*Las incursiones militares y policiales iniciadas en todo el
país para erradicar a las bandas criminales tienen muy poco de rescate de la
institucionalidad y mucho de propaganda electoral
De repente, al gobierno del presidente Nicolás Maduro le
preocuparon las bandas criminales. De la noche a la mañana el tema de la
inseguridad ciudadana, que apenas ocupó un discreto séptimo lugar en sus
prolongadas intervenciones públicas del año 2014, ahora compite en su mapa
mental con la “guerra económica” y el despojo guyanés.
Un primer intento de lo que anunciaban sus palabras fue la
redada en el sector San Vicente del estado Aragua, el 13 de mayo, con un saldo
de tres muertos y 836 “retenidos”. Luego quedarían solamente dieciséis, al
pasar por la criba del Ministerio Público. Participaron desde policías
estatales hasta soldados del Ejército y la Guardia Nacional. Todo un despliegue
pomposo para un saldo que terminó diluido como sal en agua. Tanto que pocos
días después fue necesario reproducir la actividad en el mismo lugar, aunque
sin tanta propaganda del Sibci.
La incursión en la Cota 905, llevada a cabo un mes después,
tuvo más muertos (16), menos “retenidos” (134) y mucha más proyección noticiosa
pues ocurrió en el corazón del municipio Libertador. De allí que algunos
analistas lo llamen el “Cotazo”, en reminiscencia de la sorpresiva jugada de
Maduro contra la cadena de tiendas Daka, que en 2013 le valió un importante
repunte en las encuestas (cinco puntos según Datanálisis).
Durante la redada, 134 detenidos. Solo quedarían 16 |
Y eso es precisamente lo que Maduro busca con la llamada
Operación de Liberación del Pueblo (OLP): recuperar aunque sea un pequeño
porcentaje de aquellos seguidores que le dejó en herencia su “padre político”
Hugo Chávez. Olvidémonos del rescate de la institucionalidad, del abatimiento
de la impunidad y del retorno de la tranquilidad a las calles del país. Lo que
vemos son acciones para mostrar “mano dura” frente al hampa, y ponerse así en
sintonía con las encuestas que colocan a la delincuencia como la segunda
preocupación de los venezolanos afectos a todas las corrientes políticas, sólo
superada por el desabastecimiento unido a la inflación.
Para dar la impresión de “mano dura” no hace falta un plan o
proyecto, no hay que explicar un antes y un después. Sólo mostrar las armas,
los francotiradores con pasamontañas, las tanquetas y helicópteros, patear
algunas puertas y dejar que los policías salden las cuentas pendientes.
Como los problemas económicos del país parecieran insolubles
para el actual régimen, se inició una campaña de acciones relámpago tipo blitzkrieg,
para dar a entender que aquí por lo menos había la intención de hacer algo,
para que así los electores no se la cobren tan cara al Gobierno en las
elecciones parlamentarias de diciembre.
Al respecto se recoge aquí parte de unas reflexiones del
criminólogo Keymer Avila, ex asesor del Consejo Nacional de Policía, a
propósito de lo ocurrido en la Cota 905: “El problema de la inseguridad
ciudadana (,,,) sirve
como receptáculo para esconder dentro de sí otras incertidumbres: la
económica (inflación y escasez), la laboral, la política, la institucional. Es
más fácil ejecutar a unas cuantas personas (delincuentes o no, eso es lo de
menos) que dar respuestas a través de la transformación económica y productiva
del país, o despolarizar y fortalecer la institucionalidad democrática del
Estado”.
Si este Gobierno estuviera comenzando, uno le daría por lo
menos el beneficio de la duda. Pero en las actuales circunstancias a Maduro y
su equipo le resultará muy difícil escurrir el bulto. La explosión de
criminalidad que cruza a toda Venezuela, aparejada al surgimiento de las
llamadas “megabandas”, es simplemente el producto de una cadena de desaciertos
entre los que se cuentan (sin ser exhaustivos) la partidización de los cuerpos
de seguridad y del sistema de justicia; el aislamiento internacional que hace
del país territorio apetecido por las más variadas expresiones de la
delincuencia organizada, propia y foránea; la desastrosa ejecución del “nuevo
modelo policial”; el fortalecimiento político y económico de los colectivos
armados aunado a la militarización del aparato de seguridad y, como guinda para
el pastel, la puesta en marcha del programa de las “zonas de paz”, donde los
grupos criminales han encontrado terreno fértil para operar con impunidad y
diversificar sus áreas de acción.
En otras palabras, el Gobierno ahora pretende erigirse en la
solución de una crisis generada por sus propias contradicciones y desaciertos
acumulados en quince años.
Chávez podía despachar estos problemas echándole la culpa al
ministro de turno. Su popularidad era tan grande que crecía a pesar de sus
propios errores. Y en materia de seguridad ciudadana fueron recurrentes. La gente
terminaba atribuyendo el auge de la criminalidad al matón de la esquina, al
policía corrupto o la “falta de valores”. La responsabilidad se atomizaba.
Incluso los chavistas se culpaban a ellos mismos por haber estado al lado de un
hampón en mal lugar y peor hora. Pero con Maduro esta realidad ha cambiado. Ya
desde mediados del año pasado las encuestas comenzaban a asomar un creciente
descontento que le asigna directamente a él la culpa por el hampa sin freno.
En este contexto se desarrolla la OLP. No obstante, se debe
tomar en cuenta que estas razzias, más propias de los tiempos en que
estaba vigente la Ley de Vagos y Maleantes, impactan de manera negativa a las
comunidades en las que se llevan a cabo. Muchas de ellas fueron consecuentes
seguidoras del oficialismo. Basta con ver las manifestaciones frente a la
Fiscalía de madres indignadas porque a sus hijos los tildaron de
“paramilitares” pues tuvieron la mala suerte de estar en las calles de la Cota
905 cuando llegaron los policías.
El día en que ocurrió la toma de este sector los comercios
de todos los alrededores cerraron, el transporte público no prestó servicio y
nadie (salvo el líder de la megabanda del lugar, alias Coki) podía entrar ni
salir. La gente común se preguntaba por qué tenían que pagar por los delitos de
unos pocos. Igual ha ocurrido en los Altos Mirandinos, y seguramente en otros
lugares donde las quejas han sido acalladas por la censura y la autocensura.
Luego, sobre la marcha, en el Ejecutivo se dieron cuenta de
que había necesidad de improvisar algún plan para que la operación no se
quedara en redada, para que la gente creyera que seguían algún modelo como el
aplicado en las favelas de Río de Janeiro. Una semana después, el alcalde Jorge
Rodríguez anunció que por órdenes presidenciales se instalaría “de manera
definitiva” en la zona. Esto está por verse. Cabría preguntarse si esta orden
presidencial será la misma en aquellos lugares donde los alcaldes o los
gobernadores no estén alineados con el oficialismo.
Una última reflexión, pero no por eso menos importante.
Creemos que estas operaciones están destinadas al fracaso, entre otras razones
pues no parten de la legalidad. ¿Le mostraron a los residentes de la Cota 905 o
de los Valles del Tuy aunque sea una orden de allanamiento debidamente expedida
y razonada por un juez de control? Acciones en flagrancia no eran, pues al
menos en el caso de la barriada caraqueña se sabe que tenían días
planificándola. En este punto uno recuerda lo señalado por el ex juez español
Baltazar Garzón: el Estado no se puede imponer desde la violación de las
normas. Por el contrario, tiene que hacerlo reivindicando el cumplimiento
riguroso de las leyes. Nada de esto vimos en la OLP. Y lo peor de todo es que
una porción de la población directamente afectada por estas incursiones
policiales y militares está dispuesta a avalar con su silencio la matanza. Por
supuesto, siempre y cuando los cadáveres no sean los de su hermano o su hijo.
Lea en resto de la columna de Javier Ignacio Mayorca
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