Fernando Mires 25 de julio de 2014
Así fue como habiendo encontrado un
día uno de mis artículos en un periódico digital de esos que no usan filtros en
la sección “comentarios”, quedé realmente espantado. Pocas veces había leído
tantos insultos dirigidos a mi persona. Los más amables me mentaban la madre.
Otros afirmaban que yo era un tarifado del imperio. No faltaban quienes
aseguraron que yo era un agente del comunismo, al servicio de la izquierda
mundial. De lado y lado, sin piedad mi tregua, me dije con cierta amargura, la
que por suerte despareció muy pronto.
Cuando revisé los comentarios que esos
lectores clandestinos escribían sobre otros articulistas, concluí en que yo,
después de todo, había salido beneficiado. Y cuando leí los dedicados a un
político de cierto renombre, sentí que ese lenguaje de bucanero que aprendí a
dominar muy temprano (alguien cuenta que la primera palabra que pronuncié en mi
vida fue una palabrota) había sido con creces superado por esos impenitentes
lectores. Entonces comencé a pensar en ellos, los injuriosos, casi todos anónimos.
¿Qué hacía esa gente antes de que
apareciera la internet? Seguramente le pegaban una patada al perro o lanzaban
una piedra a la ventana del vecino o le daban una paliza al hijo. Mucho odio,
demasiado. ¿De dónde viene?
Gracias a las lecciones del psicoanálisis,
sabemos que el odio es el hermano menor del miedo pues el miedo precede al
odio. Detrás de cada odio hay, inevitablemente, un miedo. Así nos explicamos
que cuando la mayoría de los habitantes de una nación, incluyendo a sus
gobernantes, han sido dominados por el miedo, pueden cometer las más increíbles
atrocidades. La historia está llena de ejemplos. Algunos demasiado cercanos.
Según Freud (“Las pulsiones y sus
destinos”) el odio precede al amor, aunque el miedo precede a ambos Pero
mientras el amor es la superación del miedo, el odio es su continuación bajo
otras formas.
Lacan convirtió la lógica de
precedencia freudiana en una máxima que repetía constantemente: “El deseo
precede a su objeto”. Eso significa que el deseo (de amor u odio) no es una
causa sino un “fondo”. Interesante es constatar que en el idioma aleman –el de
Freud- causa se dice “Ursache”, esto es, “la cosa que está en los orígenes” (o
en el fondo). Como sinónimo de “causa” se usa también la palabra “Grund” la que
en sentido literal significa fondo (o base), Es decir, la cosa originaria
freudiana no es la causa que determina un deseo sino lo que está en el fondo del
deseo. De tal modo, el objeto destinado a ser destruido no causa el odio, solo
lo objetiviza (desfonda). Lacan, en ese punto, entendió perfectamente a Freud.
A través del odio intentamos destruir
“al otro” o “a lo otro”, es decir, a eso que supuestamente no nos deja ser lo
que deseamos ser. En ese sentido tanto el miedo como el odio serían reacciones
naturales frente a peligros externos o imaginarios. Está de más decir que el
espacio de la política es muy apto para
servir de campo de proyección a los deseos de odio y amor que anidan “en el
fondo” de cada ser.
Freud, además, establecía una cierta
clasificación en torno a los miedos, así distinguía entre el miedo normal, el
temor neurótico y el pánico.
Si escuchas la noticia de que un león
ha escapado de su jaula y merodea en la calle donde tu vives, eso es miedo
normal. Si imaginas que el león podría huir de su jaula, sin que eso haya
ocurrido jamás, eso es un temor neurótico. Si abres la puerta de tu casa y
encuentras un león, sientes pánico. Pero si ese león es un simple gatito
extraviado, podemos pensar en un caso grave. Ahora, en los tres casos, ese
miedo puede transformarse en odio (o por lo menos en aversión) a los leones.
A los lectores insultantes los puedo
imaginar unas veces amargados, solitarios, asidos desesperadamente al cuello de
una botella, disparando insultos por la internet. Otras veces los imagino bien
vestidos, regresando de la oficina, saludando a sus vecinos, dando cariñosos
besos a su mujer e hijos, pero esperando el momento de abrir el programador y
descargar ese odio que los consume, ese odio que no es más que su propio miedo
de no ser.
Milan Kundera, quien solía ser tan
buen filósofo como novelista, afirmaba en una de sus inolvidables novelas (“La
Inmortalidad”) que el miedo de no ser no es un miedo de no ser, sino “un miedo
de no ser yo”. Algo que se entiende mejor si pensamos en que el “yo” no es un órgano ni un aparato: es un
vacío (J. Lacan, El Estadio del espejo). Si ese vacío no es llenado con un
objeto -de amor u odio, para el caso da lo mismo- el vacío se mantiene como
tal. Así, el lector injurioso llena el vacío de su propio yo a través del
insulto. Si él –por ejemplo- cree “ser” antiimperialista, se sentirá orgulloso
al destruir con sus palabras a quien él imagina es un agente del imperio.
Después de todo no importa lo que uno sea. Lo importante es descargar el odio
sobre un objeto que llene, aunque sea por unos minutos, el “vacío de yo”. Ese,
decía Lacan (La agresividad en el Psicoanálisis) es el principio narcisista de
todo odio (Yo odio, luego soy)
Después de todo, quienes escribimos
opiniones nos ofrecemos como objetos sustitutivos (imaginarios y simbólicos)
para el odio del sujeto odiante, pues este solo es sujeto en la medida en que
odia. En cierto modo cumplimos a través de la internet una función terapéutica.
Si no fuera por uno, esa pobre gente que nos insulta no sabría que hacer con su
miedo-odio. Pues, después de haber “escupido su odio”, el odiante puede
permanecer tranquilo, libre, satisfecho. E incluso orgulloso de su pobre y
débil yo.
“Escupir odio” es una metáfora muy
adecuada. Recuerda una experiencia muy interesante recogida por el sensible
analista suizo Gaetano Benedetti. Cuenta Benedetti que una joven colega intentó
una vez tomar contacto con una paciente altamente psicótica. Pero cuando la
analista se acercó, la paciente le escupió el rostro. La analista entonces,
limpió lentamente el escupo con su pañuelo y no dijo nada. Al cabo de un
momento, la paciente comenzó a hablar con la analista. El miedo-odio, al ser
escupido, había dejado espacio libre para el acceso de las palabras.
La política, si lo vemos bien, cumple,
aunque de modo indirecto, una función terapéutica. El político, sobre todo
cuando asume tareas de gobierno, absorbe algunas cuotas flotantes de miedos-odios
colectivos. La antigua anécdota del obrero italiano que cuando comenzó a llover
buscó refugio bajo el techo de una tienda donde enojado gritó: “gobierno de
mierda”, expresa claramente la relación miedo-odio-política. Naturalmente, el
gobierno no tiene la culpa de la lluvia, pero alguien tenía que hacerse
responsable en ese momento del malestar del trabajador. Y para eso están los
gobiernos: no solo para ser, sino para hacerse responsables.
Por cierto, nadie va a pensar que la
política suprime los odios. Por el contrario, los mantiene pero –es importante-
los mantiene en forma política, es decir, en forma pública y no privada. “Bajo
la luz de lo público” (Arendt) los odios se civil-izan, o dicho en sentido
literal, se poli-tizan.
Sin embargo, no solo son lectores
quienes insultan. Hay, además, columnistas que utilizan el espacio que les
conceden los medios para dedicar toda su gramática a difamar a quienes no
piensan como ellos. Jamás polemizan y a las ideas no contraponen ideas sino
agravios. Han equivocado el lugar. Pues si la política puede cumplir una
función terapeútica, los políticos y quienes escribimos sobre política no somos
terapeutas. A esos columnistas, en aras de la libertad de prensa, no los
podemos sacar del tráfico. Basta entonces con ignorarlos. O con no leerlos.
¿Y si un político de profesión no
politiza sus odios sino que simplemente insulta en público a sus adversarios?
En ese caso ese político debe ser sacado cuanto antes de la vida pública y
enviado a su mundo privado. Con sus injurias, ha traicionado a su profesión. Su
lugar no es la política sino la habitación oscura de un lector clandestino
quien, guarecido en su anonimato, injuria a todos quienes opinan de modo
diferente al suyo.
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