Fernando
Mires 22 de febrero de 2016
“Empate
técnico” dijeron los representantes del gobierno en la noche del 21-F.
Probablemente todos los que seguimos con cierta atención los resultados
electorales en diversos países latinoamericanos sonreímos al mismo tiempo.
“Empate
técnico” significa para políticos como el vicepresidente Álvaro García Linera,
“nos están dando una paliza”.Ya computados más del 70% de los votos la opción
del NO a la reelección alcanzaba nada menos que un doce por ciento por sobre la
del SI. Puede que los resultados obtenidos en algunas comunidades rurales
modifiquen en un par de puntos la diferencia. Pero la ventaja del NO es ya
irreversible. Evo Morales perdió, y perdió por paliza. No hay más vuelta que
darle.
El
obtenido por el NO en Bolivia ha sido un gran triunfo ciudadano. Ciudadano
dicho en sus dos sentidos: demográfico y político.
Desde
el punto de vista demográfico, Bolivia volvió a mostrar esa contradicción
histórica que la ha atravesado desde el momento de su fundación. Me refiero a
la contradicción campo-ciudad. Pero esta vez esa contradicción se mostró en su
plenitud más radical. En todas las ciudades capitales con excepción del bastión
evista, El Alto, triunfó el NO por sobre la alternativa reelectoral. En Potosí,
Morales alcanzó apenas el 14% de los votos. Las áreas más rurales, en cambio,
continúan fiel a Evo Morales.
Sin
embargo, Bolivia, y he aquí una paradoja, gracias a la modernización inducida,
entre otros gobiernos por el de Evo Morales, ya no es más el país rural clásico
que era todavía hacia fines del siglo XX. La modernización llegó a Bolivia y
con ello comenzó a nacer una nueva ciudadanía reacia a transformarse en simple
clientela de caudillos atávicos. La diferencia es que esta vez Evo ha
retrocedido no solo en las grandes ciudades, sino también en el campo y, sobre
todo, en ciudades intermedias. Es decir, aún ganando en esos lugares, Evo
perdió mucho voto. Con respecto a las elecciones presidenciales del 2014, nada
menos que un 13%. Una verdadera catástrofe
Más
que demográfico, el triunfo de la ciudadanía boliviana es político. El mensaje
al evismo ha sido esta vez muy claro: La mayoría de la población nacional no
acepta ser gobernada por un líder eterno. En cierta medida, las elecciones del
21-F deben ser vistas como un definitivo rechazo a la forma autocrática de
gobierno. Es también una adhesión masiva a la forma democrática. Señales
luminosas desde un país que durante el siglo XlX y XX solo conocía la forma
dictatorial, con muy leves interrupciones democráticas.
No
menos importante es el hecho de que esta vez el referendo concentró todos los
fuegos en torno a la persona del hasta ahora imbatible líder. Probablemente,
confiando en su carisma, Morales lanzó el referendo. Como en todos los países
gobernados por líderes mesiánicos en Bolivia también rige el lema: “los
ministros y gobernadores se equivocan, pero nuestro líder no”. Mediante una
elección personalizada el gobierno tenía todas las de ganar. Así pensaban,
dicho con seguridad, los jerarcas evistas. Puede decirse en ese sentido que Evo
Morales cayó en la trampa tendida por su propia egolatría y la corte de
aduladores que merodean en su entorno.
Probablemente
durante las próximas semanas, no pocos columnistas nos atiborrarán con
artículos relativos a “el fin del populismo en América Latina”. No obstante, sobre
esas piedras ideológicas hay que caminar con cierto cuidado. Lo que parece
estar terminando no es tanto el populismo como fenómeno de masas sino una forma
muy particular de gobernabilidad populista entre las cuales la de Morales
aparecía, después de la de Chávez, como la más emblemática.
Ese
tipo de gobierno, basado en un extremo centralismo representado por un líder
máximo apoyado en un partido único de estado y en organizaciones populares
estructuradas verticalmente por ese mismo estado, es el fenómeno que ha entrado
en un notorio momento de extinción. Comenzó con la derrota del cristinismo o
“peronismo salvaje”; siguió con la conquista de la Asamblea Nacional por la
oposición venezolana el 6-D y culmina con el referendo del 21-F en Bolivia.
Efecto mariposa, dicen unos. Carambola, dicen otros. Fin de un proceso,
aseguran los entendidos.
Si es
verdad que estamos asistiendo al fin de un proceso, asistimos también al fin de
una ideología: la de la revolución antimperialista del siglo XXl. Seguir
hablando –como hacía Evo - de antimperialismo en momentos en los cuales el
pueblo cubano espera lleno de esperanzas la visita de su líder internacional,
el presidente Obama, es, por decir lo menos, ridículo.
¿El
fin de Evo? Difícil decirlo. Evo todavía goza de fuerte apoyo político y social
en los departamentos de La Paz (56%), Cochabamba (52%) y Oruro (50%).
Suficiente para un gobernante democrático normal. El problema es sí estamos
hablando de un gobernante democrático normal y no de ese ídolo indianista que
intentó construir el maquiavélico vice Alvaro García Linera.
Lo que
está claro es que de aquí hasta 2019, Evo deberá gobernar con plomo en las
alas. Su gobierno se debatirá entre concesiones y enfrentamientos. En fin,
deberá ser un líder distinto al que conocemos. O tal vez no un líder: un simple
gobernante pragmático como deberían ser todos los gobernantes del mundo.
Quién
sabe si Evo y el MAS deberán recorrer los caminos del antiguo MNR y su también
líder eterno Victor Paz Estenssoro, quien surgido en 1952 como implacable
revolucionario terminó su último periodo presidencial (1985-1989) como un
clásico gobernante neoliberal.
La
última palabra la dirá la oposición boliviana, unificada por el momento en una
sola palabra, la del NO, pero a la vez llena de divisiones internas y de
liderazgos rivales. Esa oposición deberá aprender de la MUD venezolana mucho
más de lo que aprendió Morales de Chávez.
¿Y el
ALBA? ¿Qué es eso? ¿Se come o se bebe?
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