MIBELIS ACEVEDO DONÍS 15 de noviembre de 2018
@Mibelis
El
odio atraviesa la sala con pies enfangados, deja nítido rastro de su paso. A
merced del caos y la degradación, muchos reivindican su derecho a restregarlo,
como si ser víctimas recurrentes los librase del sentido de responsabilidad. La
ofuscación bloquea la razón, la inutiliza; pero al rabioso, al ganado por sus
propios demonios, poco le importa.
"La
vida es una sombra en marcha; un mal actor que en escena se arrebata y contonea
y después no vuelve a saberse de él: un cuento contado por un necio, lleno de
ruido y de furia, que nada significa", dice Macbeth al enterarse del aparente
suicidio de la reina, arpía despedazada al final por el sonambulismo y la
culpa. Ruido y furia, en ello se nos va la vida a buena parte de los
venezolanos, presas de la frustración que no pudo exorcizarse, como era
previsible, a fuerza de renombrar compulsivamente a la realidad.
Desarmados
por la política-ficción que cunde en redes, recluidos allí en suerte de Babel
opinática, (vale evocar la desconcertante polifonía a la que apeló Faulkner en
su novela “El ruido y la furia” para contar la decadencia de los Compson,
espejo de ese petrificado “deep south” estadounidense que lidiaba con los tajos
de la Guerra Civil) la rabia nos hace cebo del radicalismo. “¿Y qué tiene de
malo ser radical, volver a la raíz, la “razón primera” de las cosas?”, dirán algunos
mientras se apuran en publicar listas de diputados “traidores” para que
después, en pulcra transición gestionada por ungidos, puedan ser descabezados
con fines “profilácticos”. La respuesta es simple: pues ante la anomalía no se
censura la pertinencia de reformas de fondo -un histórico reclamo de los
movimientos demócratas radicales del s.XVIII y XIX, por cierto, que abogaban
por conquistas liberales- sino la intransigencia retrógrada, la defensa de
principios que enarbolan como cláusula la desaparición del otro; noción adversa
no sólo a la vida, también a la civilizada posibilidad de convivencia. Adversa,
por ende, a la política y su obligación de tasar la decisión en función de la
realidad, siempre cambiante.
Más
afín al fundamentalismo, un radicalismo político que en vez de abrazar la
integración y el progreso plantea cosmovisiones excluyentes, acaba invocando al
fanatismo. He allí la marca de Caín que espeluzna al entusiasta de la libertad.
El odio enfocado hacia determinados grupos, el resentimiento implícito en tales
movidas hace inviable la pluralidad y tolerancia que deben sellar el pulso del
hablar y actuar juntos.
Concebir
la opinión (sea de afectos u opositores al gobierno) como entidad monolítica,
volverla deslucida manifestación de un pensamiento aplanado y sin matices;
asfixiar la irrupción de lo individual, recurrir al profundo desprecio como
nexo de identidad colectiva, traducirlo en asco casi físico por el
distinto-a-mí y encima tratar de convencer de que la construcción de lo nuevo sólo
pasa por la demolición total de lo existente, remite a las recetas autoritarias
de siempre. Hay que estar atentos: a contrapelo de cruzadas en nombre de la
redención moral, tras toda esa tirria confundida con verdad, el pelaje
“libertario” pareciera barajar el apego por aquello que Umberto Eco llamó el
“fascismo eterno”.
No hay
demasía en la advertencia. En tanto “colmena de contradicciones” el término va
más allá del que disparaba la vulgata stalinista. Unido al llamado de nuestra
íntima tribu, el Ur-Fascismo “está a nuestro alrededor”, dice Eco, “a veces
vestido de paisano”. Sabiendo que en otras latitudes las democracias
funcionales forcejean a duras penas con su envión, el panorama no luce leve
para un país cuyo ethos ha vivido tanto tiempo sumido en los modos bastos de la
autocracia, dislocado por la desinstitucionalización.
Afloran
rasgos de ese fascismo vinculado a un populismo cualitativo, por ejemplo, en la
apología reaccionaria y anti-modernidad que algunos hacen de “dictaduras
virtuosas”. En el castigo al pensamiento crítico y la diversidad, en el impulso
por tildar de traidor a quien manifieste su desacuerdo. En el culto a la
homogeneidad en torno a ideas o figuras (“el heroísmo es la norma”) o la manía
por apartar al impuro, el intruso. En la supresión de la secular lucha por la
vida en aras de la épica “vida para la lucha”, que repudia el apaciguamiento
como solución; en el aprovechamiento de la frustración y su revelación como
antipolítica. “Cada vez que un político expresa dudas sobre la legitimidad de
un parlamento porque ya no representa la Voz del Pueblo, podemos oler
Ur-Fascismo”, corona Eco. El reflejo aturde.
No se
trata de atacar al radicalismo por gusto, sino de tomar partido ante su dudoso
designio. Está visto que un germen deletéreo se agazapa tras ese ruido, esa
furia que los “macarras de la moral” (Serrat dixit) estrujan a su favor sin
entender cabalmente la política, en la cual igual irrumpen, gruñendo y
desbarrando. Eso es lo insostenible. Habrá que vacunarse, pues, contra tal
tarasca, si interesa no arrimar más sombra y sinsentido a la tragedia.
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
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