Por Armando Janssens
¿Será posible reconstruir este
país fallido? ¿Habrá voluntad y capacidad en la época que nos espera,
para salir de la maraña que nos abriga? ¿Hay futuro?, ¿con quiénes? ¿Y cuántos
años nos va a costar: diez, veinte o cincuenta?
Con frecuencia observo y oigo
referencias más bien pesimistas y negativas. La sensación, entre muchos, es que
estamos “predestinados” al fracaso, a la imposibilidad de conformar un país
básicamente moderno y democrático. Hay ejemplos en abundancia para confirmar
esta sensación,
desde nuestra condenación como país petrolero (el estiércol del
diablo), acostumbrado a un paternalismo fatal y capaz de dejarse llevar por
“los pajaritos preñados” de un socialismo fantasioso y utópico, hasta la lucha
ciega por el poder donde el bien común casi no entra en juego. Además, el
capital humano se ha ido mermando al observar que muchos de nuestros
(supuestos) mejores cuadros técnicos se han mudado al exterior. Para no olvidar
nuestras deudas internacionales y el desmembramiento de nuestras instituciones.
No comparto este sentimiento
de condenación colectiva. Todo lo contrario: estoy convencido de que habrá
suficientes energías y capacidades presentes (y a consolidar) para enfrentar
con positivismo esta tarea macro que debemos realizar. Una vez que se prenda el
sentimiento de “ahora sí”, nacerán y consolidarán miles de voluntades que
captan que la historia les exige la grandeza de una nueva creación. No desde
cero, sino a partir de los conocimientos y realidades acumuladas que serán las
piedras para realizar este futuro. O como escribe Milagros Socorro en su
Twitter: “La sensación es de que en cualquier momento amanece… y estamos tan
impacientes por ver el sol y sentir la brisa mañanera disipando sombras”.
Todavía me recuerdo como joven
adolescente, mi visita a ciudades alemanes totalmente destruidas. Y donde en
medio de una temperatura para congelarse, centenares de mujeres (sus hombres
habían muerto…) formaban filas continuas para sacar los ladrillos rojos de los
edificios destruidos, limpiarlos y amontonarlos para la pronta construcción de
sus nuevos hogares. Capté esta profunda fuerza moral y humana que siempre deben
acompañar los grandes momentos.
Quizás no somos suizos ni
alemanes. Pero cuando observo a nuestro pueblo y sus adquisiciones a lo largo
de los cincuenta años que estoy en este país, puedo valorizar la gran energía
presente que ahora debe ser manejada en función de un nuevo gran proyecto a
realizar. No olvidar que la mayoría de las casas de nuestros sectores populares
fueron construidas por ellos mismos con una tenacidad ejemplar. No se puede
olvidar la gran cantidad de empresas urbanísticas y de constructores que hace años
puso a Venezuela a la cabeza del continente en este renglón de urbanizaciones
populares.
A pesar de todos los problemas
en la educación observo, en Internet y en los blogs, cantidad de iniciativas,
estudios y reflexiones que nos hablan de una dinámica creadora con grandes
miras hacia el futuro. Y, sorprendentemente, nuestras organizaciones sociales
que fueron desconocidas o saboteadas por la actual administración pública
sobreviven con fuerza. Han adaptado sus programas y equipos humanos para
adecuarse a las nuevas realidades, pero siguen activas como nunca y dispuestas
a colaborar e invertir en esta nueva etapa que está en sus albores.
Los miles de emprendedores,
que como un fenómeno humano esperanzador está presente en todas partes,
reflejan las energías en ciernes presentes en nuestra sociedad, y reflejan un
futuro productivo que caracterizará nuestro país. La resiliencia que tiene
nuestra gente en momentos tan difíciles como hoy, será mañana la fuerza del
progreso deseado.
Una especial atención hacia nuestros
estudiantes de las instituciones superiores. Han resistido a pesar de las
persecuciones o los que todavía están sufriendo cárceles. Entre ellos están los
que mañana podrán dirigir los proyectos nacionales de progreso y bienestar y
los renovados partidos políticos.
En la misma línea constato la
actuación integradora de empresas y sus cámaras, gremios y federaciones
empresariales. La integración actual es superiora la dinámica administrativa y
burocrática de antes y están redefiniendo su papel futuro, muy ligado a la
responsabilidad social de cada uno de ellos.
Podía seguir nombrando muchos
espacios sociales y productivos en la misma línea: a la banca privada que
sobrevive con un alto nivel ético y profesional y que se abrieron al
microcrédito; al comercio con las miles de bodegas que deben hacer gimnasia
para sobrevivir y siguen sirviendo en medio de grandes dificultades.
Pero la mayor energía
transformadora es la moral y la espiritual. En la esencia de la realidad humana
está inscrita como el ADN de la energía moral. En cada persona y en toda la
sociedad, desde lo más profundo de su ser, está el deseo innato e imborrable de
lo justo, de lo recto, del respeto, de un mañana mejor. El liderazgo nacional
debe dar el ejemplo, no tanto en palabras como en hechos observables. Todas las
instancias de la sociedad deben aportar en eso, cada uno en su campo. Es una
energía que todos deben aportar con miras al bien común.
La energía espiritual es
aquella que apela sobre los valores más altos, ligados a nuestra fe cristiana.
Es la seguridad de que Dios anda en el buen hacer de cada uno. Es la seguridad
que nos llena de energía, que nos hace capaces de tumbar montañas, de allanar
valles y de conducir los ríos al mar. Nuestra Iglesia Católica y sus
autoridades bajo la guiatura espiritual del papa Francisco, junto a las demás
iglesias cristianas y religiones deben asegurar la profundidad de esta etapa
para asegurar cambios substanciales y auténticos y no un maquillaje
pasajero.
28-02-16
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