Francisco Fernández-Carvajal 16 de noviembre de 2018
—
Nuestra confianza en la petición tiene su fundamento en la infinita bondad de
Dios.
—
Acudir siempre a la misericordia divina.
— La
intercesión de la Virgen.
I. El
Señor nos enseñó de muchas maneras la necesidad de la oración y la alegría con
que acoge nuestras peticiones. Él mismo ruega al Padre para darnos ejemplo de
lo que habíamos de hacer nosotros. Bien sabe Dios que cada instante de nuestra
existencia es fruto de su bondad, que carecemos de todo, que nada tenemos. Y,
precisamente porque nos ama con amor infinito, quiere que reconozcamos nuestra
dependencia, pues esta conciencia de nuestra nada es para nosotros un gran
bien, que nos lleva a no separarnos un solo instante de su protección.
Para
alentarnos a esta oración de súplica, Jesús quiso darnos todas las garantías
posibles, al mismo tiempo que nos mostraba las condiciones que ha de tener
siempre la petición. Y daba argumentos, ponía ejemplos para que lo
entendiéramos bien. El Evangelio de la Misa nos presenta a la viuda que clama
sin cesar ante un juez inicuo que se resiste a atenderla1,
pero que, por la insistencia de la mujer, acabará escuchándola. Dios aparece en
la parábola en contraste con el juez. ¿Acaso Dios no hará justicia a
sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Si el
que es injusto e inicuo decide al final hacer justicia, ¿qué no hará el que es
infinitamente bueno, justo y misericordioso? Si la postura del juez es desde el
principio de resistencia a la viuda, la de Dios, por el contrario, es siempre
paternal y acogedora. Este es el tema central de la parábola: la misericordia
divina ante la indigencia de los hombres.
Las
razones que da el juez de la parábola para atender a la viuda son superficiales
y de poca consistencia. Al final se dijo a sí mismo: aunque no temo a
Dios ni respeto a los hombres, ya que esta viuda está molestándome, le haré
justicia, para que no siga viniendo a importunarme. La «razón» de Dios, por
el contrario, es su infinito amor. Jesús concluye así la parábola: Prestad
atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus
elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Y comenta
San Agustín: «Por tanto, deben estar bien seguros los que ruegan a Dios con
perseverancia, porque Él es la fuente de la justicia y de la misericordia»2.
Si la constancia ablanda al juez «capaz de todos los crímenes, ¿con cuánta más
razón debemos postrarnos y rogar al Padre de las misericordias, que es Dios?»3.
El
amor de los hijos de Dios debe expresarse en la constancia y en la confianza,
pues «si a veces tarda en dar, encarece sus dones, no los niega. La consecución
de algo largamente esperado es más dulce... Pide, busca, insiste. Pidiendo y
buscando obtienes el crecimiento necesario para obtener el don. Dios te reserva
lo que no te quiere dar de inmediato, para que aprendas a desear vivamente las
cosas grandes. Por tanto, conviene orar y no desfallecer»4.
No debemos desalentarnos jamás en nuestras súplicas a Dios. «¡Dios mío,
enséñame a amar! —¡Dios mío, enséñame a orar!»5.
Ambas cosas coinciden.
II. Mucho
vale la oración perseverante del justo6.
Y tiene tanto poder porque pedimos en nombre de Jesús7.
Él encabeza nuestra petición y actúa de Mediador ante Dios Padre8.
El Espíritu Santo suscita en nuestra alma la súplica, cuando ni siquiera
sabemos lo que debemos pedir. Quien ha de conceder pide con nosotros que nos
sea concedido, ¿qué más seguridad podemos desear? Solamente nuestra incapacidad
de recibir limita los dones de Dios. Como cuando se va a una fuente con una
vasija pequeña o agujereada.
El
Señor es compasivo y misericordioso9 con
nuestras deficiencias y con nuestros males. La Sagrada Escritura presenta con
frecuencia al Señor como Dios de misericordia, utilizando para ello expresiones
conmovedoras: tiene entrañas de misericordia, ama con amor
entrañable10,
como las madres... Santo Tomás, que insiste frecuentemente en que la
omnipotencia divina resplandece de manera especial en la misericordia11,
enseña cómo en Dios esta es abundante e infinita: «Decir de alguien que es
misericordioso –enseña el Santo– es como decir que tiene el corazón lleno
de miserias, o sea, que ante la miseria de otro experimenta la misma
sensación de tristeza que experimentaría si fuese suya; de donde proviene que
se esfuerce en remediar la tristeza ajena como si se tratase de la propia, y
este es el efecto de la misericordia. Pues bien, a Dios no le compete
entristecerse por la miseria de otro; pero remediar las miserias, entendiendo
por miseria un defecto cualquiera, es lo que más compete a Dios»12.
En
Cristo, enseña el Papa Juan Pablo II, se hace particularmente visible la
misericordia de Dios. «Él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en
cierto sentido, la misericordia»13.
Él nos conoce bien y se compadece de la enfermedad, de la mala situación
económica que atravesamos quizá..., de las penas que la vida lleva a veces
consigo. «Nosotros –cada uno– somos siempre muy interesados; pero a Dios
Nuestro Señor no le importa que, en la Santa Misa, pongamos delante de Él todas
nuestras necesidades. ¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad...
Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu
amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra
casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y
de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al
término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero
la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner
remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se
pierdan para toda la eternidad»14.
El estado del alma de quienes tratamos más frecuentemente debe ser nuestra
primera solicitud, la petición más urgente que elevamos cada día al Señor.
III. El
pueblo cristiano se ha sentido movido a lo largo de los siglos a presentar sus
peticiones a Dios a través de su Madre, María, y a la vez Madre nuestra. En
Caná de Galilea puso de manifiesto su poder de intercesión ante una necesidad
material de unos novios que quizá se encontraron con una afluencia de amigos y
conocidos mayor de la prevista. El Señor había determinado que su hora fuera
adelantada por la petición de su Madre. «En la vida pública de Jesús –señala el
Concilio Vaticano II– aparece significativamente su Madre ya desde el
principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida por la misericordia,
suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros del Mesías»15.
Desde el principio, la obra redentora de Jesús está acompañada por la presencia
de María. En aquella ocasión, no solo se remedió, con abundancia, la carencia
del vino en la fiesta de bodas, sino que, como el Evangelista indica
expresamente, el milagro confirmó la fe de aquellos que seguían más de cerca a
Jesús. Así en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con
el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él16.
La
Virgen Santa María, siempre atenta a las dificultades y carencias de sus hijos,
será el cauce por el que llegarán con prontitud nuestras peticiones hasta su
Hijo. Y las enderezará si van algo torcidas. «¿Por qué tendrán tanta eficacia
los ruegos de María ante Dios?», se pregunta San Alfonso Mª de Ligorio. Y
responde el Santo: «Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en
tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y
carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar
sin ser atendida (...).
»Para
conocer bien la gran bondad de María recordemos lo que refiere el Evangelio
(...). Faltaba el vino, con el consiguiente apuro de los esposos. Nadie pide a
la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados
esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los
desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de
intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera
(...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le
rogaran?»17.
Hoy,
un sábado que procuramos dedicar especialmente a Nuestra Señora, es una buena
ocasión para acudir a Ella con más frecuencia y con más amor. «A tu Madre
María, a San José, a tu Ángel Custodio..., ruégales que hablen al Señor,
diciéndole lo que, por tu torpeza, tú no sabes expresar»18.
1 Lc 18,
1-8. —
2 San
Agustín, en Catena Aurea, vol. VI, p. 295. —
3 Teofilacto,
en Catena Aurea, vol. VI, p, 296. —
4 San
Agustín, Sermón 61, 6-7. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 66. —
6 Sant 5,
16. —
7 Cfr. Jn 15,
16; 16, 26. —
8 Cfr. San
Cirilo de Jerusalén, Comentario al Evangelio de San Juan,
16, 23-24. —
9 Sant 5,
11. —
10 Cfr. Ex 34,
6; Ioel 2, 13; Lc 1, 78. —
11 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q, 21, a. 4; 2-2, q. 30, a. 4.
—
12 ídem, o.
c., 1, q. 21, a. 3. —
13 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 2.
—
14 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, Palabra, 2ª ed.,
Madrid 1986, pp. 77-78. —
15 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
16 Jn 2,
11. —
17 San
Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados, 48. —
18 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 272.
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