Fernando Mires 24 de julio de 2015
Mi
primer encuentro con la literatura de Herta Müller data desde años. Para ser
más preciso, desde 1984 cuando fue publicada en Alemania la versión original
-no censurada- de su libro “Niederungen” (“Tierras Bajas”). He de agregar que
mi interés al acercarme a la obra de H. M. era sólo político pues quería
encontrar testimonios para un tema: el de las dictaduras comunistas.Tema que
sin duda ocupa un lugar destacado en la literatura contemporánea, comenzando
por George Orwell, pasando por Sandor Marai, Alexandr Solschynitzen, Arthur
Koestler, Milan Kundera, Christa Wolf –no olvidar a cubanos como Norberto
Fuentes, Reinaldo Arenas, y Pedro Juan Gutiérrez- hasta llegar a la actual
revelación de la literatura alemana, Uwe Tellkamp (“Der Turm”/ La Torre). Debo
también decir que cuando terminé de leer “Las Tierras Bajas” experimenté un
sentimiento doble.
Por una parte, tuve la impresión que
desde una perspectiva literaria –y, repito, no es la mía– había sido seducido
por una prosa a la que no estaba acostumbrado; una prosa no sólo poética sino,
sobre todo, poético-prosaica. Una prosa descriptiva, triste, melancólica, casi
depresiva y, sin embargo, intensamente bella; tan parecida a los profundos, grandes,
muy tristes ojos azules de Herta Müller.
Mas, por otra parte, no pude evitar cierta decepción pues lo que buscaba
en esos breves relatos no lo había –o creí no haberlo- encontrado: una posición
radical en contra de la dictadura de Nicolae Ceauşescu. Efectivamente, en ellos
no hay una sola mención en contra del dictador; tampoco la más mínima crítica,
ni social ni política; nada. ¿Por qué entonces había sido censurado ese libro
en Rumania? Esa fue mi espontánea pregunta la que al ser formulada encontró de
inmediato una respuesta: Precisamente por eso. Justamente por eso.
Las dictaduras comunistas, a diferencia de las trogloditas dictaduras
que en América Latina nos son familiares, no soportan no ser mencionadas. En el
peor de los casos, aceptan ser abominadas, estigmatizadas, agredidas,
vilipendiadas. Pero ignoradas, nunca. La razón es obvia: una dictadura
totalitaria, sobre todo cuando pretende convertirse en representación de
ideales meta-históricos, imagina no sólo estar en el centro de la vida. Además,
como sólo ocurre con Dios, desea estar en todas partes. Ignorarlas es, luego,
la peor de las afrentas. De tal modo que aquello que la dictadura rumana
censuraba en H. M. no era lo que ella escribía sino –siguiendo el ejemplo
sentado por Stalin- lo que ella “no escribía”.
Hay que agregar por cierto que no sólo la prosa de H. M. ignoraba en ese
libro al dictador; sus personajes también.
En esa apacible narración -paisajista mas no bucólica- H. M describe la
vida cotidiana de aldeanos y campesinos toscos cuyos bienes habían sido
confiscados y vivían en relación íntima con la existencia cotidiana, esto es,
con una vida que transcurre bajo una dictadura, tan bajo de ella como las
“Tierras Bajas” lo son.
En “Tierras Bajas”, particularmente en la localidad de Nichtidorf -“Mi
Macondo”, dirá una vez H. M.- lugar donde transcurren sus narraciones, no hay,
no digamos un héroe; tampoco un personaje central. Cuando más, una familia: los
padres y abuelos de H. M. Pero sobre todo, hay una voz. Una voz que cuenta
acerca del paso del viento y del tiempo, de planicies y flores, sobre aves en
los crepúsculos, de haceres y deberes, de la gente, de árboles, y animales que
se mueven a lo largo del llano. El personaje central es, por lo tanto, la voz
de H. M. que narra en frases muy cortas la vida como es y no como debe ser, en
fin, las pequeñas alegrías y las pequeñas tristezas de las pequeñas gentes. Y
sin embargo, sin ser mencionada, es imposible no saber que esa dictadura está
ahí, presente en cada detalle, presente hasta donde no está, en cada vida que
va y viene y, sobre todo, presente como nunca cuando nadie la nombra.
Después de “Tierras Bajas”, en el destierro, H. M. no evitará jamás
nombrar a la dictadura, pero tampoco a la vida de la gente simple en medio de
esas “Tierras Bajas” que son también las de la vida interior de la escritora.
Vaya donde ella vaya.
2.
Pocas veces un Premio Nobel de Literatura ha sido tan justamente
concedido como en aquel del año 2009 a la escritora rumano-alemana Herta
Müller. Sobre la calidad de su poesía prosaica y de su prosa poética no hay
discusión. La originalidad de su estilo es indiscutida. Nadie sabe, en verdad,
de donde le viene. A diferencia de otros grandes escritores cuyas filiaciones e
influencias son reconocibles, H. M. escribe como ella misma es, y hasta el
punto donde es posible decir que su literatura es su propia alma transcrita en
prosa. Por lo demás, es un alma inconfundible. Si tú te familiarizas con su
estilo, basta que leas un párrafo sin que sepas antes quien lo escribió para
que reconozcas, o casi sientas, y de inmediato, la voz susurrante de H. M, voz
que nunca se agita, que no insulta ni se inmuta, monótona si se quiere, pero
jamás letárgica, voz que recuerda la lluvia que cae sobre las tejas viejas, sin
parar, o el ruido incesante de los árboles agitándose muy cerca de las
ventanas.
Todos los autores importantes que siguieron a Thomas Mann, incluyendo
dos premios Nobel, Günter Grass y Heinrich Böll, tienen uno, cuando más dos,
libros centrales. Si por ejemplo Grass no hubiese escrito el “Tambor de
Hojalata”, o Böll las “Opiniones de un Payaso”, nunca habrían obtenido el
máximo galardón de la literatura. No deja de ser interesante constatar que cada
cierto tiempo aparece una gran novela alemana, por ejemplo “El Perfume” de
Patrick Süskind, o “El Lector” de Bernhard Schlink. Entonces la crítica del
país donde yo vivo, toca fanfarrias anunciando que ha aparecido el nuevo gran
escritor de la post-guerra. Sin embargo, ninguno de los libros que después
escriben esos autores ha sido –ni siquiera medianamente- relevante. Hay sólo
dos excepciones. Una es Herta Müller. La otra es Christa Wolf. No puede haber
dos mujeres más diferentes entre sí, pero ellas son -opinión muy personal- las
dos “grandes damas” de la literatura alemana de nuestro tiempo. Sobre Christa
Wolf -ese ángel del infierno- escribiré pronto en otro texto.
H. M. es sin duda una de las escritoras más realistas y a la vez más
poéticas de la literatura contemporánea. Ella siempre escribe sobre lo que
sabe, lo que ha visto o escuchado. Nunca se pierde en metáforas inútiles ni en
disquisiciones metafísicas. Su realismo no es “mágico” como el que ha sido
adjudicado a algunos escritores latinoamericanos. Tampoco es épico y mucho
menos, utópico. Si tuviera que encontrar un término diría que el suyo es un
“realismo-realista”, descriptivo, detallista hasta el cansancio y, sin embargo,
radicalmente poético. En cierto modo H. M. es un espejo en donde se reflejan
por medio de palabras, la naturaleza, los humanos y las cosas.
Y sin embargo, es más que un espejo. Toda su obra, sin excepción, está
atravesada por una actitud ética: la resistencia frente al mal. No me refiero a
la resistencia heroica detrás de las barricadas. Se trata simplemente de una
existencial: la vida en contra de la muerte. La vida es el bien, la muerte es
el mal. El principio del mal en acción, la representación maligna de la muerte
en el alma, era para H.M. la dictadura que asolaba Rumania. La resistencia es
la vida que late bajo la dictadura, la que a pesar de todo no puede ser callada
y que de pronto asoma en flores que crecen en los cementerios, en el chiste o
ironía frente al mandato del dictador, en las pequeñas estratagemas que cada
personaje inventa para liberarse de espías que en toda esquina aguardan. En
cierto modo, sin que ninguna de sus novelas pueda ser clasificada como
autobiográfica, H. M. escribe sobre su vida. Esa vida ha sido, por lo demás, su
destino.
Quiso el destino que H. M. naciera en Nichtidorf en 1953, en la región
de Timosoara en Rumania. Fue el suyo, un destino muy alemán. Nichtidorf es una
de esas aldeas formadas a través de desplazamientos geográficos,
expropiaciones, prisiones y deportaciones, las que todavía quedan en Europa
como recuerdo de la segunda guerra mundial, de las locuras nazis y de los
desvaríos estalinistas. Nichtidorf :un pequeño enclave alemán –casi un ghetto-
en Rumania, hizo de H. M. una mujer bilingüe y bipátrida. El rumano era su
lenguaje del día. El alemán su lenguaje literario. Imposible no recordar a
Franz Kafka quien en medio de Praga escribió siempre en alemán.
El padre de Herta fue un soldado alemán que sirvió en las Waffen SS. Su
madre fue deportada en 1945 a la Unión Soviética donde pasó cinco años
realizando trabajos forzados en un campo de concentración ucraniano. Sus
padres, después de esas traumáticas experiencias no se comunicaban mucho entre
sí. Dedicados a las labores del día, sobrevivían a través de monosílabos. Como
tantos alemanes, tenían mucho más que callar que hablar; mucho más que olvidar
que recordar. En cierto modo H. M. fue una hija del silencio y del olvido. ¿Fue
esa una razón por la cual H. M. ha sido siempre incapaz de callar y de olvidar?
Cada libro suyo es una rebelión en contra del silencio; una protesta frente al
olvido. H.M. demuestra así, una vez más, que no siempre somos como nuestros
padres; en muchos casos, somos todo lo contrario a lo que ellos fueron, y eso
también es una deuda que con ellos tenemos.
3.
Después de haber conocido la mayor parte de los escritos de H.M. me he
preguntado como pudo ser posible que tanto talento hubiera podido emerger en
medio de condiciones tan adversas. Hojeando entrevistas y releyendo páginas de
sus libros, creo que hay dos claves que explican ese milagro. Una de ellas fue
la amistad.
H. M. conoció la amistad en la Universidad cuando cursaba estudios de
germanística donde estableció contacto con otros estudiantes de origen alemán,
fundando un grupo crítico-literario. Como ella misma cuenta en su libro “Der
König verneigt sich und tötet” no sólo los unía un idioma, o el amor por la
literatura sino, sobre todo, el miedo compartido (2003:52)
No hay, en efecto, amistad más grande
que la de quienes se unen en contra de un peligro común. Ese miedo de saber que
en cualquier momento uno de sus amigos desaparecerá de la faz de la tierra, esa
necesidad de hablar después de una sesión de interrogatorio o tortura, esa
comunidad de destino, hizo posible que H. M. conociera la amistad en sus formas
más intensas. No obstante, dicha amistad no fue fortuita. Su posibilidad fue
antes que nada idiomática pues amistad es antes que nada, comunicación
idiomática. Eso significa que el uso del idioma alemán le permitió por momentos
desvincularse del idioma oficial de la dictadura. El rumano era,
lamentablemente, el idioma de la mentira. El idioma alemán, que durante Hitler
fue el de la mentira, en las condiciones determinadas por la dictadura rumana
pasó a convertirse en el de la verdad. Más aún, en el de la libertad. O como
escribió H. M.: “Todas las dictaduras, sean de derecha o de izquierda ponen al
idioma bajo su servicio” (...) “Chinos, iraníes, cubanos, norcoreanos no se
sienten en su propia casa cuando hablan. Desconfían de sus propias palabras”
(2003:31) (Por eso) “Yo amo el lenguaje materno no porque sea el mejor sino porque
es en el que más confío” (2003:27)
La segunda clave es consecuencia y al mismo tiempo causa del milagro
mencionado: escribir.
Escribir significa restituir el orden de las cosas, esto es, ajustar
significantes con significados buscando un sentido que los trascienda.
Actividad tanto o más necesaria si se toma en cuenta que más allá de la escritura,
hay un orden estatal que hace todo lo posible por desajustar y si es preciso
romper la relación de las palabras con las cosas. Escribir -en una democracia
una actividad libremente elegida, recreativa, e incluso artística- es bajo una
dictadura una actividad terapeútica. Muchos escritores que han padecido bajo
tiranías han confesado que si no hubieran escrito se habrían vuelto locos, o
suicidado. Así sucedió, por lo demás, con algunos amigos de H. M.
“Escribo, luego pienso”. Esa fue, dicho en términos cartesianos, una de
las primeras decisiones de H. M. “Escribo o no soy”. H.M. decidió ser. Y esa
decisión sólo podía existir como oposición a esa “banalidad del mal” que
rodeaba su pequeño mundo universal. Escribir era para H.M. escribir en contra
de su muerte. “Yo intento vivir para no escribir y porque yo intento vivir,
debo escribir” – afirmaba en forma de paradoja H. M. en su libro “Der Teufel
sitzt in Spiegel” (1991:98)
Me he referido a la “banalidad del mal” y, como suele ocurrirme, estoy
apelando a Hannah Arendt. Precisamente mi más reciente artículo publicado bajo
el título
La Maldad Totalitaria intenta explicar el sentido de la idea
arendtiana del mal en su representación más banal. Ahora, si aquí vuelvo sobre
ese tema es porque, según mi opinión, H. M. representa el correlato literario
de la filosofía arendtiana acerca del mal. O dicho así: quien quiera entender
la banalidad del mal, o lo que es muy parecido: la relación entre la
radicalidad del mal y su banalidad, haría bien en leer las novelas de H. M.
¿Por qué digo esto? Por una razón elemental: porque hay momentos en que el
bagaje filosófico no siendo suficiente para dar cuenta de determinadas
realidades, debe acudir a ejemplos de la vida cotidiana a fin de que alcancen
un grado suficiente de inteligibilidad y transparencia. Y esos ejemplos son más
posibles de ser encontrados en la literatura que en otros lugares del
conocimiento. El mal banal no siempre
se presenta de improviso, lo sabemos por H.M. Esa es, a la vez, la diferencia
entre la maldad totalitaria y la maldad dictatorial no totalitaria. Los
latinoamericanos sabemos mucho sobre el segundo tipo de maldad, pero menos
acerca del primero. Las dictaduras clásicas latinoamericanas –dejo a un lado la
cubana que sí es totalitaria- no han sido totalitarias y en cierto modo se
diferencian de las totalitarias porque la maldad que ellas representan recorre
el mismo camino que las totalitarias pero en dirección opuesta.
Quien ha vivido un golpe de Estado sabe como se presenta la maldad
dictatorial simple: con asaltos armados al poder, con juicios sumarios, campos
de concentración provisoriamente adaptados (estadios, por ejemplo), con
torturas innombrables, y asesinatos en masa. No suele ocurrir eso con una
dictadura totalitaria.
El totalitarismo implica, en primera línea, la apropiación de la
sociedad por parte del Estado lo que, a diferencias del vulgar y brutal golpe
de Estado, no es tanto un hecho sino un proceso; más todavía: un proceso lento,
progresivo, muchas veces imperceptible.
La absorción de lo social por lo estatal -marca de fábrica del
totalitarismo- suele ser el resultado de años de consecutivos asedios. Un día,
por ejemplo, es cerrada una emisora o un canal televisivo. Otro día un
periódico no aparece. Una vez, la enseñanza religiosa es suprimida en las escuelas.
Meses después será cerrada una facultad universitaria. Las tierras comienzan a
ser confiscadas. Primero los grandes latifundios. Después la mediana propiedad,
y algo más tarde, la pequeña. Un día te ofrecen un puesto en algún ministerio,
y no te exigen nada, apenas un pequeño gesto: que asistas a un par de
concentraciones a escuchar al líder supremo. Por cierto, tienes que ponerte el
uniforme de la revolución, pero eso no significa mucho. Luego te pedirán que
informes sobre algunos saboteadores. Si alegas que son tus amigos, podrás
perder el puesto y tú tienes una familia que alimentar. Además, te prometen un
ascenso, y un mejor sueldo. Tres años después ya eres miembro de un comando de
vigilancia; viajas en automóviles negros y blindados y tienes acceso a las
periferias del poder. Si de pronto te asalta un remordimiento, lo reprimes, con
lo que te obligas a no pensar en lo que tú haces, es decir: en lo que tú eres.
Cuando ya ha llegado ese momento, tu alma ha sido plenamente confiscada. Eres,
al fin, uno más de “ellos”. Tu mismo, ya no existes.
¿Qué quiero decir con esos ejemplos? Algo muy simple: la maldad
totalitaria se presenta de modo casi imperceptible y progresivo, cotidiano y
normal, es decir, como algo tan banal que puede llegar el momento en que uno
será radicalmente banalizado sin darse cuenta, e incluso sin desearlo. Ahora,
como es fácil suponer, los momentos banales que llevan minuto a minuto a la
destrucción de la propia personalidad pueden ser descritos mucho mejor a través
de la narración literaria que por medio del razonamiento filosófico. O dicho
así: lo que filosofía no da, literatura lo presta. De ahí la relación que estoy
haciendo entre Hannah Arendt y Herta Müller. Me atrevería a decir incluso que
Herta Müller es en la literatura lo que Hannah Arendt en la filosofía. Ambas
mujeres nos enseñan, aunque de un modo totalmente diferente, como la maldad de
la dictadura puede transformarse en la dictadura de la maldad.
Si: la dictadura de la maldad: eso
–definitivamente eso- es el totalitarismo.
4.
Quizás no hay un ejemplo más nítido de esa maldad progresiva que vivió
H. M. durante treinta años, que la historia del zorro embalsamado que adornaba
su cuarto de estudiante (“Der Fuchs war damals schon der Jäger”).
Un día al llegar a su habitación, una joven llamada Christina (o Herta,
da lo mismo) notó que al zorro le faltaba una pata. Días después observó que le
había sido extraído el pene. Otro día, le arrancaron la cabeza. A primera
vista, un acto de psico-terror. Pero había algo más. A través de la mutilación
de la piel del zorro, Securitate (la policía secreta del régimen) enviaba a la
joven un mensaje subliminal. Primero: tu no tienes derecho a la intimidad.
Segundo: somos divinos: estamos en todas partes donde tú estás. Tercero: avanzamos
lentamente, primero una pata, después el pene, al final la cabeza. Cuarto:
somos más listos que el zorro. Quinto: el zorro es sólo una metáfora de ti
misma.
Así es el totalitarismo. Va avanzando lentamente hasta que llega a tu
cabeza. Los agentes de Securitate eran, en ese sentido, verdaderos poetas de la
maldad. O como escribió H.M.:“Porque el perseguidor no sólo está corporalmente
presente; desde las más íntimas cosas que lo personifican, se siente su
amenaza” (2003:139)
Que el totalitarismo es progresivo y cotidiano lo muestra la propia
evolución política de Nicolae Ceauşescu. Como la casi totalidad de los
dictadores comunistas, llegó al poder (1965) como un simple gobernante
autoritario y precedido por la misma áurea de los demás tiranos del Este
europeo: la de haber sido alguna vez antifascista. Poseedor de cierto carisma
populista –eso lo diferenciaba de los grises dirigentes del Partido- fue
aplaudido por las masas sobre las cuales producía una innegable seducción.
Dirigente máximo del Partido Comunista y gobernante a la vez, ejercía su poder
a través de las fuerzas armadas y de la policía secreta. Su ideología era la
fusión de un marxismo-leninismo muy precario con un extremo e irracional
nacionalismo. En sus discursos mezclaba alusiones a los clásicos del marxismo
con citas a los padres de la patria de los cuales él creía ser su continuador
histórico.
Pero la ideología jugaba para Ceauşescu un rol secundario. Su objetivo
central, el que nunca perdió de vista, era la simple acumulación de poder. Como
la mayoría de los dictadores, imaginaba que había sido ungido por la historia
para salvar a Rumania de sus enemigos universales. Megalómano y narcisista
hasta el extremo, acostumbraba a decir que „hombres como él nacen cada 500
años“. Su falta de cultura era compensada por una astucia sin límites, hecho
que desconcertaba a sus colaboradores quienes se veían cada cierto tiempo
obligados a cambiar de orientación según los virajes que decidía el dictador
sin consultar a nadie. Así, un día se presentaba como un hombre de hierro. Al
otro día, abierto al dialogo y a la conciliación. Un día hablaba a favor de la
propiedad privada. Al día siguiente enviaba a sus esbirros a expropiar
cualquier cosa que apareciera en su camino. En materia de política internacional
era aún más imprevisible. Como Tito en Yugoeslavia, o como el Fidel Castro de
los primeros tiempos, se permitía, de vez en cuando, desobedecer a la URSS. Su
crítica a la invasión soviética a Checoeslovaquia (1968) le valió elogios de
gobernantes occidentales quienes lo consideraban algo excéntrico pero
simpático. Más de una vez buscó unirse con China en contra de la URSS. Incluso,
después de una larga entrevista con el comunista español Santiago Carrillo,
intentó sumarse al eurocomunismo. Eso no le impedía mantener intensos contactos
con el terrorismo árabe. En fin, para todos quienes no captaban que su objetivo
principal era el poder, Ceauşescu era un gobernante imprevisible. Pero de
acuerdo a la lógica del poder, no lo era.
Como la mayoría de los gobernantes totalitarios, Ceauşescu decía
representar una utopía, vale decir, intentaba hacer creer que el reino de su
mundo no se encontraba en el presente sino en el futuro. Para que su utopía -la
llegada del comunismo en gloria y majestad- fuera realidad, era necesario
realizar una revolución la que tendría lugar a lo largo de toda la vida del
dictador.
No hay, en verdad, ningún dictador totalitario que no haya hablado en
nombre de una utopía. La funciones para-dictatoriales que cumplen las utopías
son por lo demás evidentes. De acuerdo al ideal utópico, el presente, la vida
real, los seres humanos, todo lo que existe, dejan de ser fines en sí y se
convierten en instrumentos al servicio del futuro. De este modo la realidad es
vaciada de su presente, lo que es muy grave pues la realidad siempre es
presente.
Incluso la delación, la tortura, la vejación, pierden su carácter
delincuencial y son usados como medios destinados a facilitar el cumplimiento
de la utopía. Así, de acuerdo a ese simulacro de religión que es el
totalitarismo, la vida es concebida como un medio para alcanzar la felicidad
absoluta, esa tierra prometida hacia donde los guía el nuevo Moisés de la
Historia, en este caso, Nicolae Ceauşescu. ¿Es ésa una razón por la cual la
literatura de H. M. no tiene ningún sentido utópico, ningún ideal futuro,
ninguna pretensión trascendente, más aún, ninguna esperanza? Evidentemente; así
es. Ella misma lo dijo: “La dictadura asesinó a mucha gente en nombre del
socialismo” (1995:50) “Los que opinan que ese no era el socialismo, para mí era
el socialismo. Yo no lo llamé así. La misma dictadura se nombraba socialista”
(Ibid:52) “Se dice que hace falta una utopía. ¿A quién? ¿Para qué?” (Ibid)
“Para estar en contra de la dictadura yo nunca necesité de ninguna creencia”
(Ibid:53). Esta última frase, creo yo, es decisiva.
“Para estar en contra de una dictadura yo nunca necesité de ninguna
creencia”.
Efectivamente: para estar en contra de crímenes no es necesario
trasladarse al futuro ni al cielo. Para estar en contra de un dictador, sea
quien sea, no es necesaria una utopía, ni una ideología, ni siquiera una
religión. Basta simplemente saber decir NO. Un claro, limpio, decidido NO. Ese
NO, no necesita de ninguna justificación. Todo lo contrario, si comenzamos a
buscar una justificación para decir NO, ese NO será cada vez más débil y pronto
se convertirá en un “sí”. Ese NO que como un hilo recorre toda la obra de H.M,
fue la razón por la cual la dictadura intentó aniquilarla, sin jamás lograrlo.
Ese NO, no puede ser utópico. Fue ese mismo NO el que impidió a H. M.
convertirse en delatora, como exigieron miembros de Securitate, cuando ella
trabajaba en una fábrica de maquinarias. O que después, como maestra de escuela
se negara a adoctrinar a sus alumnos de acuerdo a la propaganda del régimen.
Ese NO, o lo que es igual, su negación a negarse a sí misma, no le dejó al fin
otra vía que el exilio. Era, además, la única alternativa que tenía para seguir
escribiendo. Y para ella, escribir significaba, si no vivir, por lo menos no
morir.
5.
Como es posible observar, la que representaba Ceauşescu era una suerte
de teología negativa, es decir, terrenal y demoníaca. Según esa representación,
Ceauşescu ocupaba el lugar de Dios sobre la tierra para lo cual su presencia debía
ser no sólo omnímoda; además, omnipresente. Su foto debía aparecer en la
portada del periódico. Su voz en todos los transistores. Su rostro, en todos
los televisores. Su retrato, en todas las calles. Incluso, agrega H. M., estaba
presente en las reuniones disidentes, aunque nadie lo nombrara. Ceauşescu vivía
incluso en el húmedo miedo que recorría las espaldas de aquellos que emprendían
la fuga. Y si alguna vez alguien lo olvidaba, ahí estaban esos vigilantes
rondando esquinas, o esos disparos que de pronto rasgaban la noche, impidiendo
el olvido de ese nombre; aún en sueños.
En verdad, ninguna religión es seguida con más devoción que las
religiones del mal. Las religiones del bien no persiguen a nadie, y porque son
del bien no exigen demasiados tributos. Las del mal, en cambio, no dejan vivir
en paz. Exigen fidelidad absoluta, entrega total y obedecer al tirano como si
fuera un padre. No es broma. “Nuestro Padre”, llamaban sus seguidores a
Ceauşescu, del mismo modo que su cruel esposa era llamada “la madre de todos
los rumanos”. Y lo peor de todo, escribió una vez H. M., es que eso era cierto.
El dictador era el padre de los vivos, pero sobre todo, “el padre de todos los
muertos” (1987:76). ¿Fue por eso que una vez H. M dijo: “yo soy una hija de la
dictadura”? (1995:21)
Hay una historia que H. M ha narrado en diversas ocasiones y que refleja
como ninguna las dimensiones que alcanza la maldad cuando es totalitaria. Esa
historia cuenta de una compañera de residencia de H. M. sometida a un
permanente acoso sexual de parte de un profesor de educación física quien a la
vez era dirigente del partido de la localidad. Gracias a esa tortuosa relación,
la niña logró obtener un carnet de miembro del Partido. Está de más decir que
ese carnet tenía en los países socialistas un valor superior a un pasaporte.
Gracias al carnet, cientos de puertas podían ser abiertas. Además significaba
acceder un peldaño en una escala social que terminaba con la entrada a la
Nomenklatura, la clase dominante, cuyos miembros vivían lejos del resto de los
mortales; en “las tranquilas calles del poder”, según la expresión de H.
M.(1992) Sin embargo, el profesor continuó acosando a la niña, y lo hizo hasta
el punto que ella, de personalidad no muy estable, amaneció un día muerta.
Había puesto fin, mediante acto de suicidio, a su pobre vida. Pero la historia
de esa maldad no termina ahí.
Resulta que en la Rumania de Ceauşescu el suicidio era calificado como
signo de “debilidad contrarrevolucionaria” y por lo tanto indigno de un
luchador comunista. De este modo, la dirección de la escuela ordenó situar el
féretro en medio del salón donde la directora pronunció un combativo discurso,
estigmatizando al “contrarrevolucionario” cadáver de la adolescente y diciendo:
“Ella nos ha desilusionado. No merece ser estudiante de nuestro país y miembro
de nuestro Partido” (2007:32). Acto seguido rompió en público el carnet de
militante de la niña muerta, y finalmente todas las estudiantes, pañuelos rojos
al cuello y con mano empuñada, cantaron la Internacional alrededor del ataúd,
mirando fijamente el retrato de Ceauşescu. En fin: una misa, si no negra, roja;
muy roja.
El hecho de que todos sabían de la relación entre la niña y el profesor,
no tenía en ese caso la menor importancia. En la Rumania totalitaria la verdad
estaba prohibida y mentir era uno de los mandamientos del nuevo decálogo.
“Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada” diría Fidel
Castro, interpretando exactamente una de las máximas centrales de todo régimen
totalitario. La nada, por cierto, es la muerte.
6.
En la Rumania de Ceauşescu la mentira era una de las condiciones para
continuar existiendo. Tenía así lugar una simbiosis entre existencia y mentira.
La mentira era la verdad oficial, y para que esa mentira-verdad se impusiera,
era necesario realizar ciertas operaciones. La primera consistía en una
alteración radical del lenguaje, es decir, recomponer las relaciones entre
significantes y significados de acuerdo al discurso del poder. La segunda, la
creación de organismos de vigilancia de ese discurso. La tercera, la
utilización del terror como medio de vinculación entre el pueblo y el Estado.
De más está decir que en la realidad de la dictadura ninguna de esas
operaciones era realizada independientemente una de otra. Entre la
rearticulación lingüística, la policía secreta y el Estado, había una relación
“dialéctica”.
Orwell, como es sabido, escribió en su clásico “1984” acerca de la
transmutación que experimenta el lenguaje bajo un régimen totalitario. H. M.
fue algo más allá de Orwell. Su aporte consiste en haber mostrado las formas
que asume esa transmutación y las consecuencias que de ahí se derivan.
En Rumania la dictadura era llamada “democracia popular”; los opositores
eran “criminales”; los que disentían del gobierno eran “traidores y renegados”;
los asesinados eran “los desaparecidos”; los nacionalistas eran “los
apátridas”; los escritores críticos “agentes del imperio”, la aberrante
justicia del dictador era ejercida por “tribunales del pueblo”; los
torturadores eran la “Policía Popular”; los encargados del soplonaje en los
barrios eran los “Concejos Populares”; y en las fábricas eran los “Comités
Revolucionarios”; y así sucesivamente. Bajo esas condiciones, y eso es lo que
subraya H. M., el propio idioma se convierte en algo en que no se puede
confiar. Cualquiera palabra dicha fuera
de tiempo y lugar podía ser peligrosa en las “democracias populares”. Además,
nunca nadie sabía con quien hablaba. La mejor amiga de H. M., por ejemplo, fue
contratada por Securitate para que la espiara, confesión que hizo esa amiga a
H. M. poco antes de morir de cáncer (2004:30).
En esas condiciones de radical incomunicación sólo hay dos alternativas:
o el mutismo o la banalidad. Como los rumanos –latinos al fin- difícilmente
caen en el mutismo, se convirtieron bajo Ceauşescu en maestros en hablar frases
sin sentido, de modo que los temas más profundos eran el clima y el fútbol.
Ceauşescu mismo era “el innombrable”. La gente podía hablar, por supuesto; pero
no podía decir nada. La indecibilidad, esto es, el arte de hablar sin decir, se
extendió a lo largo y ancho del país.
Ahora bien, en medio de la más radical indecibilidad es imposible
establecer relaciones de amistad y mucho menos de amor pues tanto amistad como
amor son prácticas gramáticas y dialógicas. Eso quiere decir que sin confianza
en el idioma con-versado no puede haber amistad ni amor posible. Sin
exageración podría afirmarse que los rumanos, incluyendo a los miembros de la
clase dominante, eran presos incomunicados. Cada ser humano era una isla “para
sí”, escribió Herta Müller (2003:160). Y Rumania un archipiélago formado por
individuos desvinculados unos de otros, aún cuando vivieran juntos.
No deja de haber una gran ironía en el hecho de que hayan sido los
sistemas socialistas -precisamente los que se preciaban de combatir el
“individualismo”- los que más han fomentado el individualismo. Incluso, la
masificación de las relaciones humanas que ha sido llevada a cabo bajo esos
regímenes no es contradictoria con la proliferación del más radical
individualismo. Por el contrario, es una de sus condiciones; y sobre eso ha
escrito mucho Hannah Arendt. Sumidos al interior de masas que aplauden como
focas amaestradas a los dueños del poder, los humanos se convierten en seres
anónimos, no-personas, entes incapaces de relacionarse entre sí.
La líbido, que aparece cuando es traducida en palabras que intercambian
dos seres que confían en “el otro” tanto o aún más que en sí mismo, era
destinada durante el “socialismo real” –como amor u odio- a satisfacer la
erótica del poder. La explotación libidinosa ha sido bajo el socialismo tan
intensa como la explotación económica; y eso es mucho decir. Imposibilitados
los humanos de relacionarse a través de un lenguaje cuyos significantes han
sido secuestrados; ya sin la menor confianza en las palabras, no desaparece del
todo la vida íntima, pero sí, es reducida a su mínima expresión: a lo que
resta, a lo que no necesita demasiada gramática para llevarse a cabo: a la pura
y simple sexualidad.“No conozco otro lugar” –escribió H.M.- “donde la gente
hubiera estado tan hambrienta de sexo como en Rumania. Atravesando las
jerarquías eran consumadas en todas partes relaciones extramatrimoniales; ya
sea en las fábricas, en las escuelas, en todos los lugares donde yo trabajé”
(1991:172). Y al leer esos párrafos escritos por H. M. no puedo sino recordar
la “Trilogía Sucia de La Habana” de Pedro Juan Guerrero a cuyo lado los libros
de Henry Miller o Erica Jong parecen haber sido escritos para un internado de
señoritas.
El sexo, también en La Habana comunista, ha llegado a ser, según
Guerrero, el último refugio de los pobres, sean pobres de bienes o de espíritu.
Pero al igual que en Rumania no es un sexo erótico sino mecánico. Un sexo sin
palabras, un sexo afónico, un sexo convertido en una religión sometida a todos
los rituales, pero sin ninguna fe. O dicho así: del mismo modo como la religión
puede convertirse en simulacro de las creencias, la fornicación, bajo un orden
totalitario, se convierte en simulacro del amor. O en un templo vacío, un
templo sin con-templa-ción ni templanza, un lugar donde simplemente se
“templa”. Debo agregar que los cubanos, sin darse cuenta del enorme significado
del verbo, llaman “templar” al acto sexual.
La hipersexualización de las relaciones personales es narrada por H. M.
sin ningún asomo de puritanismo; por el contrario -al igual, pero de modo muy
distinto a Guerrero- con cierta comprensión. La fornicación masiva, según H.
M., “hacía soportable la monotonía del trabajo en cadena, el aburrimiento en
los escritorios”, en fin, la ausencia de amistad y amor (Ibid). Sin embargo,
agregaba: “Yo no he conocido ningún otro país donde lo íntimo estuviese
contaminado con tantas mentiras y engaños, tan mezclado con la destrucción de
la propia sustancia (humana). Nunca he visto ningún país con tanta violencia al
interior de las familias, con tantas separaciones, con tantos niños abandonados
en el camino” (Ibid)
7.
La imposición de la mentira por sobre la verdad no puede llevarse a cabo
sin previa existencia de los aparatos de seguridad. Por esa razón, Securitate,
la siniestra policía secreta, estaba en todas partes a fin de asegurar que
nadie fuese a decir, en algún momento, una verdad. Tenía así lugar, apunta
H.M., una verdadera guerra de guerrillas entre los representantes de la mentira
y los de la verdad (2003:108).
La misma H. M. cuenta detalladamente como transcurrían los
interrogatorios. También cuenta como los interrogados con experiencia, como
ella, habían logrado desarrollar una verdadera estrategia de lucha,
respondiendo con mentiras a los defensores de la mentira. De este modo tenía
lugar una más que paradójica situación en donde los defensores de la mentira
intentaban averiguar la verdad y los defensores de la verdad protegían la
verdad con mentiras. En cada interrogado, escribe H. M., se producía una
“inevitable disociación entre la boca y la mente” (1995:100). Naturalmente, eso
ocurría así sólo durante las primeras fases de los interrogatorios. La segunda
fase era la de los insultos y amenazas, es decir, la del amedrentamiento.
“Perra”, “Mierda”, “Basura” “Parásito” “Puta”, “Vendida”, eran las
amables palabras que tenía que soportar H. M. todos los meses durante los
interminables interrogatorios a los cuales era sometida (2003:53). En repetidas
ocasiones le pedían el pasaporte, lo miraban y después lo arrojaban al suelo
para que ella se inclinara a recogerlo, pensando quizás que un cuerpo humillado
es más propenso a decir la verdad exigida. A veces los interrogadores daban con
la verdad, pero como ellos vivían en un mundo de mentira, tampoco la creían.
Ellos no querían conocer verdades simples sino espectaculares. Como sabían que
su razón de ser dependía de un enemigo poderoso, necesitaban un enemigo
poderoso (2007:58).
De este modo, anota H. M., mientras más aumentaban los agentes de
seguridad, más necesario era el aumento de los enemigos, y cuando no
encontraban suficientes, los inventaban. Una vez, por ejemplo, los agentes
amenazaron a H. M con divulgar la noticia, falsa por supuesto, de que ella
mantenía relaciones sexuales con seis estudiantes árabes, agregando “y si
nosotros queremos, podemos lograr el testimonio de veinte estudiantes
árabes”(2004:201). Y efectivamente, cuando después de la caída del dictador
H.M. logró tener acceso a las actas de Securitate, encontró que los agentes
habían convertido la difamación en “verdad”, agregando que H. M. dedicaba la
mayor parte de su tiempo a la prostitución.
La tercera fase, la de la tortura, y la cuarta, la del aniquilamiento
físico, no alcanzó a conocerlas H.M. en carne propia. Pero sí ocurrió con
algunos de sus conocidos. Los contactos que tenía H.M. en Occidente, más su
condición semi-alemana, la salvaron de la muerte. Ella, en gran medida es una
sobreviviente y por eso nunca podrá dejar de recordar los años vividos bajo la
dictadura. Aún después de haber recibido el Nobel continúa denunciando a los
agentes, los mismos que hoy, camuflados, aparecen como magnates, dueños de
fábricas y de hoteles, traficantes de armas, e incluso, como miembros del
gobierno rumano (2004:9). En otras palabras: H.M. sigue luchando en contra de
la mentira.
Después de haber leído los libros de H. M. estoy convencido que la
principal característica de los regímenes totalitarios reside en la hegemonía
de la mentira. Dicha hegemonía alcanza ribetes que si uno llegara a olvidar por
un momento tantos crímenes, serían cómicos. Cuenta por ejemplo H. M. que en las
granjas estatales había dos tipos de vacas: las flacas mal alimentadas, que
eran la mayoría, y un reducidísimo número de vacas gordas y lechosas. De este
modo, cada vez que el dictador visitaba una granja, las vacas flacas eran
escondidas y las gordas eran sacadas a pastar (1995:111). O sea, para que el
régimen mantuviese su coherencia era necesario que el dictador creyera en sus
propias mentiras.
Mentir significa des-realizar. ¿Ahora, cuánta mentira puede soportar la
realidad? Quizás ese día en que fue derribado Nicolae Ceauşescu (22 de
Diciembre de 1989) obtuve la respuesta. Hay un momento en que la mentira, por
ser mentira, no puede ser más sostenida, o lo que es igual: la realidad no
soporta más el peso de su propia negación.
Esa imagen televisiva -todavía hoy no me canso de verla- que muestra la
demostración de masas convocada por la dictadura, masas que en un momento se
vuelven, de improviso, en contra del dictador quien asomado en el balcón ya no
entendía nada, es la prueba de que la mentira también tiene límites. Dicha
escena fue para mí la revelación de un fenómeno casi físico, o si se quiere,
físico-histórico ¿Qué había sucedido? Creo que el peso de la mentira había
alcanzado en la Rumania de Ceauşescu su punto máximo de presión. La verdad,
condensada bajo la dictadura, irrumpía hacia la superficie, y ante los ojos de
la terrible pareja dictatorial se convirtió, en fracciones de segundo, en una
revolución democrática. Casi un milagro. Digo casi, porque no lo fue. O si se
prefiere: si fue un milagro, sólo fue posible porque bajo esa dictadura había
vivido gente como H. M. De eso estoy seguro.
8.
Después de la caída de la dictadura, H.M. no puede, tampoco quiere
olvidar. Como ella misma ha confesado, sigue pensando en “el otro
país”(1989:130) Creo que en ese punto puedo entenderla perfectamente. Su visión
de las cosas se ha vuelto comparativa. Eso también lo entiendo. Cada objeto o
suceso que llama su atención es comparado con los del “otro país”.
En cierto modo, muchos vivimos “en dos países”. Vivimos además en dos
tiempos. El tiempo externo, que es lineal, y el interno, que no lo es. En el
tiempo interno -lo prueban nuestros sueños- el pasado será siempre presente y
el futuro no existe. ¿Qué es lo que une a H. M. con el “otro país”, con ese
país que ya no es la Rumania de hoy? Creo conocer la respuesta. Ese, el “otro
país”, es el país del miedo.
Pienso que podemos olvidar lo que una vez
hemos amado u odiado, pero lo que hemos temido permanecerá siempre presente,
aguardando como un tigre hambriento el momento para saltar sobre su presa. El
amor es más fuerte que la muerte, dicen los cristianos. Tal vez. Pero el miedo
puede ser más fuerte que el amor. ¿De donde viene ese miedo? H. M., demasiado inteligente,
sabe que ese miedo está antes que el “otro país”. Es, como ella lo llama,
citando al filósofo rumano Emil Ciorán, “el miedo infundado”, miedo del que
todos somos portadores. El problema es que Securitate también lo sabía.
Era sobre el miedo infundado –ese miedo que está antes del miedo- donde
los agentes de seguridad operaban a fin de someter a los disidentes a sus
designios. Ese miedo infundado busca en cada objeto un lugar donde pueda ser
fundado. Ahora, bajo una dictadura, ese miedo encuentra fácilmente sus
fundamentos, o como diría Lacan, “el objeto de su deseo”, o lo que es igual: la
razón de su ser que precede a su razón. Ahora, ese miedo sin fundamento
coexistía durante la dictadura con el miedo real, aquel que es fácil de
fundamentar. Y gran parte de los miedos reales son miedos a la verdad pues la
no-verdad al no ser verdad no existe.
Hay que admitirlo, tenemos más miedo a la verdad que a la mentira. En
Rumania los disidentes tenían miedo de que la dictadura descubriera su verdad:
la de disentir. A su vez, la dictadura tenía miedo de que los disidentes
descubrieran la verdad del comunismo: el terror organizado. De tal modo que el
miedo cubría a la nación como una bruma, miedo al que nadie escapaba, ni
siquiera Ceauşescu. O sobre todo Ceauşescu. Como H. M. informa, el dictador era un
hombre plagado de miedos los que, como suele ocurrir, tomaban la forma de
fobias a virus, microbios, intoxicaciones, en fin, miedo a la verdad (1995:12).
Además, tenía un miedo pavoroso a la muerte. La idea del magnicidio, como
ocurre con todos los dictadores, no lo dejaba dormir. No nos olvidemos que a
causa de ese mismo miedo Stalin hizo asesinar a todo el Comité Central del
Partido.
Puede que con el miedo suceda lo mismo que con el amor. Así como el
deseo del objeto existe antes que el objeto (otra vez, Lacan) el deseo del
miedo también precede a su objeto. Mas, si lo encuentra, ese miedo se inscrusta
en nosotros y de ahí no sale mientras vivamos. En el mejor de los casos,
podemos aprender a vivir con ese miedo. Incluso usamos estrategias para
minimizarlo sin desconocerlo.
Los rumanos, por ejemplo, como ocurre siempre en dictaduras, contaban
chistes macabros. Uno, entre otros, dice así: “Los vigilantes sólo disparan al
aire. El problema es que el aire está dentro de los pulmones”. La misma H. M.
recurre en medio de su melancólica prosa a personajes cómicos como aquel
“comunista perfumado” de su libro “Heute wäre ich mich lieber nicht begegnet”
(1997)
Los psicoanalistas recurren a otros medios para convivir con el miedo.
Uno de ellos es “describirlo”. A su modo, los grandes escritores conocen otro:
“escribirlo”. Escribir es enfrentar el miedo mirándolo a la altura de sus ojos.
En ese sentido no deja de ser interesante mencionar que poco después de haber
recibido el premio Nobel 2009 salió a luz, no sé si el mejor de los libros de
H. M., pero sí el más estremecedor: “Atemschaukel”. Su tema es el signo del
siglo XX: un campo de concentración.
Ya hay autores que han descrito la vida y la muerte en campos de
concentración, entre varios, Primo Levi, Aleksandr Solschynitzen, y sobre todo,
Imre Kertész (Premio Nobel 2002) en su sobrecogedor libro “Sin Destino”.
“Atemschaukel” recuerda en cierta medida a este último, lo que no significa
comparar pues la historia de Kertész transcurre en Auschwitz y Buchenwald, y
eso no se puede comparar con nada. Lo que sí tienen de común ambas historias es
que son narradas desde la inocencia de los personajes. Ni el niño Imre de
Kertész, ni el joven Leo de H. M. sabían las razones por las cuales cayeron en
un campo de exterminio, en el primer caso; o de esclavitud forzada, en el
segundo.
Ya sabemos lo que eran los llamados campos de concentración soviéticos.
Ya sabemos también, si sumamos los millones de seres humanos que trabajaban y
morían en el Gulag, que no hay otro término para designar a la economía
soviética durante la época de Stalin, sino como esclavista.
La URSS fue fundada, efectivamente, sobre la base de un modo de
producción esclavista, y quien tenga todavía dudas, debe leer “Atemschaukel”.
Sin embargo, el propósito de H.M. no es sociológico. Como siempre sucede en sus
libros, sólo narra, sin intentar probar ninguna tesis, ninguna teoría, ninguna
visión de mundo. El objetivo de ese libro –si es que lo tiene- no es tampoco
describir las horribles vidas de los esclavos de Stalin; sobre eso hay
suficiente literatura y quien no lo sabe es simplemente porque no quiere
saberlo.
Es cierto que el libro describe condiciones terribles al mostrar la vida
cotidiana en un campo de concentración: Como la maldad se convierte en rutina,
como es la muerte por hambre, como el ser humano es llevado hasta la penúltima
escala antes de su muerte, como la dignidad es pisoteada por los “superiores”,
como se lucha por un mendrugo de pan, por una bolsa de sal, por un poco de
harina. Todo eso y mucho más cuenta H. M. Y sin embargo, hay algo más.
También sabemos por H. M. que aún en las condiciones más terribles que
uno pueda imaginar, surge de pronto, nadie sabe como, una cierta mirada, una
ayuda inesperada de un prisionero al otro, un gesto de solidaridad, una
armónica triste que ritma en la noche, un canto susurrante frente al “ángel de
la muerte” y hasta, muy pálido, casi desapercibido, un sentimiento súbito de
amor. Quiero decir, H. M. sabe que aún en las peores situaciones siempre hay
una esperanza de redención, un algo que les viene a los humanos desde un punto
que está más allá de su propia naturaleza. No sé lo que es; pero es “algo”.
Pienso, en fin, que “Atemschaukel” es un libro que nació de los miedos
de H. M. El campo de concentración era un destino posible que esperaba a los
disidentes rumanos que no eran asesinados. Ese podría haber sido también un
destino previsto por H. M. y naturalmente ella temía caer en ese infierno. Nada
mejor entonces que enfrentar ese destino escribiendo sobre él. Además, ese
había sido el destino de su madre y ésto, pienso, es muy importante.
La madre de H. M. evitaba hablar de los
cinco años que sobrevivió en un campo de concentración ucraniano. H. M. debe
haber sentido, quizás a través de la agridez de la leche materna, la intensidad
de esos recuerdos nunca pronunciados. Y naturalmente ha de haber sentido miedo:
ese miedo pavoroso que produce lo desconocido cuando alguien lo conoce y calla.
Fue así como -gracias a los relatos, entre otros de su muy querido amigo, el
poeta Oskar Piastor, quien había pasado largo tiempo en un campo de
concentración estalinista- H. M. reconstruyó pieza por pieza la historia de su
madre minimizando así sus miedos. Sin embargo, esa historia no termina con el
libro.
Poco tiempo después de la publicación de “Atemschaukel”, fue revelada la
noticia de que el muy querido amigo de H. M., el poeta Oskar Piastor, había
sido un colaborador de Securitate y delatado a otros intelectuales rumanos
conocidos por H.M. Cuando escuché esa noticia en la radio, me dije: “Eso le
rompe el alma a cualquiera”.
No así a H. M. Después de todo no es la primera vez que ella ha sido
traicionada. Cuando supo la noticia, intentó defender a su amigo; mas, cuando
las pruebas demostraron ser irrefutables, tuvo que reconocer la verdad del
caso. La reacción de H. M. fue entonces muy digna. Declaró que a pesar de todo,
Oskar Piastor seguía siendo para ella un gran poeta. Pero, agregó, si ella
hubiera sabido antes, que él había sido un colaborador, no hubiese recurrido
jamás a sus testimonios.
No sé sí H. M. perdonó a Piastor; mas bien creo que no. Sin embargo ¿no
es Oskar Piastor una demostración viviente de lo que ha denunciado H.M. en
todos sus libros: la disociación de la personalidad bajo una dictadura
totalitaria? En cierto modo la experiencia ya había enseñado a H. M. que la
distancia entre un cómplice y una víctima no es tan grande como parece. Fue por
eso que las palabras que pronunció H. M. después de conocido el caso, no
pudieron ser más precisas: “Oskar Piastor existe dos veces. Ahora estoy
aprendiendo a conocer al segundo Piastor. Y eso me entristece mucho”
Fernando Mires, fines de Enero del 2011.
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