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lunes, 21 de julio de 2014

La doctrina del resentimiento

TIMOTHY GARTON ASH 21 JUL 2014

Putin defiende la idea de que Rusia tiene la responsabilidad de proteger a todos los rusos que están en el extranjero, y él decide quién lo es. Pero ‘proteger’ a los rusos en Ucrania tiene consecuencias fatales

A veces, solo a veces, conviene prestar atención a las insufribles palabras de los pelmazos en las reuniones importantes.

En 1994, estaba quedándome medio dormido en una mesa redonda que se celebraba en San Petersburgo, Rusia, cuando un hombre fornido y de baja estatura, con cara de ratón, que parecía ser la mano derecha del alcalde, empezó a hablar. Dijo que Rusia había entregado de forma voluntaria “inmensos territorios” a las antiguas repúblicas soviéticas, entre ellas zonas “que históricamente han pertenecido siempre a Rusia”. Se refería “no solo a Crimea y el norte de Kazajstán, sino también, por ejemplo, al área de Kaliningrado”. Rusia no podía abandonar a su suerte a esos “25 millones de rusos” que habían pasado a vivir en el extranjero. El mundo debía respetar los intereses del Estado ruso “y del pueblo ruso como gran nación”.

Aquel hombretón irritante se llamaba —como habrán supuesto— Vladímir V. Putin, y sé exactamente lo que dijo en 1994 porque la organización, la Fundación Körber de Hamburgo, Alemania, publicó la transcripción completa. Lo que yo he traducido como “pueblo” ruso es, en la transcripción alemana, volk. Putin tenía y sigue teniendo una definición völkisch, amplia y racial, de los rusos: ahora habla del russkiy mir, literalmente, el “mundo ruso”. La transcripción muestra asimismo que yo hice una pequeña broma sobre las consecuencias que podía tener la visión del desconocido funcionario municipal alcalde, cuando dije: “Si atribuyéramos la nacionalidad británica a todas las personas que hablan inglés, tendríamos un Estado algo mayor que China”.

No podíamos adivinar que, 20 años más tarde, aquel vicealcalde de San Petersburgo, hoy zar sin corona de todos los rusos, iba a apoderarse de Crimea por la fuerza, alimentar de forma encubierta el caos y la violencia en el este de Ucrania y promover descaradamente su decimonónica visión völkisch como política de un Estado del siglo XXI. El Kremlin actual posee su propia visión distorsionada de la doctrina humanitaria desarrollada por Occidente y consagrada por la ONU sobre la “responsabilidad de proteger”. Rusia, insiste Putin, tiene la responsabilidad de proteger a todos los rusos que están en el extranjero, y él decide quién es ruso.


Por supuesto, debemos evitar lo que el filósofo Henri Bergson llamaba las ilusiones del determinismo retrospectivo. La historia no suele discurrir en línea recta. Después de su ascenso al poder supremo del Estado ruso, que comenzó cuando se convirtió en primer ministro en 1999, Putin experimentó con otros modelos de relaciones con Occidente y el resto del mundo. Durante unos años, intentó la modernización y la cooperación con Occidente. Celebró la incorporación al G-8, uno de los incentivos que Estados Unidos y Europa ofrecieron para ayudar a Rusia en las dificultades inevitables de su camino posimperial. El presidente George W. Bush se equivocó cuando dijo que le había “mirado a los ojos” en 2001, pero sería poco riguroso llegar a la conclusión de que en 2001 Putin ya estaba planeando en secreto recuperar Crimea y desestabilizar el este de Ucrania.

Aunque los historiadores deberían investigar esas posibilidades alternativas, resulta fascinante ver que los principios fundamentales de la doctrina del Estado protector de Putin, basada en el resentimiento, estaban ya presentes en 1994, aunque todavía no contaran con el refuerzo de las citas ideológicas de pensadores rusos como Ivan Ilyin.

Hubo un tiempo en el que existía la doctrina Bréznev, que apelaba a la “ayuda fraternal” para justificar acciones como la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. Mijaíl S. Gorbachov la sustituyó por la doctrina Sinatra —que cada uno lo haga a su manera, como explicaba el portavoz del Ministerio de Exteriores, Gennadi I. Gerasimov— en sus relaciones con Europa del Este. Ahora tenemos la doctrina Putin.

No debe quedar ninguna duda de que estamos ante una amenaza no solo contra los vecinos de Rusia en el este de Europa y Asia Central, sino contra todo el orden internacional creado desde 1945. Todos los países del mundo cuentan con hombres y mujeres que viven en otros Estados pero a los que consideran, en cierto sentido, “su gente”. ¿Y si, como ha sucedido en el pasado, las minorías chinas de los países del sureste asiático fueran víctimas de la discriminación y la ira popular, y China (donde, durante una visita que hice en primavera, oí frases de admiración hacia la actuación de Putin) decidiera asumir su responsabilidad de madre patria y ejercer su responsabilidad völkisch de proteger?

Para dejar claro por qué una cosa así es totalmente inaceptable y constituye una grave amenaza contra la paz mundial, debemos empezar por ponernos de acuerdo sobre los legítimos derechos y responsabilidades de una madre patria. Mi pasaporte británico contiene la vieja y resonante fórmula de que el ministro de Estado de su majestad británica “solicita y exige” a las potencias extranjeras que me dejen paso “sin trabas ni cortapisas”, y si me encontrara en algún momento en dificultades, por ejemplo, en Transnistria, esperaría (aunque no necesariamente con mucha confianza) que, en efecto, lo exigiera. Más en serio, Polonia ha expresado su preocupación por la situación de los ciudadanos de habla polaca en Lituania. Hungría ha dado el pasaporte y el derecho de voto en elecciones nacionales a ciudadanos de países vecinos a los que considera miembros del pueblo húngaro. En resumen, para identificar qué es ilegítimo, debemos explicar con más claridad qué es legítimo.

En el momento de escribir estas líneas, las autoridades estadounidenses y ucranias afirman, con sólidos argumentos, que con toda probabilidad fue un misil antiaéreo disparado desde territorio controlado por los separatistas prorrusos el que derribó el vuelo 17 de Malaysia Airlines, una nueva cosecha de aflicción en los campos ucranios ensangrentados por la historia. Todavía no ha quedado categóricamente establecido quién lo disparó. Pero Putin demuestra una hipocresía de dimensión orwelliana cuando dice, como hizo el viernes, que “el Gobierno del territorio en el que ha sucedido esta terrible tragedia es el responsable”. Es evidente que muchos de los que se identifican como rusos en el este de Ucrania sienten un amargo resentimiento, pero la violencia de sus protestas se ha debido en gran parte al relato mentiroso que ha aireado la televisión rusa, y la Rusia de Putin ha apoyado —por no emplear un término más fuerte— a sus paramilitares, por ejemplo, con la presencia de miembros o exmiembros de las fuerzas especiales rusas.

Para dictar un juicio más firme sobre las causas de la tragedia habrá que esperar a tener más pruebas, pero parece verosímil pensar que un Ejército regular (ucranio o ruso), normalmente, habría identificado la imagen de radar de un avión de pasajeros que volaba a 11.000 metros, y que un grupo compuesto solo por combatientes locales (incluso aunque tuvieran experiencia militar) no habría tenido la tecnología ni las aptitudes para lanzar semejante ataque sin ayuda externa. Son precisamente las contradicciones y ambigüedades generadas por la versión étnica de la “responsabilidad de proteger” las que permiten unas posibilidades tan desastrosas. Putin socava y pone en tela de juicio la autoridad del Gobierno de un territorio soberano y luego le culpa de las consecuencias.

Por consiguiente, si un vicealcalde desconocido empieza a decir cosas alarmantes en alguna reunión en la que estén presentes, mi consejo es que presten atención. Los que despotrican de esa manera, en su mayoría, no suelen luego llegar a la cima. Pero, cuando llegan, sus ideologías del resentimiento pueden acabar plasmadas en sangre.

Timothy Garton Ash es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution. Su último libro es Los hechos son subversivos: escritos políticos para una década sin nombre.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia


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