Mibelis Acevedo Donís 24 de julio de 2015
@Mbelis
Las polémicas declaraciones de Umberto
Eco, reavivadas por el reciente cuestionamiento de Carlos Raúl Hernández,
volvieron para hurgar en vieja, mal curada herida. Contario a la visión
benévola del papa Francisco para quien internet es “regalo de Dios”; y tras
haber admitido que “no se puede frenar el avance de Internet”, el gran
comunicólogo, semiólogo y filósofo italiano arrancó la sensible piel de muchos
cibernautas con el rudo desahogo que desde Turín recogió el diario La Stampa:
“Las redes sociales dan derecho de hablar a legiones de idiotas que hablaban
sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. (…) Ahora
tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los
imbéciles”. Y como si el ardor fuese poco, el autor de “Apocalípticos e
integrados” (obra donde precisamente diserta sobre las dos polémicas posturas
frente al alcance de los medios de comunicación y la cultura de masas) aliña
con tono de curtido apocalíptico: “El drama de Internet es que ha promovido al
tonto del pueblo como el portador de la verdad”.
Los ásperos títulos de “idiota” o
“imbécil”, en su moderna acepción (en especial para quienes nos negamos a
usarlos, y menos con tal apretujamiento) lucen perturbadores. En este sentido,
ora por curiosidad (después de todo, nos habla un lingüista) ora por ampliar la
comunicación, resulta propicio bucear en sus orígenes: “Idiota”, del griego
Idios (que aludía a “uno mismo”) identificaba en Grecia al ciudadano egoísta
que no concedía atención a los asuntos públicos. Por desplazamiento, derivó
luego en “persona sin educación” o “ignorante”, su significación en latín
tardío, del cual abreva el francés “idiote”. La palabra “Imbécil” nos remite a
un umbral algo menos claro, pero muchos coinciden en apuntar que proviene del
latín “Imbecillis” (sin-bastón) aplicado a aquellos que por su juventud no les
urgía tal apoyo: quienes a pesar de su fuerza física carecían aún de sabiduría suficiente,
Auctoritas o fortaleza mental.
Más allá de las discutibles formas y sin
ánimos de exculpar a Eco –a quien, por cierto, su ocasional exceso o su
inusitada postura “arbórea” no restan importancia como referente de la cultura
y la comunicación contemporáneas- no está demás revisar su advertencia. No es
útil ofuscarse sin detenerse un instante en la íntima mea culpa, o darle razón
porque asumimos que tacha de imbéciles (en tanto carentes de sabiduría) o
idiotas (ignorantes) a “otros” usuarios
de redes sociales; se trata más bien de acusar el golpe de auto-revisión y
preguntarnos: ¿habré pecado yo en algún momento de ignorante, egoísta o
irresponsable, habré dañado a otros con mi propia intolerancia, mi arrogancia o
mi desdén por la sabiduría que me podían aportar? Y es que a merced de la
guerra simbólica que vivimos los venezolanos, incluso el más templado puede
resbalar ante el juego de provocaciones que florece arbitrariamente en las
redes; ese que acecha con dientes afilados y precisos para dejar expuesta ante
la aldea global cada exasperación, cada una de nuestras miserias.
Aunque innegables las virtudes de la red
como avío de mejora cualitativa de la democracia, en tanto habilita la
participación amplia en ese -según describe Sartori- “gobierno de opinión” (más
en casos como el nuestro, donde alivia en gran medida el vacío informativo al
que nos somete la hegemonía comunicacional) también es obvio que la misantropía
política encuentra allí robusto caldo de cultivo. “El problema no es sólo reconocer
riesgos evidentes, sino también decidir cómo acostumbrar y educar a los jóvenes
a usarla de manera crítica”, dice también Eco. En ese punto hay poco que
discutir (excepto que esa inducción no debería limitarse a los jóvenes
usuarios, a los carentes del báculo de la experiencia o los de la “imbecilla
aetas” como diría Horacio). En Venezuela las barreras del gueto virtual han
sido rebasadas por la necesidad de abrir espacios alternativos de intercambio
de ideas, de modo que allí nos enfrentamos nada más y nada menos que a una
suerte de Asamblea sin rigores, de gran ágora electrónica a la que concurren
todas las edades y visiones, y que a su vez debe convivir con la frivolidad de
la farándula, la moda o el deporte. En tanto ese acceso caótico sea asumido individualmente
con responsabilidad, criterio y sabiduría, el efecto será más positivo, menos
proclive, por cierto, al penoso Narcisismo de la opinión.
Pero quienes a contrapelo de ese paisaje
insisten en hacer de su espacio personal una trinchera desde la cual acribillar
con su “verdad” a cualquier idea-persona incómoda, quizás olvidan que “la Red
crea la ilusión de estar en contacto con todo el mundo, pero lo cierto es que
puede condenar al hombre a la soledad.” El empeño en esgrimir el insulto, en
salvar el argumento a la hora de abordar la comunicación, más que procurarla,
la condena a muerte antes de nacer. Que el arranque de Eco (quien por cierto,
ya no usa twitter) sirva para prever los alcances de esa fatigosa realidad.
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