Fernando Mires 28 de abril de 2017
Tenemos
que aceptarlo. Hay una discordancia perpetua entre el significado de las
palabras y sus significantes asignados. O mejor: entre el uso de las palabras y
los objetos que las palabras no nombran. No nos damos cuenta, pero hablamos con
palabras que han perdido hace tiempo su significado originario.
La
realidad cotidiana es metafórica y metonímica, aunque no poética. La metáfora
es intencional y deliberada solo en la poesía. Nadie puede exigir que la
palabra poética se ajuste a su significado. Las metáforas y metonimias
cotidianas, en cambio, surgen del uso equivocado de las palabras, sobre todo
cuando las decimos sin pensar.
Pensar,
en cambio, supone restituir a las palabras su valor originario, valor que, por
lo general, no coincide con su valor de uso ni con su valor de cambio.
Quien
escribe estas líneas, por ejemplo, ya se cansó de discutir con quienes al usar
palabras como neo-liberalismo, populismo, fascismo, aluden a realidades tan
distintas, que al final no aluden a ninguna. Pero, a la vez, si uno no quiere
vivir como un ermitaño, en aras de la comunicación social, termina por aceptar
el valor de uso de las palabras, haciendo caso omiso de su significación
originaria. Eso, sin embargo, es lo que no puede ocurrir en el ejercicio de las profesiones científicas o filosóficas.
En esos campos estamos obligados a trabajar con significados, si no reales, por
lo menos aproximados a los objetos que consideramos reales. Por eso discutimos
tanto. Cada discusión es un intento por ajustar los términos que usamos, a los
significados que consideramos más exactos.
El
problema más grave aparece cuando son usados como sinónimos términos que en su
significación no solo son distintos sino, abiertamente contrarios. Esa es
precisamente la razón por la cual escribo estas líneas. Pues he detectado dos
términos contrarios que suelen ser utilizados como sinónimos: radical y
extremista.
Radical,
en sentido estricto, significa ir al fondo de las cosas, a las raíces de la
designación palábrica. Para eso es necesario pensar “profundamente”.
Extremista, en cambio, significa situarse en una posición lejana al fondo de
las cosas, en un extremo.
En
política, como en otros ámbitos de la vida, no se puede ser extremista y a la
vez radical. O uno baja a las raíces o se desliza en la superficie hasta
alcanzar un extremo. El extremista, al posicionarse, prescinde del pensamiento.
En lugar de pensar “es pensado” (por una ideología, por una creencia, por una
supuesta moral) Un radical, por el contrario, no puede existir sin pensar.
El
pensamiento, al intentar bajar hacia el fondo de las cosas es vertical.
Asciende y desciende. No puede haber, por lo mismo, un radicalismo de derecha o
de izquierda. Solo puede haber un radicalismo de mayor o menor profundidad.
Pero sí puede haber un extremismo de derecha o de izquierda.
Si
observamos las elecciones que tuvieron lugar en Francia (solo para recurrir a
un ejemplo reciente) podríamos decir que el discurso del “centrista” Macron era
más radical que el de Le Pen.
La
candidata, habiéndose situado en el extremo de una superficie, proponía una
renovación total de la república, haciendo caso omiso de la historia y de la
tradición de la nación. El candidato, en cambio, recurría a los valores de la
gran revolución de 1789 (libertad, solidaridad, fraternidad); es decir,
retomaba las raíces de la historia de su país. Le Pen -al igual que Mélenchon,
su mellizo de izquierda- es extremista. Macron, en cambio, es radical.
Un
segundo ejemplo de mal entendida radicalidad lo proporcionan algunos sectores
de la oposición venezolana, conocidos públicamente como “opositores a la
oposición”. Frente a las violaciones constitucionales cometidas por la
dictadura ellos no han tenido mejor idea que proponer el abandono de la guía
constitucional sustituyendola por grandiosos llamados épicos sin contenido, sin
ninguna estrategia, como si las grandes masas fueran solo un objeto puestas al
servicio de sus deseos.
Al
actuar así cometen tres grandes errores. Primero, hacen de la persona de Maduro
el único problema, a sabiendas que la dictadura es solo parte de un sistema de
dominación con ramificaciones en todas las regiones del país. Segundo, al dejar
de lado el argumento constitucional –al cual pertenecen las elecciones como las
raíces a un árbol- siguen el juego a la
dictadura de Maduro, caracterizada precisamente por la ruptura constitucional.
Tercero, apuestan todas las cartas a la posibilidad de un quiebre al interior
de las FANB, institución central de la dictadura a la cual no tienen ningún
acceso.
En
breve, en nombre de una mal entendida radicalidad, los “opositores a la
oposición” se sitúan en un extremo, abandonando todos los campos políticos a la
dictadura. No han podido ni querido entender que insurreciones democráticas
carentes de legitimación constitucional nunca han existido. Ni en Venezuela ni
en ninguna otra parte. Ellos, en fin, no son radicales. Son simples
extremistas.
Para
ser radical –esta es la idea- hay que
alejarse de los extremos. Seguir usando los términos radical y extremista como
sinónimo es, en consecuencia, un disparate. Un disparate: una palabra disparada
al aire.
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