Rafael Luciani 24 de noviembre de 2018
El
asesinato de Abel por parte de Caín representa la posibilidad que tiene todo
ser humano de rechazar su propia vocación originaria, aquello que le permitiría
un desarrollo más pleno: la fraternidad. Negar esta realidad constitutiva al
sujeto humano, conlleva al rechazo de toda relación positiva y humanizadora que
podamos construir con los demás, como es la responsabilidad ética de cuidar y
proteger a la vida del otro, o asumir la causa de las víctimas más allá de toda
ideología o visión partidista, e incluso una visión de país donde no exista la
exclusión y la discriminación en ningún ámbito.
Por
ello, la apuesta por la fraternidad no es una mera cuestión religiosa. Ella
comporta claras consecuencias para el desarrollo social y el bienestar
personal. La revolución francesa la asumió como un principio clave para la
nueva sociedad, pero luego fue borrada del léxico sociopolítico hasta 1948,
cuando fue reconocida en el primer artículo de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos: «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros».
El
Génesis aporta una clave fundamental. Considera a la fraternidad como la
pregunta radical de la existencia humana: «¿dónde está tu hermano?». La
respuesta de Caín es penosa y provocadora: «no lo sé, ¿acaso soy yo el guardián
de mi hermano?» (Gn 4,9). Representa el sinsabor de quien se desentiende del
otro, de quien vive su cotidianidad con indolencia incluso hasta romper con
todo vínculo humano con tal de justificar su propio fin. Tal actitud
desencadena un proceso de deshumanización que, luego, no tendrá vuelta atrás.
Marca un punto de no retorno.
La
fraternidad se puede reconstruir desde tres prácticas: el trato solidario, el
compromiso por la justicia social y la asunción de la caridad universal. El fin
es siempre el establecimiento de una paz duradera y para todos. Se puede
entender como la puesta en práctica de la reciprocidad humana, lo cual pasa por
la superación de políticas públicas discriminatorias, el rechazo de toda
práctica social excluyente y el cambio de actitudes personales indolentes. Solo
así la fraternidad será un principio generador de paz social, de humanidad, al
crear un equilibrio entre la libertad y la justicia, entre la responsabilidad
personal y la solidaridad social, entre el bien de los individuos y el bien
común.
Hoy en
día, tal vez más que nunca, la fraternidad es una cuestión sociopolítica, de
sobrevivencia de las naciones y de recuperación de la sanidad mental de sus
habitantes. Como recuerda el escritor Zamagni, «una sociedad en la que se ha
extinguido el sentido de la fraternidad es una sociedad insostenible», porque mientras
la solidaridad es el principio de acción social que permite superar la
inequidad, la fraternidad favorece la diversidad y el reconocimiento del otro
en el ejercicio de su libertad. Una sociedad puede ser muy solidaria, pero sin
fraternidad nunca será libre, y la calidad de su condición humana tenderá a ser
penosa e infeliz.
Tomado
de: http://www.teologiahoy.com/secciones/mirada-global/acaso-soy-yo-el-guardian-de-mi-hermano
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