Francisco Fernández-Carvajal 28 de noviembre de 2018
— La
naturaleza entera alaba a Dios. El Canto del Trium puerorum.
—
Preparación y acción de gracias de la Misa.
—
Jesús viene a visitarnos en la Comunión. Poner todos los medios para darle
buena acogida.
I. Rocíos
y escarchas, bendecid al Señor. // Hielo y frío, bendecid al Señor. // Luz y
tinieblas, bendecid al Señor...1.
Una de
las lecturas de estos días nos narra diversos pasajes del Libro de
Daniel, y los Salmos responsoriales recogen el bellísimo
Canto llamado de los tres jóvenes (Trium puerorum),
utilizado en la Iglesia desde la antigüedad como himno de acción de gracias,
introducido primero en la Santa Misa, y después fuera de ella, para fomentar la
piedad de los fieles2.
Cuando
los tres jóvenes judíos fueron condenados a morir en un horno ardiendo por
negarse a adorar la estatua de oro erigida por el rey Nabucodonosor, oraron al
Dios de sus padres, al Dios de la Alianza, que manifestó su santidad y
magnificencia en tantos prodigios sobre el pueblo de Israel, y cantaron este
himno que «suena como una llamada dirigida a las criaturas a fin de que
proclamen la gloria de Dios Creador»3;
esta gloria está ante todo en Dios mismo y, mediante la obra de la Creación,
brota del seno mismo de la Divinidad y, «en cierto modo, se traslada fuera: a
las criaturas del mundo visible y del invisible, según su grado de perfección»4.
Comienza
el himno con una invitación a todas las criaturas a dirigirse a su
Creador: Obras todas del Señor, bendecid al Señor: alabadle y
ensalzadle por todos los siglos de los siglos. Los ángeles del Cielo
dirigen la alabanza. Luego, los cielos, donde está la lluvia5,
y todos los cuerpos celestes, el sol y la luna, las estrellas, aguaceros y
rocío, los vientos, fuego y calor, frío y helada, rocío y escarcha, helada y
nieves, noches y días, luz y tinieblas, relámpagos y nubes son invitados a
alabar al Señor. La tierra con sus montes y colinas, sus fuentes, sus mares y
ríos, ballenas y peces y todo lo que se mueve en las aguas; las aves del cielo,
las bestias todas y los ganados son instados a bendecir al Señor.
El
hombre, rey de la Creación, aparece el último, y por este orden: todos los
hombres en general, el pueblo de Israel, los sacerdotes, los ministros del
Señor, el pueblo judío, los justos, los santos y humildes de corazón. Por
último, los mismos jóvenes judíos fieles al Señor (Ananías, Azarías y Misael)
son llamados a cantar alabanzas al Creador6.
Para
la acción de gracias después de la Misa, se añadió desde antiguo a este Cántico
el Salmo 150, último del Salterio, en el que también se convoca a todos los
seres vivientes para bendecir al Señor. Laudate Dominum in sanctis
eius... Alabad al Señor en su templo, alabadlo en todo su firmamento.
Alabadlo por sus obras magníficas, por su inmensa grandeza. Alabadlo tocando
trompas, con arpas y cítaras, con tambores y danzas... ¡Todo ser viviente alabe
al Señor!
Nuestra
vida cristiana debe ser toda ella como un canto vibrante de alabanza,
lleno de adoración, acciones de gracias y entrega amorosa. Por eso, en la
acción de gracias de la Comunión, mientras que tenemos en nuestro corazón al
Señor de Cielo y tierra, nos unimos a todo el universo en su pregón de
agradecimiento al Creador.
II. La
vida entera, pero especialmente los momentos después de haber comulgado, es un
tiempo de alegría y de alabanza a Dios. Para dar gracias al Señor nos podemos
unir interiormente a todas las criaturas que, cada una según su ser,
manifiestan su gozo al Señor. «Hay que cantar desde ahora –comenta San Agustín–,
porque la alabanza a Dios hará nuestra dicha durante la eternidad y nadie sería
apto para esta ocupación futura si no se ejercitara alabando en las condiciones
de la vida presente. Cantemos el Aleluya, diciendo unos a otros:
alabad al Señor; y así prepararnos el tiempo de la alabanza que seguirá a la
resurrección»7. ¡Alabad al Señor...! Nos unimos a todos los
seres de la tierra, y a los santos y «los ángeles y los arcángeles, y con todos
los coros celestiales cantamos sin cesar el himno de tu gloria ...»8.
Te
adoro con devoción, Dios escondido9,
le decimos a Jesús en la intimidad de nuestro corazón después de haber
comulgado. En esos momentos hemos de frenar las impaciencias y permanecer
recogidos con Dios que nos visita. Nada hay en el mundo más importante que
prestar a ese Huésped el honor y la atención que se merece. Si somos generosos
con el Señor y cuidamos esos diez minutos en su compañía, llegará un tiempo –quizá
ya ha llegado– en el que esperaremos con impaciencia la Santa Misa y el momento
de la Comunión. Las almas de todos los tiempos que han estado cerca de Dios han
esperado con impaciencia ese momento inefable en el que tan próximos estamos de
Dios. Así ocurría a San Josemaría Escrivá: durante la mañana daba gracias por
la Misa que había celebrado, y por la tarde preparaba la Misa del día
siguiente. Y era tal su amor que incluso durante la noche, cuando se
interrumpía su sueño, su pensamiento se dirigía hacia la Misa que iba a
celebrar al día siguiente y, con el pensamiento, el deseo de glorificar a Dios
a través de aquel Sacrificio único. De este modo, el trabajo y las
mortificaciones, las jaculatorias y las comuniones espirituales, los detalles
de caridad, iban dirigidos como preparación o como obsequio en acción de
gracias10.
Examinemos
hoy con qué amor acudimos nosotros a la Santa Misa, donde tributamos a Dios la
alabanza suprema, y con qué atención y esmero cuidamos de esos minutos que
estamos con Él. Es una cortesía que no debemos descuidar jamás.
III. El
Evangelio de la Misa11 nos
recuerda la venida gloriosa de Cristo al fin de los tiempos: Los
hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le
viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán
al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria, Ahora, en la
Comunión, llega el mismo Hijo del Hombre a nuestro corazón
para fortalecernos y llenarnos de paz. Viene como el Amigo tanto tiempo
esperado. Y hemos de recibirlo como lo hicieron sus más íntimos: con la
atención de María de Betania, con la alegría con que le acogió Zaqueo en su
casa... «Parece que esto es lo correcto: si se recibe en casa a un amigo, a un
invitado, se le atiende, es decir, se le da conversación, se le acompaña. No se
le deja en la sala de visitas o en cualquier otro lugar de la casa, con el
periódico, para que entretenga la espera hasta que nos venga bien atenderle.
Sin duda sería de muy mala educación. Y si la persona que nos visitara fuera de
tan gran categoría, que el solo hecho de venir a nuestra casa supusiera un
honor muy por encima de nuestra condición y merecimientos, entonces la
desatención no sería ya falta de educación, sino grosería incalificable»12.
Hemos de tratar bien a Jesús, que tanto desea visitarnos en nuestra pobre casa.
«Y no suele Su Majestad pagar mal la posada, si le hace buen hospedaje»13.
Es una buena ocasión de unirnos a toda la Creación para alabar y dar gracias al
Creador que, humilde, se queda sacramentalmente en nuestro corazón durante esos
minutos.
La
Iglesia, siempre Madre buena, nos ha aconsejado a sus hijos esas oraciones que
han alimentado la piedad de tantos cristianos para ayudarnos, especialmente
cuando nos sintamos pobres de palabras para dirigirnos a Jesús: el Himno Adoro
te devote, el Trium puerorum, la Oración a Jesús
Crucificado, las Invocaciones al Santísimo Redentor... Si
al comulgar procuramos tener a mano algún devocionario –cuando sea posible– o
algún Misal de los fieles, dispondremos de una buena ayuda para aprovechar ese
tiempo que tanto va a influir luego a lo largo de todo el día. Muchas veces, la
jornada depende de esos minutos junto a Jesús Sacramentado.
No
dejemos de poner todos lo medios a nuestro alcance para mejorar nuestras
disposiciones antes y después de haber comulgado. Cualquier esfuerzo que
pongamos es siempre largamente recompensado. «Cuando recibas al Señor en la
Eucaristía, agradécele con todas las veras de tu alma esa bondad de estar
contigo.
»—¿No
te has detenido a considerar que pasaron siglos y siglos, para que viniera el
Mesías? Los patriarcas y los profetas pidiendo, con todo el pueblo de Israel:
¡que la tierra tiene sed, Señor, que vengas!
»—Ojalá
sea así tu espera de amor»14.
1 Salmo
responsorial. Año 1. Dan 3, 68 ss. —
2 Cfr. A.
G. Martimort, La Iglesia en oración, Herder, 3ª ed.,
Barcelona 1987, p. 168. —
3 Juan
Pablo II, Audiencia general 12-III-1986. —
4 Ibídem.
—
5 Cfr. Gen 1,
7. —
6 Cfr. B.
Orchard y otros, Verbum Dei, vol. II, notas a Dan 3,
51-90. —
7 San
Agustín, cit. por D. de las Heras, Comentario
ascético-teológico sobre los Salmos, p. 374. —
8 Misal
Romano, Prefacio de la Misa. —
9 Himno Adoro
te devote. —
10 Cfr. F.
Suárez, El sacrificio del altar, p. 280. —
11 Lc 21,
20-28. —
12 F.
Suárez, o. c., p. 274. —
13 Santa
Teresa, Camino de perfección, 39. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 991.
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