: Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen
las Escrituras5.
Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre
con un gran tesoro dentro, pero sin la llave para abrirlo. Sus
entendimientos -escribe San Pablo a los cristianos de Corinto- estaban
velados, y lo están hoy por el mismo velo que continúa sobre la lectura de la
alianza antigua, porque solo en Cristo desaparece6,
pues «el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo,
redentor universal, y de su reino mesiánico (...). Dios es el autor que inspira
los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera al Nuevo»7.
Es conmovedor en este sentido el diálogo entre el apóstol Felipe y el etíope,
ministro de Candace, que leía al Profeta Isaías. ¿Entiendes por ventura
lo que lees?, le preguntó Felipe. ¿Cómo voy a entenderlo si alguien
no me guía? Entonces, comenzando por esta escritura, le anunció
a Jesús8. Jesús era el punto clave para comprender.
San
Juan Crisóstomo comenta así este pasaje de los Hechos de los Apóstoles:
«Considera qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura ni siquiera
durante el viaje (...). Piensen esto los que ni siquiera en su casa las leen y,
porque están con la mujer, o porque militan en el ejército, o tienen
preocupaciones por sus familiares y ocupaciones en otros asuntos, creen que no
les conviene hacer ese esfuerzo por leer las divinas Escrituras (...). Este
bárbaro etíope es un ejemplo para nosotros: para los que tienen una vida
privada, para los miembros del ejército, para las autoridades y también para
las mujeres –más aún las que están siempre en casa– y para los que han escogido
la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia es impedimento para
la lectura divina, que es posible realizar no solo en casa sino en la plaza, en
el viaje, en compañía de muchos o en medio de una ocupación. No descuidemos, os
ruego, la lectura de las Escrituras»9.
Desde
siempre la Iglesia ha recomendado su lectura y meditación, principalmente del
Nuevo Testamento, en el que siempre encontramos a Cristo que sale a nuestro
encuentro. Unos pocos minutos diarios nos ayudan a conocer mejor a Jesús, a
amarle más, pues solo se ama lo que se conoce bien.
II.
Todas las Escrituras habían trazado el camino que debía recorrer Cristo10,
todas eran en cierto modo anunciadoras del Mesías. Los profetas habían descrito
este día y deseado verlo11.
Los discípulos reconocerán en Cristo al que tantas veces y de tantas formas fue
predicho y anunciado12.
Cuando San Pablo tenga que defenderse de las amenazas del rey Agripa, argüirá
simplemente que se limita a anunciar el cumplimiento de lo que ya predicaron
los Profetas13. Con todo, no es Cristo quien mira y obedece a los Profetas y
a Moisés. Fueron estos los que en sus descripciones, por inspiración divina, se
sujetaron a lo que sería la existencia en la tierra del Hijo de Dios. Moisés
escribió acerca de Él14.
Y Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y
se alegró15.
Jesucristo
se aplica a sí las viejas figuras: el templo16,
el maná17, la roca18,
la serpiente de metal19.
Por eso dirá en cierta ocasión: Escudriñad las Escrituras: ellas son
las que dan testimonio de Mí20.
Cuando en el Evangelio de la Misa leemos hoy que el cielo y la tierra pasarán,
pero no sus palabras, nos señala de algún modo que en ellas se contiene toda la
revelación de Dios a los hombres: la anterior a su venida, porque tiene valor
en cuanto hace referencia a Él, que la cumple y clarifica; y la novedad que Él
trae a los hombres, indicándoles con claridad el camino que han de seguir.
Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios a los hombres. «En darnos,
como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo
habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar»21.
La Carta
a los hebreos22 enseña
que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada
de doble filo: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las
articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del
corazón. Es nueva cada día, expresamente dirigida a cada uno si sabemos
leerla con fe. «En los libros sagrados, el Padre que está en el Cielo sale
amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tanta la
eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es en verdad apoyo y vigor de la
Iglesia y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y
perenne de vida espiritual»23.
De
alguna manera, es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo, la necesidad
de la levadura para transformar la masa del mundo, los leprosos que quedan
sanos en su encuentro con Jesús. Cuántas veces hemos pedido a Jesús luz para
nuestra vida con las palabras –ut videam!, que vea, Señor– de Bartimeo;
o hemos acudido a su misericordia con las del publicano: ¡Oh Dios,
apiádate de mí que soy un pecador! ¡Cómo salimos reconfortados después
de ese encuentro diario con Jesús en el Evangelio!
III. ¡Cuán
dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel para mi boca!24.
A
veces –relata Ronald Knox25–,
cuando varias personas están cantando sin acompañamiento de instrumento
musical, existe en el grupo una tendencia a bajar el tono; la voz baja cada vez
más y más. Por eso, si el coro no está acostumbrado a cantar sin acompañamiento
musical, el director suele tener escondido un diapasón con el que de vez en
cuando da una pequeña señal, para recordar a todos la nota más alta que deben
dar.
Cuando
la vida cristiana comienza a bajar de tono, a languidecer, también
es necesario un diapasón que dé una nota más alta. ¡Cuántas veces la meditación
de un pasaje del Evangelio, sobre todo de la Pasión de Nuestro Señor, ha sido
como una enérgica llamada a huir de esa vida menos heroica a la que nos
empujaba un excesivo cuidado de la salud, un tono menos vibrante...! No podemos
pasar las páginas del Santo Evangelio como si fuera un libro cualquiera. ¡Con
qué amor era custodiado durante tantos siglos, cuando solo algunas comunidades
cristianas tenían el privilegio de poseer una copia o solo unas páginas! ¡Con
qué piedad y reverencia era leído! Su lectura –enseña San Cipriano a propósito
de la oración– es cimiento para edificar la esperanza, medio para consolidar la
fe, alimento de la caridad, guía que indica el camino...26.
San Agustín señala que sus enseñanzas son como lámparas colocadas en un lugar
oscuro»27, que siempre esclarecen nuestra vida. Para sacar fruto de la
lectura y meditación, «piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de
Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto
relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las
circunstancias concretas de tu existencia.
»—El
Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese
Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu
propia vida.
»Aprenderás
a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres
que yo haga?...” -¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante.
»Pues,
toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. —Así han
procedido los santos»28.
Entonces
podremos decir con el Salmista: Tu palabra es para mis pies una
lámpara, la luz de mi sendero29.
1 Lc 21,
33. —
2 Heb 1,
1. —
3 San
Agustín, Sermón 196, 1. —
4 ídem, Comentario
al Evangelio de San Juan, 9. 3. —
5 Lc 24,
45. —
6 2
Cor 3, 14. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 15 ss. —
8 Cfr. Hech 8,
27-35. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Génesis, 35. —
10 Cfr. Lc 22,
37. —
11 Cfr. Lc 10,
24.—
12 Cfr. Jn 1,
41-45. —
13 Cfr. Hch 26,
2. —
14 Jn 5,
46. —
15 Jn 8,
56. —
16 Jn 2,
19. —
17 Cfr. Jn 6,
32. —
18 Cfr. Jn 7,
8. —
19 Cfr. Jn 3,
14. —
20 Jn 5,
39. —
21 San
Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 11, 22. —
22 Hebr 4,
12. —
23 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 2. —
24 Sal 118,
103. —
25 R.
A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid
1962, p. 177. —
26 Cfr. San
Cipriano, Tratado sobre la oración. —
27 San
Agustín, Comentarios sobre los Salmos, 128. —
28 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 754. —
29 Sal 118,
105.
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