Por Colette Capriles
Para intentar ver hacia dónde
se despliega esta crisis, o mejor dicho: esta etapa de la crisis, conviene
marcar las diferencias con respecto a otras. Es importante hacerlo porque es
patente la voluntad del madurismo de repetir antiguos esquemas discursivos,
como el de la “oligarquía blanca fraguando un golpe de estado contra el pueblo”
que, a decir verdad, solo resuena en lo más bajo del inframundo estalinista
universal.
Y es que justamente la
diferencia crucial es que el régimen abandonó el registro simbólico para
atrincherarse en lo real: el reino de la fuerza como razón última. O como única
razón. Desde el momento en que Maduro salta del tablero de la legitimidad
democrática, la que proviene del voto, hacia el terreno oscuro de la doctrina
de seguridad nacional que identifica al oponente, al ciudadano, como enemigo
interno, se redefine a sí mismo en franca ruptura, no sólo con la Constitución,
sino hasta con la lógica plebiscitaria que sostenía al chavismo.
Ese salto, que había venido
siendo ejecutado en cámara lenta desde el mismo momento en que las elecciones
del 6D marcaron la voluntad mayoritaria de cambio político, se volvió
obscenamente visible, como sabemos, con las sentencias 155 y 156 de la Sala
Constitucional. Es imposible saber qué factor marcó esta fatal aceleración del
proyecto de radicalización. Cierta hybris, o la arrogancia de creer que
los tres meses de estupor transcurridos desde el arrebatón del referendo
revocatorio y de las elecciones regionales podían durar eternamente. O la otra
arrogancia de pretender desafiar la nueva configuración regional que señala el
resquebrajamiento moral y político del sexagenario proyecto de la corrupta
izquierda continental.
Y como los dioses ciegan a
aquellos caidos en desgracia, el clan madurista fue incapaz de entender que
violar la regla que permite en última instancia dirimir el conflicto, que es la
electoral, traería al escenario la más potente indignación popular y
reunificaría a la conducción política de la oposición con una agenda
sustantiva: restituir la vigencia de la Constitución como articulación de las
distintas demandas políticas. No supo leer el significado de un nuevo liderazgo
en la Asamblea Nacional ni de la reorganización de la Mesa de la Unidad
Democrática. Olvidó el efecto lento pero persistente de las defecciones, de las
purgas, de las ahogadas rebeliones dentro del chavismo. Pero sobre todo, leyó
las encuestas torcidamente: se convenció que podría vegetar con su 30% de apoyo
sin evaluar que la intensidad del repudio del otro 70% estaba aguardando
su momento para manifestarse. El plan parecía sencillo: terminar de
desarticular institucionalmente a los partidos políticos, repartir cajas de
comida y alargar la gestión de un Estado fallido hasta el umbral de unos
comicios presidenciales que aseguraran la continuidad del régimen. Todo bajo la
promesa de lealtad de la corporación militar, ya imbricada inextricablemente
con las dinámicas económicas, políticas y simbólicas del régimen.
El gobierno de Maduro enfrenta
este momento político con la lógica del enemigo interno y de la contención
militar de la presión popular. El costo político de la represión institucional
parece ser irrelevante en esta lógica. En definitiva, el 19 de abril se
escenificó el mensaje; el verbo se hizo carne y cuerpo de millones y la
respuesta fue militar y eficientemente ejecutada. Pero el 20 de abril aparece
otro fenómeno que el silencio oficial califica por sí solo: el mensaje de
quienes en estrecha complicidad clientelar, ejercen el gobierno paralelo de los
barrios. Un mensaje de sangre y miedo dirigido a la cúpula que con tolerancia
ha estimulado el reinado de paramilitares, pranes y de su entretejido con la
fuerza pública. La militarización de las ciudades con fines de represión
política afecta también la dinámica del paraEstado y la respuesta de éste es
que no cederá su control, su peculiar monopolio de la violencia, sobre amplias
zonas urbanas y suburbanas. Hay entonces un tercer actor en el conflicto, de
cabezas múltiples y forma incierta. Esta amenaza hacia la gobernabilidad del
propio régimen puede llegar a ser definitoria en este conflicto y hacia el
tránsito democrático.
Se impone una solución
política. La agenda de la oposición y de la sociedad está clara: garantizar las
condiciones constitucionales para realizar elecciones. Sin la liberación de
presos y levantamiento de inhabilitaciones, sin el reconocimiento absoluto al
poder legislativo (que permita la recomposición democrática del Consejo
Nacional Electoral y del Tribunal Supremo de Justicia), el mero llamado a
elecciones regionales y locales es insuficiente, en el sentido de que no habría
garantías para un mínimo grado de competitividad. Habrá que discutir,
probablemente, el adelanto de las elecciones presidenciales y un mecanismo
constitucional para ello. En todo caso, se trata en realidad de un plan de
re-establecimiento de un mínimo funcionamiento institucional para permitir que
se exprese la voluntad popular.
Pero el punto focal de una
solución política no es evidentemente un asunto de agenda, sino que la cúpula
que gobierna reconozca la necesidad estructural de la alternabilidad y el
cambio político. Hace falta, como ha sido ilustrado en incontables experiencias
de transición, una ruptura en la elite dominante. Hay fracturas pero el
edificio sigue suspendido en su propia imposibilidad. Sin una solución política
el horizonte seguirá encajonado entre la amenaza de golpe pretoriano que venga
a “poner orden” y la inestabilidad de un Estado fallido que observa
impertérrito la miseria que provoca.
¿Podrá sostenerse la presión
en los múltiples espacios en los que ya tiene lugar, el doméstico, el foráneo,
la FANB, las líneas de lealtad internas? ¿Podrá esta estructura minada por su
propia corrupción, desconfianza, incompetencia, crueldad hacia la población,
soportar estas presiones? Todos los escenarios son posibles hoy. Quizás la
entrevista de Almagro con Leonel Fernández en República Dominicana sea el
preludio de otro horizonte, en el que se pueda diseñar un esquema de reglas
mínimas para dirimir la crisis. Pero será un proceso arduo y difícil que
exigirá una enorme madurez política. Ojalá que este sufrimiento compartido nos
haya ayudado a alcanzarla.
23-04-17
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