El debate actual de la oposición
venezolana opera en varios niveles: en la discusión formal entre partidos y sus
dirigentes, se trata de decidir entre diferentes estrategias alrededor del
objetivo común de desplazar al chavismo del poder; para ello se recurre a
argumentos constitucionales, legales o pragmáticos, se analizan estudios de
opinión y hasta se polemiza en términos morales acerca de la solidaridad debida
entre unos y otros participantes en el debate. Pero también hay otros niveles,
menos formales, en los que no es necesario guardar las formas del discurso
político institucional; son los que se expresan en las conversaciones
cotidianas sobre política y, cada vez más, en las redes sociales. Es en este
último nivel donde se puede percibir un debate paralelo y subyacente, que los
políticos profesionales están –normalmente- impedidos de manejar en público: es
el que asocia las características personales de los líderes con ciertos
estereotipos de conducta muy arraigados en la cultura predominante. La
expresión que da título a este artículo es un ejemplo de ese discurso paralelo
que, por no tener legitimidad en el plano formal, tiende a pasar desapercibido,
pero puede estar reflejando actitudes hacia la política con implicaciones
profundas para la comprensión de los dilemas actuales del mundo opositor.
Una somera revisión en los medios informales y redes sociales
venezolanos arroja innumerables expresiones como esa: “María Corina Machado
tiene las bolas mejor puestas que los demás...”; “Maria Corina Machado tiene
más bolas que Capriles”; “... María Corina Machado tiene más bolas que los
politicos de la MUD y los militares que no hacen respetar la constitución”;
“Esa mujer si las tiene bien puesta. [SIC]”; “...María Corina, quien parece ser
la única persona con las bolas bien puestas y sin miedos a enfrentarse con esos
sinvergüenzas”. Una variante, que pretende ser más moderada, alude a sus
“ovarios” sin lograr ocultar lo que realmente se quiere decir.
¿Por qué es necesario que para reconocer las virtudes de una mujer
política sea necesario atribuirle el atributo masculino por excelencia? ¿No es,
entonces, todavía legítimo que una mujer busque el poder político sin que esté
avalada por una garantía de masculinidad? ¿Estamos atrapados en una concepción
tan masculina del poder que nos impide aceptar a una mujer líder?
Es común asociar el éxito político a la masculinidad. Llegar al poder,
dominarlo, controlarlo, no sólo ha sido tradicionalmente cosa de hombres, sino
que los triunfadores en esta lucha suelen ser considerados “más hombres” que
sus rivales, porque la política está entre nosotros todavía muy cerca de la
guerra, y como guerra se suele vivir; en ella triunfará el que logre acumular y
aplicar recursos masivos de violencia sobre sus rivales; esto requiere,
naturalmente, de otra cualidad, la inteligencia o al menos la astucia, que
también durante siglos han sido asociadas al género masculino (a la mujer, como
mucho, se le concedían dotes de manipulación).
Es quizás por eso que muchas veces el dirigente político que muestra su
ambición de poder es denominado, por seguidores o enemigos, “el hombre”: “el
hombre salió de Humocaro”, “el hombre ya está en Tocuyito”, murmuraban los
vecinos entusiasmados o atemorizados por la aventura del caudillo que en el
siglo XIX se atrevía a desafiar al poder precariamente establecido por un
caudillo anterior. Y los que lograban alcanzar el poder y establecer su
hegemonía se convertían en la síntesis, o quizás hasta en el representante
exclusivo de lo masculino nacional. El lema “Gómez único”, que promovieron los
partidarios del dictador durante muchos años, podía traducirse como que sólo hacía
falta un hombre en Venezuela, ya que era tan peligroso comportarse “como un
hombre” frente al dictador que la masculinidad era una virtud prescindible si
se quería conservar la libertad, los bienes y la vida.
Si ser hombre es ante todo ser dominador, firme, dispuesto a la
violencia y al desafío para defender su honor, todas estas “virtudes” deben ser
ratificadas por la prueba última de masculinidad: el interés activo y
demostrado por conquistar y fecundar mujeres, prueba que se fortalece en
proporción directa a la acumulación de parejas y de hijos. El mismo Gómez
pareciera ser el paradigma inalcanzable, con su libreta de conquistas y el
centenar de hijos que se le atribuyen. Pero gran parte de sus sucesores,
especialmente aquellos que llegaron al poder por vías violentas o heterodoxas,
continuaron la tradición de exhibir su poligamia, como si ella fuera un aval
para cumplir con los requisitos del cargo presidencial.
Y a la inversa, uno de los medios más seguros para descalificar a un
político era, y sigue siendo, hacer dudar de su masculinidad, no sólo en el
sentido estrictamente sexual sino en el del arrojo personal. Cuando un
presidente pierde la calma y se lanza por el balcón ante un terremoto, como le
sucedió a Cipriano Castro, queda mellado el prestigio que alcanzó en guerras
donde corrió mucho más peligro. Cuando un político opositor evade la cárcel que
sufren sus seguidores para ocultarse o salir al exilio, surgen las dudas sobre
su valor personal y, a la inversa, se ha llegado a decir que en Venezuela la
prisión política es un escalón indispensable en la conquista del poder. En este
caso, se destaca esa otra cualidad “masculina” del estoicismo, el aceptar el
sufrimiento en nombre de una causa mayor, lo que transforma la obvia debilidad
que significa estar sometido al enemigo en un aval de fortaleza interior y de
valentía para enfrentar el riesgo de aniquilación. Paradójicamente, es muy
frecuente que sea el mismo líder que sufrió arbitrariedades el que, a su vez,
ejercerá discrecionalmente su poder, prolongando indefinidamente el ciclo del
autoritarismo sin frenos institucionales.
El recurso a la identidad militar, ya sea institucional o
insurreccional, se convierte en otra credencial de masculinidad, ya que lo
militar expresa, en sus fines de violencia y dominación, en su jerarquía de
poder y obediencia, en su carácter de comunidad de hombres (aunque en los
últimos años haya incorporado mujeres) y en su exigencia de valor y desprecio
por el peligro, uno de los ideales más trabajados de lo masculino.
En la Venezuela del siglo XX (y lo que va del XXI), la vida política ha
seguido siendo influenciada por esta necesidad de considerar al político
exitoso como una especie de destilación de las virtudes masculinas, a la vez
indispensables para lograr el poder y justificadoras de los excesos y
desviaciones cometidas en la tarea de alcanzarlo y conservarlo. Aunque no se
puede decir que este discurso haya sido decisivo en el desenlace de los
procesos políticos, los ha recorrido como un río subterráneo, en ese nivel del
debate político que generalmente no aparece en los medios formales sino en los
intercambios y las conversaciones cotidianas.
Los enemigos de Rómulo Betancourt trataron de desprestigiarlo aludiendo
a sus escasos meses de prisión a manos de la dictadura de Gómez, mientras otros
de sus compañeros sufrieron por años; mencionaban también como sospechoso que
un percance de última hora le impidiera incorporarse a la fallida invasión
armada del “Falke” en 1929, conducida por el caudillo Delgado Chalbaud y en la
que sacrificó su vida (entre otros) el estudiante Armando Zuloaga Blanco (tío
abuelo de María Corina Machado); y, basándose en rasgos personales como el
timbre de su voz y su gusto por las palabras rebuscadas, llegaban a insinuar
una supuesta homosexualidad del líder. La reivindicación plena de la
masculinidad de Betancourt se produjo cuando logró resistir numerosos golpes de
estado de derecha y una insurrección de izquierda en los años sesenta, y se
presentó al país para ratificar su ejercicio del poder pocas horas después de
haber sufrido un atentado contra su vida. Por otro lado, la derrota de la
estrategia insurreccional y militarista de la izquierda demolió el prestigio y
las ambiciones de los numerosos caudillos que, deslumbrados por la hazaña
guerrera del castrismo, se imaginaron como los héroes que iban a ser
reconocidos por su valentía, su desprecio por las instituciones “burguesas” y
su capacidad para derrotar a las fuerzas armadas del régimen.
El caudillo hipermasculino reaparece con toda su fuerza en la figura de
Chávez: militar, alzado contra el gobierno, tan astuto que logra conspirar por
muchos años sin ser atrapado, asume “como un hombre” su responsabilidad por el
alzamiento y, sin arrepentirse de lo hecho, logra la admiración de amplios
sectores, que parecían esperar nostálgicos el regreso de los “hombres de a
caballo”. En contraste con un Carlos Andrés Pérez vapuleado por sus antiguos
compañeros, satanizado por los medios y reducido a luchar por la supervivencia
política, Chávez representó la iniciativa audaz, el desconocimiento de los
límites institucionales, la primacía del objetivo sobre los medios, la
disposición a derramar sangre (de otros). Después de pagada la obligatoria,
pero poco rigurosa prisión, capitaliza al máximo su momento de rebelión para
construir el personaje que muchos parecían estar esperando: el varón que
barrerá con los decadentes actores e instituciones de la república civil. No es
necesario insistir en la masculinidad performativa de Chávez; su agresividad
frente al adversario, su concepción de la política como guerra, su desprecio
por la ley y las instituciones, su ejercicio arbitrario y autoritario del poder
y hasta su despreocupada poligamia.
Si se parte de la necesidad de alinear los objetivos y el discurso de
los actores políticos a los valores de su audiencia, podría suponerse que la
forma más adecuada de legitimarse como representante de los opositores al
chavismo sería proponer objetivos sociales y un estilo político opuestos a los
del caudillo: búsqueda del consenso y la conciliación, exigencia de respeto a
las instituciones, estrategias para la concertación entre sectores sociales y
políticos diversos, etc. Y esta parece haber sido la estrategia de la Mesa de
Unidad Democrática, una vez superadas las apasionadas movilizaciones que
culminaron con el referendo revocatorio de 2004. Esta estrategia venía dando frutos, es cierto
desiguales, en los procesos electorales de los últimos años; sin embargo, las
reiteradas violaciones de la institucionalidad y la ausencia de un mínimo de
reglas de juego compartidas fueron erosionando este camino; las fuertes dudas
sobre los resultados reales de las elecciones y la intensificación del
autoritarismo del régimen fueron llevando a una parte de las bases de la
oposición al desencanto frente al gradualismo y la participación en las
instituciones controladas por el régimen. El punto culminante de esta tensión
se produjo en los días siguientes a la elección presidencial de abril de 2013;
las numerosas irregularidades del proceso de votación hacían presumir que ellas
habían alterado el resultado, arrebatando a la oposición la meta que con tanto
esfuerzo había logrado tener al alcance de la mano. A pesar de mantener su
exigencia de una auditoría de los resultados, el candidato Henrique Capriles y
la dirigencia de la MUD suspendieron las acciones de protesta programadas para
evitar someter a sus seguidores a la violencia oficial.
A pesar del gran avance de la votación opositora, en buena parte debido
al esfuerzo extraordinario de Capriles durante la campaña, la renuncia a
convocar una protesta masiva fue vista por algunos sectores como una muestra de
pusilanimidad frente a un adversario inescrupuloso, y como una humillación más
del gobierno a la oposición. Es precisamente esta palabra, humillación, una de
las que más aparece en el discurso de María Corina Machado, como una síntesis
de los males que el régimen impone a los venezolanos. Frente a un adversario
que pretende humillarnos, cualquier reconocimiento de su legitimidad, como
plantearse un diálogo con él, no es más que un nuevo sometimiento. El fracaso,
más percibido que real, de la estrategia pacífica y gradualista abrió las
puertas al renacimiento del mito de un caudillo masculino, valiente, capaz de
enfrentar a las instituciones del régimen aun saliéndose de la legalidad: un
opositor con algunas de las características irreverentes del estilo de Chávez.
Las frustraciones electorales de 2012 y 2013 no sólo estimularon la
crítica política a las posiciones de la MUD, sino que se personalizaron en la
figura visible de su estrategia, Capriles. A pesar de haber cumplido con el
ritual de la prisión política por su supuesto rol en el hostigamiento a la
embajada cubana tras el golpe de 2002, y de haber logrado derrotar a los
candidatos del gobierno en repetidas ocasiones, enfrentando la violencia de
grupos paramilitares en sus campañas, la masculinidad de Capriles ha sido
puesta en duda, tal como muchos años antes lo había sido la de Betancourt.
Basándose en su persistente soltería, desde el oficialismo se han lanzado no
sólo rumores, sino abiertos ataques públicos que pretenden asociarlo a una
supuesta homosexualidad, posiblemente esperando capitalizar las tendencias
homofóbicas que todavía parecen mantener muchos venezolanos. Esta estrategia no
ha podido ser aplicada a Leopoldo López ni a María Corina Machado, ya que ambos
han cumplido con la exigencia implícita de haberse casado y tenido hijos, como
supuesta garantía de heterosexualidad. De allí a asociar la estrategia
gradualista de Capriles y la MUD con la debilidad y vacilación supuestamente
femeninas, y las proposiciones radicales de Machado y López con la audacia y
valentía de lo masculino, no había sino un paso que algunos opositores, todavía
en el plano de las conversaciones informales y redes sociales, ya han dado.
Pero, aun si es legítimo diferir de las estrategias de la MUD e
inclinarse por otras que se creen más eficaces, ¿qué hace necesaria esta
atribución de atributos masculinos a María Corina Machado? Leopoldo López no
necesita que su masculinidad sea destacada, ya que su visible familia, su
actuación radical y su entrega voluntaria a la prisión parecen bastar, a los
ojos del público opositor, para darle esa credencial. Pero el caso de Machado
parece mostrar que todavía hay un amplio sector de venezolanos que concibe la
política como una guerra en la que sólo pueden entrar los hombres, porque ellos
son los que defienden el honor y no les está permitido aceptar humillaciones.
Este tipo de visión de la política parece conectar con la de algunas culturas
donde la política está siempre al borde de la guerra, porque ella se asemeja
más a la aniquilación del enemigo y la lucha por el control de un botín que al
establecimiento de reglas de relación entre los diversos actores e intereses.
Irónicamente, quienes no pueden concebir una María Corina sin “bolas” están
haciendo un inconsciente homenaje a la concepción chavista de la política.
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