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domingo, 20 de julio de 2014

"MARÍA CORINA TIENE BOLAS" - MASCULINIDAD Y POLÍTICA EN VENEZUELA

Luis Gómez Calcaño 19 de julio de 2014

El debate actual de la oposición venezolana opera en varios niveles: en la discusión formal entre partidos y sus dirigentes, se trata de decidir entre diferentes estrategias alrededor del objetivo común de desplazar al chavismo del poder; para ello se recurre a argumentos constitucionales, legales o pragmáticos, se analizan estudios de opinión y hasta se polemiza en términos morales acerca de la solidaridad debida entre unos y otros participantes en el debate. Pero también hay otros niveles, menos formales, en los que no es necesario guardar las formas del discurso político institucional; son los que se expresan en las conversaciones cotidianas sobre política y, cada vez más, en las redes sociales. Es en este último nivel donde se puede percibir un debate paralelo y subyacente, que los políticos profesionales están –normalmente- impedidos de manejar en público: es el que asocia las características personales de los líderes con ciertos estereotipos de conducta muy arraigados en la cultura predominante. La expresión que da título a este artículo es un ejemplo de ese discurso paralelo que, por no tener legitimidad en el plano formal, tiende a pasar desapercibido, pero puede estar reflejando actitudes hacia la política con implicaciones profundas para la comprensión de los dilemas actuales del mundo opositor.

  Una somera revisión en los medios informales y redes sociales venezolanos arroja innumerables expresiones como esa: “María Corina Machado tiene las bolas mejor puestas que los demás...”; “Maria Corina Machado tiene más bolas que Capriles”; “... María Corina Machado tiene más bolas que los politicos de la MUD y los militares que no hacen respetar la constitución”; “Esa mujer si las tiene bien puesta. [SIC]”; “...María Corina, quien parece ser la única persona con las bolas bien puestas y sin miedos a enfrentarse con esos sinvergüenzas”. Una variante, que pretende ser más moderada, alude a sus “ovarios” sin lograr ocultar lo que realmente se quiere decir.

  ¿Por qué es necesario que para reconocer las virtudes de una mujer política sea necesario atribuirle el atributo masculino por excelencia? ¿No es, entonces, todavía legítimo que una mujer busque el poder político sin que esté avalada por una garantía de masculinidad? ¿Estamos atrapados en una concepción tan masculina del poder que nos impide aceptar a una mujer líder?

  Es común asociar el éxito político a la masculinidad. Llegar al poder, dominarlo, controlarlo, no sólo ha sido tradicionalmente cosa de hombres, sino que los triunfadores en esta lucha suelen ser considerados “más hombres” que sus rivales, porque la política está entre nosotros todavía muy cerca de la guerra, y como guerra se suele vivir; en ella triunfará el que logre acumular y aplicar recursos masivos de violencia sobre sus rivales; esto requiere, naturalmente, de otra cualidad, la inteligencia o al menos la astucia, que también durante siglos han sido asociadas al género masculino (a la mujer, como mucho, se le concedían dotes de manipulación).

  Es quizás por eso que muchas veces el dirigente político que muestra su ambición de poder es denominado, por seguidores o enemigos, “el hombre”: “el hombre salió de Humocaro”, “el hombre ya está en Tocuyito”, murmuraban los vecinos entusiasmados o atemorizados por la aventura del caudillo que en el siglo XIX se atrevía a desafiar al poder precariamente establecido por un caudillo anterior. Y los que lograban alcanzar el poder y establecer su hegemonía se convertían en la síntesis, o quizás hasta en el representante exclusivo de lo masculino nacional. El lema “Gómez único”, que promovieron los partidarios del dictador durante muchos años, podía traducirse como que sólo hacía falta un hombre en Venezuela, ya que era tan peligroso comportarse “como un hombre” frente al dictador que la masculinidad era una virtud prescindible si se quería conservar la libertad, los bienes y la vida.

  Si ser hombre es ante todo ser dominador, firme, dispuesto a la violencia y al desafío para defender su honor, todas estas “virtudes” deben ser ratificadas por la prueba última de masculinidad: el interés activo y demostrado por conquistar y fecundar mujeres, prueba que se fortalece en proporción directa a la acumulación de parejas y de hijos. El mismo Gómez pareciera ser el paradigma inalcanzable, con su libreta de conquistas y el centenar de hijos que se le atribuyen. Pero gran parte de sus sucesores, especialmente aquellos que llegaron al poder por vías violentas o heterodoxas, continuaron la tradición de exhibir su poligamia, como si ella fuera un aval para cumplir con los requisitos del cargo presidencial.

  Y a la inversa, uno de los medios más seguros para descalificar a un político era, y sigue siendo, hacer dudar de su masculinidad, no sólo en el sentido estrictamente sexual sino en el del arrojo personal. Cuando un presidente pierde la calma y se lanza por el balcón ante un terremoto, como le sucedió a Cipriano Castro, queda mellado el prestigio que alcanzó en guerras donde corrió mucho más peligro. Cuando un político opositor evade la cárcel que sufren sus seguidores para ocultarse o salir al exilio, surgen las dudas sobre su valor personal y, a la inversa, se ha llegado a decir que en Venezuela la prisión política es un escalón indispensable en la conquista del poder. En este caso, se destaca esa otra cualidad “masculina” del estoicismo, el aceptar el sufrimiento en nombre de una causa mayor, lo que transforma la obvia debilidad que significa estar sometido al enemigo en un aval de fortaleza interior y de valentía para enfrentar el riesgo de aniquilación. Paradójicamente, es muy frecuente que sea el mismo líder que sufrió arbitrariedades el que, a su vez, ejercerá discrecionalmente su poder, prolongando indefinidamente el ciclo del autoritarismo sin frenos institucionales.

  El recurso a la identidad militar, ya sea institucional o insurreccional, se convierte en otra credencial de masculinidad, ya que lo militar expresa, en sus fines de violencia y dominación, en su jerarquía de poder y obediencia, en su carácter de comunidad de hombres (aunque en los últimos años haya incorporado mujeres) y en su exigencia de valor y desprecio por el peligro, uno de los ideales más trabajados de lo masculino.

  En la Venezuela del siglo XX (y lo que va del XXI), la vida política ha seguido siendo influenciada por esta necesidad de considerar al político exitoso como una especie de destilación de las virtudes masculinas, a la vez indispensables para lograr el poder y justificadoras de los excesos y desviaciones cometidas en la tarea de alcanzarlo y conservarlo. Aunque no se puede decir que este discurso haya sido decisivo en el desenlace de los procesos políticos, los ha recorrido como un río subterráneo, en ese nivel del debate político que generalmente no aparece en los medios formales sino en los intercambios y las conversaciones cotidianas.

  Los enemigos de Rómulo Betancourt trataron de desprestigiarlo aludiendo a sus escasos meses de prisión a manos de la dictadura de Gómez, mientras otros de sus compañeros sufrieron por años; mencionaban también como sospechoso que un percance de última hora le impidiera incorporarse a la fallida invasión armada del “Falke” en 1929, conducida por el caudillo Delgado Chalbaud y en la que sacrificó su vida (entre otros) el estudiante Armando Zuloaga Blanco (tío abuelo de María Corina Machado); y, basándose en rasgos personales como el timbre de su voz y su gusto por las palabras rebuscadas, llegaban a insinuar una supuesta homosexualidad del líder. La reivindicación plena de la masculinidad de Betancourt se produjo cuando logró resistir numerosos golpes de estado de derecha y una insurrección de izquierda en los años sesenta, y se presentó al país para ratificar su ejercicio del poder pocas horas después de haber sufrido un atentado contra su vida. Por otro lado, la derrota de la estrategia insurreccional y militarista de la izquierda demolió el prestigio y las ambiciones de los numerosos caudillos que, deslumbrados por la hazaña guerrera del castrismo, se imaginaron como los héroes que iban a ser reconocidos por su valentía, su desprecio por las instituciones “burguesas” y su capacidad para derrotar a las fuerzas armadas del régimen.

  El caudillo hipermasculino reaparece con toda su fuerza en la figura de Chávez: militar, alzado contra el gobierno, tan astuto que logra conspirar por muchos años sin ser atrapado, asume “como un hombre” su responsabilidad por el alzamiento y, sin arrepentirse de lo hecho, logra la admiración de amplios sectores, que parecían esperar nostálgicos el regreso de los “hombres de a caballo”. En contraste con un Carlos Andrés Pérez vapuleado por sus antiguos compañeros, satanizado por los medios y reducido a luchar por la supervivencia política, Chávez representó la iniciativa audaz, el desconocimiento de los límites institucionales, la primacía del objetivo sobre los medios, la disposición a derramar sangre (de otros). Después de pagada la obligatoria, pero poco rigurosa prisión, capitaliza al máximo su momento de rebelión para construir el personaje que muchos parecían estar esperando: el varón que barrerá con los decadentes actores e instituciones de la república civil. No es necesario insistir en la masculinidad performativa de Chávez; su agresividad frente al adversario, su concepción de la política como guerra, su desprecio por la ley y las instituciones, su ejercicio arbitrario y autoritario del poder y hasta su despreocupada poligamia.

  Si se parte de la necesidad de alinear los objetivos y el discurso de los actores políticos a los valores de su audiencia, podría suponerse que la forma más adecuada de legitimarse como representante de los opositores al chavismo sería proponer objetivos sociales y un estilo político opuestos a los del caudillo: búsqueda del consenso y la conciliación, exigencia de respeto a las instituciones, estrategias para la concertación entre sectores sociales y políticos diversos, etc. Y esta parece haber sido la estrategia de la Mesa de Unidad Democrática, una vez superadas las apasionadas movilizaciones que culminaron con el referendo revocatorio de 2004.  Esta estrategia venía dando frutos, es cierto desiguales, en los procesos electorales de los últimos años; sin embargo, las reiteradas violaciones de la institucionalidad y la ausencia de un mínimo de reglas de juego compartidas fueron erosionando este camino; las fuertes dudas sobre los resultados reales de las elecciones y la intensificación del autoritarismo del régimen fueron llevando a una parte de las bases de la oposición al desencanto frente al gradualismo y la participación en las instituciones controladas por el régimen. El punto culminante de esta tensión se produjo en los días siguientes a la elección presidencial de abril de 2013; las numerosas irregularidades del proceso de votación hacían presumir que ellas habían alterado el resultado, arrebatando a la oposición la meta que con tanto esfuerzo había logrado tener al alcance de la mano. A pesar de mantener su exigencia de una auditoría de los resultados, el candidato Henrique Capriles y la dirigencia de la MUD suspendieron las acciones de protesta programadas para evitar someter a sus seguidores a la violencia oficial.

  A pesar del gran avance de la votación opositora, en buena parte debido al esfuerzo extraordinario de Capriles durante la campaña, la renuncia a convocar una protesta masiva fue vista por algunos sectores como una muestra de pusilanimidad frente a un adversario inescrupuloso, y como una humillación más del gobierno a la oposición. Es precisamente esta palabra, humillación, una de las que más aparece en el discurso de María Corina Machado, como una síntesis de los males que el régimen impone a los venezolanos. Frente a un adversario que pretende humillarnos, cualquier reconocimiento de su legitimidad, como plantearse un diálogo con él, no es más que un nuevo sometimiento. El fracaso, más percibido que real, de la estrategia pacífica y gradualista abrió las puertas al renacimiento del mito de un caudillo masculino, valiente, capaz de enfrentar a las instituciones del régimen aun saliéndose de la legalidad: un opositor con algunas de las características irreverentes del estilo de Chávez.

  Las frustraciones electorales de 2012 y 2013 no sólo estimularon la crítica política a las posiciones de la MUD, sino que se personalizaron en la figura visible de su estrategia, Capriles. A pesar de haber cumplido con el ritual de la prisión política por su supuesto rol en el hostigamiento a la embajada cubana tras el golpe de 2002, y de haber logrado derrotar a los candidatos del gobierno en repetidas ocasiones, enfrentando la violencia de grupos paramilitares en sus campañas, la masculinidad de Capriles ha sido puesta en duda, tal como muchos años antes lo había sido la de Betancourt. Basándose en su persistente soltería, desde el oficialismo se han lanzado no sólo rumores, sino abiertos ataques públicos que pretenden asociarlo a una supuesta homosexualidad, posiblemente esperando capitalizar las tendencias homofóbicas que todavía parecen mantener muchos venezolanos. Esta estrategia no ha podido ser aplicada a Leopoldo López ni a María Corina Machado, ya que ambos han cumplido con la exigencia implícita de haberse casado y tenido hijos, como supuesta garantía de heterosexualidad. De allí a asociar la estrategia gradualista de Capriles y la MUD con la debilidad y vacilación supuestamente femeninas, y las proposiciones radicales de Machado y López con la audacia y valentía de lo masculino, no había sino un paso que algunos opositores, todavía en el plano de las conversaciones informales y redes sociales, ya han dado.

  Pero, aun si es legítimo diferir de las estrategias de la MUD e inclinarse por otras que se creen más eficaces, ¿qué hace necesaria esta atribución de atributos masculinos a María Corina Machado? Leopoldo López no necesita que su masculinidad sea destacada, ya que su visible familia, su actuación radical y su entrega voluntaria a la prisión parecen bastar, a los ojos del público opositor, para darle esa credencial. Pero el caso de Machado parece mostrar que todavía hay un amplio sector de venezolanos que concibe la política como una guerra en la que sólo pueden entrar los hombres, porque ellos son los que defienden el honor y no les está permitido aceptar humillaciones. Este tipo de visión de la política parece conectar con la de algunas culturas donde la política está siempre al borde de la guerra, porque ella se asemeja más a la aniquilación del enemigo y la lucha por el control de un botín que al establecimiento de reglas de relación entre los diversos actores e intereses. Irónicamente, quienes no pueden concebir una María Corina sin “bolas” están haciendo un inconsciente homenaje a la concepción chavista de la política.


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