Fernando Mires 26 de febrero de 2016
El populismo no es una cosa en sí. El
populismo es antes que nada una relación; o si se prefiere, una forma de articulación
entre una determinada masa representada como pueblo y un determinado líder.
No hay populismo sin líder populista.
El estudio del populismo supone el estudio de la relación masa-líder. En esa
relación intervienen proyecciones que van más allá de los intereses de clases o
grupos sociales, razón por la cual tanto la racionalidad marxista como la
racionalidad económica liberal fracasan cada vez que intentan entender al
populismo como expresión de intereses materiales.
La razón populista no obedece a las
pautas kantianas de la razón pura. Por el contrario, es el producto de una
razón extremadamente impura. Digo impura, porque en la relación masa-líder
intervienen múltiples variantes; entre otras, las emocionales y, por supuesto,
las libidinosas.
No hay populismo sin amor. Por esa
misma razón no hay líder populista que no haya sido amado.
Todo populismo supone una relación de
intenso amor entre dos sujetos: “la masa” que el líder convierte en pueblo y el
líder que el pueblo convierte en símbolo del amor colectivo.
Si pensamos de acuerdo a los cánones
de la lógica freudiana, el populismo implicaría un traslado de energías
libidinosas hacia objetos sustitutivos del amor sexual. De acuerdo al primer
Freud –algo puritano- el populismo sería entonces una perversión: amor
depositado en objetos situados al margen de la relación genital, perversión comparada
al amor necrológico o al amor fetichista.
De acuerdo a un Freud más maduro, en
cambio, el amor del pueblo al líder sería más bien una expresión de la
polimorfía sexual. Por supuesto, la polimorfía según Freud alude a diferentes
objetos corporales extra-genitales en los cuales se invierte la energía
libidinosa (boca, vista, oídos). En el caso del amor populista se trataría en
cambio de una polimorfía no solo extra-genital sino, además, extra-corporal. En
cierto modo el amor a un líder sería un sentimiento comparado con el amor a
Dios. Dicho otra vez en el lenguaje del Freud joven: una sublimación.
Hay en ese sentido una polémica
indirecta entre Freud, el teólogo Joseph Ratzinger (alias Benedicto XVl) y el
post-freudiano Jacques Lacan. Mientras para el primero el origen de la líbido
es sexual, y por lo mismo el amor no sexual es una desviación respecto al
sexual, para Ratzinger, el amor originario es el amor a (y de) Dios y el amor a
un ser humano un derivado del primero. En ese punto las opiniones de Lacan se
encuentran –si borramos la palabra Dios- más cerca de Ratzinger que de Freud.
Si partimos de una clásica premisa
lacaniana -“el deseo precede al objeto del deseo”- será posible deducir que el
amor al líder populista surge como resultado de un deseo indeterminado, sin
objeto, desarticulado. Y si llevamos la lógica lacaniana más allá de Lacan
podríamos incluso deducir que el líder populista cumple la función articulativa
del deseo colectivo. El líder, visto así, se nos ofrecería como eje articulador
de ese deseo. O para decirlo de otro modo: el líder convierte al deseo
colectivo en un pueblo, un pueblo que solo puede representarse en el espejo del
líder a la vez que el líder se contempla en el espejo del pueblo. El populismo,
no necesitamos pruebas para demostrarlo, es un espejo de dos caras donde cada
uno cree ver el rostro del otro contemplándose a sí mismo. El amor populista
es, como todo amor, radicalmente narcisista.
En un punto sin embargo Freud,
Ratzinger y Lacan están de acuerdo. En el amor interviene el deseo de la
eternidad (o de no morir, es lo mismo). Nadie, efectivamente, cuando ama,
decide amar por una semana o un par de años. El amor, lo testimonian boleros y
poemas, es el deseo de “amar para siempre”. El problema es que ese “para siempre”
no tiene nada que ver con nuestra condición humana, tan radicalmente mortal. Es
por eso que el amor al líder populista –para retornar al tema inicial- está
condenado al fracaso.
Justamente para evitar esa sensación
de fracaso frente a la mortalidad, el líder debe hacer lo imposible para dar
muestras de inmortalidad, o sea, debe mostrarnos que él está más cerca de Dios
(o de la eternidad) que de los hombres. Eso explica por qué la mayoría de los
líderes políticos son locos de remate. No ocurre lo mismo con los que no son
políticos. Sócrates, un indiscutible líder espiritual, siendo acosado por el
amor del general Alcibíades, lo rechazó diciéndole: “Lo que tu quieres de mí no
te lo puedo dar porque yo no lo tengo”. Si un político populista dijera lo
mismo a su pueblo dejaría de ser populista y con ello se convertiría en una
persona normal.
Mientras más imposibles de cumplir
son las promesas, mientras más alucinado es el lenguaje, mientras más
apocalípticas son las visiones, más serán amados los líderes populistas. Hasta
que llega el día en el cual el líder demuestra ser un mortal cualquiera. Puede
ser una derrota militar o una derrota política. Ahí deja de ser un líder. Suele
ocurrir lo mismo en las relaciones de amor interpersonales.
Nadie quiere amar a una persona
cualquiera. Todos queremos que el objeto elegido por nuestro deseo sea un
objeto extraordinario. El amor, por lo menos en las fases iniciales, es amor
idealizado y, por lo mismo, romántico. Pues quiérase o no, la época del
romanticismo todavía no ha terminado, ni siquiera para aquellos que buscan al
amor de sus sueños en los catálogos de las revistas pornográficas. En el fondo
del alma deseamos que nuestros objetos de amor sean perfectos, es decir,
imposibles. Sin amores imposibles nunca habría habido romanticismo. Ni
populismo.
Hay una relación todavía no explorada
entre el amor populista y el amor romántico. Algo difícil de explicar pues el
amor populista no está ausente de romántica. Se trata –eso es fácil constatar-
de un amor extremadamente idealizado. O para hablar con los términos de Freud,
es un amor que refleja al “ideal del yo” y al “yo ideal” al mismo tiempo. En
ambos casos es el amor a “un falso yo”.
Lo mismo suele o ocurrir en el mundo
de nuestras relaciones íntimas. De ahí que cuando llega el momento en el cual
ha sido descorrido el velo de la idealidad y contemplamos el rostro del
verdadero yo del otro, tenemos dos posibilidades. O rechazamos a ese ser y
emprendemos el camino en busca de otra idealidad “superior”, o lo aceptamos tal
cual es; en su humana imperfección. Si la última decisión ha sido tomada puede
que ahí comience otro amor. El de dos seres que se unen para conjurar el miedo
común a la muerte: un amor que se agota en lo posible sin pretender seguir más
allá. Quizás ese es el verdadero amor. Pero no es romántico; que nadie se haga
ilusiones.
El amor populista es como el amor
romántico, imposible. Por eso lo aguarda siempre la hora de la desilusión.
Ningún líder puede ser eterno. El amor populista es, por esa misma razón,
inevitablemente trágico. Casi siempre termina o con la muerte real del objeto
del amor (Eva, Chávez) o con el suicidio (Hitler) o con el asesinato
(Mussolini, Gadafi) y, en los países más civilizados, con el divorcio político.
En eso pensaba el 21-F cuando Evo Morales
perdió el amor del pueblo boliviano. Antes de él, el 22-N, los argentinos
intentaron divorciarse del peronismo una vez más, a través de Macri. El 6-D los
venezolanos no se divorciaron de Chávez pues nadie se divorcia de un cadáver.
Tampoco de Maduro a quien nunca amaron. Pero una parte del chavismo viudo ha
decidido, después del duelo, y pese a los agresivos acosos de Maduro, reiniciar
una vida diferente.
Y después del amor populista
¿sobrevendrá un nuevo amor populista? Suele suceder. ¿O regresará el pueblo a
su condición de masa pues solo podía ser pueblo contemplándose en el espejo del
líder? También suele suceder.
Hay, sin embargo, otra posibilidad:
la conversión de un pueblo en una ciudadanía, es decir, en un conjunto de seres
que se ponen de acuerdo para actuar según el espíritu de las leyes eligiendo y
des-eligiendo a sus representantes cada cierto tiempo. Pero de esa utopía
todavía estamos un poco lejos. La humanidad, por lo menos la humanidad
política, se niega a abandonar el periodo de su infancia.
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