Francisco Fernández-Carvajal 12 de noviembre de 2018
— Sin
la gracia santificante para nada serviríamos.
— El
Señor nunca niega su ayuda.
—
Colaboradores de Dios.
I. En
el Evangelio de la Misa1 nos
sitúa hoy el Señor en la realidad de nuestra vida. Si uno de vosotros –dice
Jesús– tuviera un siervo que anda guardando el ganado o en la labranza, no le
dirá cuando llegue a casa: entra enseguida y siéntate a la mesa.
Por el contrario, primero el siervo servirá a su señor, y él cenará más tarde.
Tampoco el siervo, en las condiciones de aquella época, esperaba agradecimiento
por su trabajo: ha hecho lo que debía. De la misma manera –prosigue
el Señor–, vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado,
decid: somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que
hacer.
Jesús
no aprueba la conducta del señor, quizá abusiva y arbitraria, sino que se sirve
de una realidad de su tiempo conocida por todos para ilustrar cuál debe ser la
actitud de la criatura en relación al Creador. Desde nuestra llegada a este
mundo hasta la vida eterna a la que hemos sido destinados, todo procede del
Señor como un inmenso regalo. Por tanto, comenta San Ambrosio, «no te creas más
de lo que eres porque eres llamado hijo de Dios –debes reconocer, sí, la
gracia, pero no debes echar en olvido tu naturaleza–, ni te envanezcas de haber
servido con fidelidad, ya que ese era tu deber. El sol realiza su labor,
obedece la luna, los ángeles también le sirven»2.
¿No le vamos a servir igualmente nosotros con la inteligencia y la voluntad,
con todo nuestro ser?
No
debemos olvidar que hemos sido elevados, gratuitamente, sin mérito alguno por
nuestra parte, a la dignidad de hijos de Dios, pero por nosotros mismos no solo
somos siervos, sino siervos inútiles, incapaces de llevar a cabo lo
que nuestro Padre nos ha encargado, si Él no nos da su ayuda. La gracia divina
es lo único que puede potenciar nuestros talentos humanos para trabajar por
Cristo, para ser sus colaboradores, y para hacer obras meritorias. Nuestra
capacidad no guarda relación con los frutos sobrenaturales que buscamos. Sin la
gracia santificante para nada serviríamos. Somos lo que «el pincel en manos del
artista»3. Las obras grandes que Dios quiere realizar con nuestra vida
han de atribuirse al Artista, no al pincel. La gloria del cuadro pertenece al
pintor; el pincel, si tuviera vida propia, tendría la dicha inmensa de haber
colaborado con un maestro tan grande, pero no tendría sentido que se apropiara
el mérito.
Si
somos humildes –«andar en verdad» es ser conscientes de que somos siervos
inútiles– nos sentiremos impulsados a pedir la gracia necesaria para cada
obra que realicemos. Otra consecuencia práctica que podemos sacar de esta
enseñanza que nos da Jesús es la de rechazar siempre cualquier alabanza que nos
hagan –al menos en nuestro corazón– y dirigirla al Señor, pues cualquier cosa
buena que haya salido de nuestras manos hemos de atribuirla en primer lugar a
Dios, que «puede servirse de una vara para hacer brotar el agua de una roca, o
de un poco de barro para devolver la vista a los ciegos»4.
Somos el barro que da la vista a los ciegos, la vara que hace brotar una fuente
en medio del desierto..., pero es Cristo el verdadero autor de estas
maravillas. ¿Qué haría el barro por sí mismo...? Solo manchar.
II. El
Señor pone de relieve en la parábola de la vid y los sarmientos5 esta
necesidad del influjo divino para producir frutos. Puesto que Cristo «es el
origen y la fuente de todo apostolado de la Iglesia, es evidente que la
fecundidad del apostolado de los laicos depende de la unión vital que tengan
con Cristo»6. El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho
fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada7,
afirmó rotundamente el Señor.
San
Pablo enseñó que Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar
según su beneplácito8.
Esta acción divina es necesaria para querer y realizar obras
buenas; pero ese «querer» y ese «obrar» son del hombre: la gracia no sustituye
la tarea de la criatura, sino que la hace posible en el orden sobrenatural. San
Agustín compara la necesidad del socorro divino a la de la luz para ver9.
Es el ojo el que ve, pero no podría hacerlo si no hubiese luz: la gracia no
suprime la libertad, pues somos nosotros quienes queremos y actuamos.
Esta incapacidad humana para realizar, por sí misma, obras meritorias no nos
debe llevar al desaliento; por el contrario, es una razón más para estar en una
continua acción de gracias al Señor, pues Él siempre está pendiente de
enviarnos el auxilio necesario.
La
liturgia de la Iglesia nos hace pedir constantemente esta ayuda divina, de la
que andamos tan radicalmente necesitados. El Señor no la niega nunca, cuando la
pedimos con humildad y confianza. San Francisco de Sales ilustra esta maravilla
divina con un ejemplo: «Cuando la tierna madre enseña a andar a su hijito, le
ayuda y sostiene cuanto es necesario, dejándole dar algunos pasos por los
sitios menos peligrosos y más llanos, asiéndole de la mano y sujetándole o
tomándole en brazos y llevándole en ellos. De la misma manera Nuestro Señor
tiene cuidado continuo de los pasos de sus hijos»10.
Esta
solicitud divina, lejos de conducirnos a una actitud pasiva, nos llevará a
poner empeño en la lucha ascética, en el apostolado, en lo que tenemos entre
manos, como si todo dependiera exclusivamente de nosotros. A la vez,
recurriremos al Señor como si todo dependiera de Él. Así hicieron los santos.
Nunca quedaron defraudados.
III. San
Pablo se vale de la imagen de las tareas agrícolas para ilustrar nuestra
condición de instrumentos en la labor apostólica. Yo planté, Apolo
regó, pero es Dios quien dio el incremento; de tal modo que ni el que planta es
nada, ni el que riega, sino el que da el incremento, Dios... Porque nosotros
somos colaboradores de Dios11.
¡Qué maravilla sentirnos cooperadores de Dios en esta gran obra de la
redención! El Señor, en cierto modo, necesita de nosotros. Aunque hemos de
tener en cuenta que es Dios, mediante su gracia, el único que puede conseguir
que la semilla de la fe arraigue y dé fruto en las almas: el instrumento «podrá
ir echando las semillas entre lágrimas, podrá cuidar el campo sin rehuir la
fatiga: pero que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende
solo de Dios y de su auxilio todopoderoso. Hay que insistir en que los hombres
no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las
almas, y hay que procurar que estos instrumentos se encuentren en buen estado
para que Dios pueda utilizarlos»12.
El hombre se capacita para grandes obras cuando es humilde; entonces cuida
también su unión con Cristo mediante la oración.
Para
que el pincel sea un instrumento útil en manos del pintor ha de recoger bien
los colores y permitir trazar rasgos gruesos o finos, tonos enérgicos y menos
fuertes. Ha de subordinar su propia cualidad al uso que de él quiera hacer el
artista, que es quien compone el cuadro, marca las sombras y las luces, los
tonos vivos con los más tenues, el que da profundidad y armonía al lienzo hasta
formar un conjunto coherente, con fuerza. Además, el pincel ha de tener buena
empuñadura y estar unido a la mano del maestro: si no hay unión, si no secunda
fielmente el impulso que recibe, no hay arte. Esa es la condición de todo buen
instrumento. Nosotros, que queremos serlo en manos del Señor, pero que nos
damos cuenta de tantas cosas que no van, le decimos a Jesús en la intimidad de
nuestra oración: «“Considero mis miserias, que parecen aumentar, a pesar de tus
gracias, sin duda por mi falta de correspondencia. Conozco la ausencia en mí de
toda preparación, para la empresa que pides. Y, cuando leo en los periódicos
que tantos y tantos hombres de prestigio, de talento y de dinero hablan y
escriben y organizan para defender tu reinado..., me miro a mí mismo y me
encuentro tan nadie, tan ignorante y tan pobre, en una palabra, tan pequeño...,
que me llenaría de confusión y de vergüenza si no supiera que Tú me quieres
así. ¡Oh, Jesús! Por otra parte, sabes bien cómo he puesto, de buenísima gana,
a tus pies, mi ambición... Fe y Amor: Amar, Creer, Sufrir. En esto sí que
quiero ser rico y sabio, pero no más sabio ni más rico que lo que Tú, en tu
Misericordia sin límites, hayas dispuesto: porque todo mi prestigio y honor he
de ponerlo en cumplir fielmente tu justísima y amabilísima Voluntad”»13.
Nuestra
Madre Santa María, fidelísima colaboradora del Espíritu Santo en la tarea de la
redención, nos enseñará a ser eficaces instrumentos del Señor. Nuestro Ángel
Custodio enderezará nuestra intención y nos recordará que somos siervos
inútiles en manos del Señor.
1 Lc 17,
7-10. —
2 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de san Lucas, in loc.
—
3 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 612. —
4 J.
Pecci-León XIII-, Práctica de la humildad, 45. —
5 Cfr. Jn 15, 1 ss. —
7 Jn 15,
5. —
8 Cfr. Flp 2,
13. —
9 San
Agustín, Tratado sobre la naturaleza y la gracia, 26, 29.
—
10 San
Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, 3, 4. —
11 1
Cor 3, 6-9. —
12 San
Pío X, Enc. Haerent animo, 4-VIII-1908, 9. —
13 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 822.
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