Por Ricardo Hausmann y Miguel Ángel
Santos
El deterioro de las
condiciones de vida de los venezolanos continúa su trayectoria implacable. Uno
puede decir que la caída en la producción de los últimos cuatro años (37%) no
tiene precedentes en la historia de América Latina, o indicar que, en términos del
poder de compra de las calorías más baratas disponibles, el salario mínimo
ampliado se ha desplomado 87% en ese mismo período. Pero la verdad es que al
lado de las muertes de neonatos que están ocurriendo en los hospitales de
Venezuela, las asombrosas imágenes de desnutrición infantil, o la
desesperación que produce la ausencia absoluta de medicamentos para enfermedades crónicas,
cualquier estadística que busque describir la catástrofe es apenas un
eufemismo.
Esta dura realidad, que
continuará deteriorándose mientras el chavismo continúe en el poder, nos obliga
a pensar en qué debe hacer un futuro gobierno para aumentar el consumo y la
producción de los venezolanos desde el primer momento y restaurar el bienestar
y la prosperidad del país en el mediano plazo. Ese debe ser el objetivo central
de cualquier programa, y en función de él deben definirse y organizarse el
momento y la secuencia de las políticas que deben adoptarse.
Para poner al país en una
senda de recuperación, es imprescindible identificar cuál es la mayor
restricción a la expansión de la producción y el consumo. Una hipótesis es que
la causa central radica en las políticas en contra del libre mercado. Sí, es
cierto que desde mediados de la década pasada el país ha sido objeto de un
experimento de dominación social, que aniquiló –a través de numerosas
expropiaciones, controles y regulaciones– los mecanismos a través de los cuales
la gente se organiza de manera espontánea, para producir lo que otros demandan
y comprar lo mejor de lo que es posible producir. Este fracasado experimento es
un factor importante en la tragedia venezolana, pero la destrucción de los
mecanismos del mercado ya estaba allí en el año 2013, cuando el tamaño de la
economía venezolana era 50% mayor al de hoy. El avance del estado controlador,
que obstaculiza el progreso y compite deslealmente con sus productores, ha sido
mucho más gradual que la caída abrupta que se ha registrado en los estándares
de vida en los últimos 4 años. ¿Qué cambios desde el 2013 pueden explicar este
descalabro?
La explicación más convincente
es la restricción en el acceso a las divisas. Desde 2013, el sector público de
Venezuela ha visto evaporarse su superávit de dólares por tres razones
fundamentales. En primer lugar, por la caída en los precios del petróleo. La
cesta venezolana pasó de promediar 101 dólares por barril en 2013, a 35 dólares
en 2016. El promedio del primer semestre de 2017 –44 dólares por barril– está
56% por debajo del de 2013. Pero no sólo han caído los precios. En los primeros
seis meses de este año, la producción petrolera de Venezuela fue 16% menor a la
de 2013 (42% menor a la de 1998). En conjunto, esa combinación de caída de
precios y volúmenes de producción es equivalente a perder dos tercios de los
ingresos corrientes en divisas. Por último, desde 2014 Venezuela tiene cerrado
el acceso a los mercados internacionales. Mientras la mayoría de los países
exportadores de minerales aprovecharon la prolongada bonanza para liquidar
deudas y ahorrar para tiempos difíciles, el gobierno de Venezuela multiplicó su
deuda por seis y liquidó los activos de la República. El cierre del
financiamiento hizo que, ya para el 2013, a pesar de los altos precios del
petróleo, el país entrara en recesión porque no podía seguir sobre-gastando
como lo había venido haciendo hasta esa fecha. Cuando cayó el precio del
petróleo a mediados del 2014, el país no pudo pedir prestado para evitar un
colapso de las importaciones. Nuestra prima de riesgo se cuadruplicó, pasando
de un ya prohibitivo 8,8% a un 34,1% entre junio de 2014 y enero del 2015. El
cierre del financiamiento puso al país ante la disyuntiva de reestructurar su
deuda externa o recortar drásticamente sus importaciones. Como sabemos, el
gobierno de Maduro prefirió pagarle a Wall Street e hizo el recorte de importaciones
más grande que se haya visto en el mundo entero desde 1960, fecha desde la cual
se recogen las estadísticas de importaciones de bienes y servicios. Nuestro
colapso en las importaciones entre 2013 y 2016 es superior a la de crisis como
las de Mongolia (1992), Nigeria (1987), Sierra Leone (1998) durante su guerra
civil y de Palestina durante su Intifada. El gráfico 1 resume el descalabro de
exportaciones e importaciones. En términos de poder adquisitivo por persona,
las exportaciones han caído 71% en cuatro años. Las importaciones de bienes,
por su parte, cerrarán el 2017 en su punto más bajo en la historia, con una
caída de 79% en ese mismo período.
Lo interesante es que esta
caída de las importaciones es mucho mayor que la de 37% registrada en el
producto interno bruto (PIB). Esto sugiere que las cifras del BCV y de otros
entes subestiman la caída en la actividad económica. De hecho, extrapolando a partir
de las estadísticas oficiales publicadas hasta el tercer trimestre de 2015, el
PIB per cápita cayó 29% entre 2012 y 2016; pero en el caso de manufactura,
construcción, comercio y transporte, la caída aproximada es de 54% (y esto sin
incluir la caída que se ha registrado en 2017). Esto quiere decir que, si
dejamos por fuera del cálculo los servicios provistos por el gobierno (que se
estiman a partir de la nómina pública y no del valor que tienen para los
ciudadanos) y otros sectores cuya actividad es propensa a errores de estimación
(telecomunicaciones, servicios financieros), la caída en la actividad económica
se encuentra mucho más en línea con la caída en importaciones.
El espejo más fiel de la
enorme restricción que representa el acceso a divisas es el movimiento del
mercado paralelo. Medido en dólares, al tipo de cambio del mercado paralelo, lo
poco que Venezuela aún es capaz de producir vale muy poco. Esto es otra forma
de decir que los dólares son muy costosos. El salario mínimo mensual ampliado, recién
aumentado a 325.544 bolívares, no alcanza para comprar 16 dólares en el mercado
paralelo. Toda la liquidez del sistema bancario, que totalizaba 56.000 millones
de dólares en diciembre de 2012, no llega a 1.700 millones ahora.
No se trata solamente del
dólar paralelo. Los bienes transables –los que se pueden importar o exportar–
reflejan unos precios en Venezuela que son múltiplos de los que correspondería
si fuesen importados a la tasa DICOM, por no decir cientos de veces mayores que
si hubiesen sido importados –y vendidos– a la tasa DIPRO. Por ejemplo, en
promedio en el mes de agosto, el tipo de cambio en el mercado paralelo fue de
15.590 Bs/$, pero la tasa que equiparaba el precio de un kilo de arroz en
Caracas y en Barranquilla era 12.320 Bs./$; 12.930 en el caso del aceite
vegetal, 20.070 en el caso del azúcar y 23.200 en el de las pastas. Estos dos
últimos son casos menos comunes; en general la mayoría de los alimentos exhiben
precios muy por debajo del dólar paralelo.
El gráfico 2 presenta la tasa
de cambio que haría que los precios de una muestra de 58 bienes de la canasta
básica alimentaria se equipararan a los de Barranquilla. En agosto pasado, los
precios promedio de estos alimentos en 38 puntos de venta en el área
metropolitana de Caracas se igualaban a los precios de Barranquilla a una tasa
de cambio de 8.190 Bs./$. En promedio, esta cifra se encuentra 47% por debajo
del dólar paralelo, pero es 171% más alta que el promedio del dólar DICOM de
Agosto (3.020 bolívares por dólar) y 819 veces el dólar DIPRO (al que, según el
propio BCV, se liquidan 81% de las divisas que se le venden al sector privado).
El hecho de que el acceso a
divisas sea la principal restricción al crecimiento de la economía trae consigo
varias implicaciones para la política económica. En primer lugar, si bien es
cierto que el aparato industrial de Venezuela ha sido diezmado, también es
verdad que con la capacidad instalada actual se podría producir mucho más. Para
alcanzar ese potencial es imprescindible abrir el acceso a divisas y abastecer
al aparato productivo de materias primas, insumos intermedios y repuestos.
En segundo lugar, el problema
no se resuelve legalizando el dólar paralelo y liberando los precios, como
intentó Miguel Pérez Abad en mayo de 2016. Estas medidas, en
un contexto de restricción creciente de divisas, no impidieron la peor caída en
la actividad económica registrada en la historia de Venezuela. Unificar el tipo
de cambio y liberalizar precios pensando que esto resolvería el problema de
acceso a las divisas, como propuso UNASUR en junio del 2016, llevaría a un
resultado similar. A fin de cuentas, liberar el cambio contribuye a hacer un
uso más eficiente de los pocos dólares que tenemos, pero no genera más divisas.
Si el objetivo primordial de
un programa de recuperación es expandir los niveles de consumo y producción
desde el primer momento, y reconocemos el acceso a divisas como la principal
restricción, está claro que debemos concentrarnos en relajar esa restricción y
organizar los distintos elementos de política en consecuencia. De hecho, como
veremos a continuación, resolver la crisis de divisas cambiando el flujo de
dólares del gobierno es parte integral de la solución de otros desequilibrios
que exhibe la economía venezolana.
Endeudamiento excesivo
Para mediados de 2017 el
sector público venezolano había acumulado una deuda externa aproximada de 178
millardos de dólares. De esta cifra, unos 118 millardos son instrumentos
financieros (bonos, préstamos documentados y pagarés), y unos 60 millardos son
las mal llamadas “deudas no financieras” (por tratarse de obligaciones con
entidades no financieras). En el caso de Venezuela, ese conjunto de compromisos
incluye atrasos con proveedores, contratistas y socios petroleros,
autorizaciones de adquisición de divisas no liquidadas, y demandas por
expropiación en los tribunales internacionales (entre otros). Los costos
asociados son igual o más pesados que los intereses de los bonos, pues nos han
cerrado el crédito comercial (obligándonos a pagar por adelantado y a utilizar
intermediarios cada vez menos confiables), reducido la producción de petróleo
(por deficiencias en la provisión de servicios de contratistas y retrasos en
las inversiones petroleras de nuestros socios), o puesto en riesgo los activos
de la República (derivados de sentencias en contra en los arbitrajes). Ambos
tipos de compromisos, aunque por diferentes razones y a través de distintos
mecanismos, le resultan extraordinariamente costosos a la República.
Una forma transparente de
evaluar si Venezuela está endeudada en exceso consiste en expresar la deuda
pública externa como proporción de las exportaciones, pues tanto la deuda como
las exportaciones vienen medidas en dólares. Según este indicador, la deuda
financiera de Venezuela (incluyendo gobierno central, PDVSA, deuda con multilaterales,
además de China y Rusia) equivale a cuatro veces sus exportaciones. Cuando se
incorporan las deudas con instituciones no-financieras, Venezuela debe más de
seis veces sus exportaciones anuales, líder a nivel mundial muy por delante de
Sudán (4,3) Mongolia (4,1), Yemen (3,9) y Burundi (3,3), cuatro países de bajos
ingresos y sin acceso a los mercados voluntarios de capital.[1] Según este indicador, la deuda en
Venezuela es más de tres veces el promedio de América Latina (1,8), y más del
doble del país que nos sigue en la región, Jamaica (3,0), que viene saliendo de
una reestructuración de deuda.
Esta realidad trae consigo
implicaciones de política económica muy concluyentes: Venezuela está
fuertemente sobre-endeudada y no va a salir de la situación en que se encuentra
emitiendo más deuda, a tasas que el mercado le exigiría a un país con esos
niveles tan elevados de endeudamiento. Las últimas dos operaciones que el
gobierno ha realizado, el canje de bonos de PDVSA a finales de 2016 (con
garantía de acciones de CITGO) y la venta de bonos en tesorería a Goldman
Sachs, se hicieron a 21% y 48% en dólares, respectivamente. Menos pan para hoy
y más hambre para mañana.
Aún si pensamos en el
escenario de una transición política, la estrategia de emitir deuda para pagar
deuda es inviable por tres razones. En primer lugar, porque aún en el mejor de
los casos, las tasas de interés sobre la deuda estarían muy por encima de la
tasa promedio de crecimiento de la economía en el mediano plazo, lo que
obligaría a imponer un ajuste fiscal contractivo (subir impuestos, recortar más
el gasto) para generar el superávit con el cual servir la deuda. Por ejemplo,
una tasa de interés del 12% (alta para cualquier país normal pero similar a la
de Venezuela en 2012 cuando el petróleo estaba en más $100 el barril y la
economía era mucho mas grande) y un crecimiento del 5% anual, requerirían un
superávit primario del más del 8% del PIB. Ningún país en la historia jamás ha
conseguido hacer esto, porque implicaría un sacrificio intolerable. Además,
sería inconsistente con el objetivo de recuperar el bienestar nacional. En
segundo lugar, porque si se deduce de nuestras exportaciones el pago de
intereses (sin las amortizaciones) de deuda, la cifra disponible no permitiría
recuperar significativamente las importaciones por lo que no podríamos aumentar
la producción y el consumo. En tercer lugar, porque el sobre-endeudamiento
ahuyentaría la inversión que Venezuela necesita para salir adelante, porque
aumenta la probabilidad de inestabilidad macroeconómica en el futuro y con ella
el riesgo de una nueva crisis.
El financiamiento monetario
del déficit fiscal
La inflación que azota a
los venezolanos es consecuencia de la combinación entre las limitaciones en la
oferta de bienes que se derivan de la escasez de divisas y el financiamiento
monetario que el Banco Central de Venezuela (BCV) otorga al sector público para
cubrir el déficit fiscal. La emisión de dinero del BCV en los últimos 12 meses
creció 716%. Su principal contraparte son préstamos a PDVSA, los cuales ya son
equivalentes a todo el dinero emitido por el BCV. En consecuencia, el control
de la inflación pasa por resolver los cuellos de botella a la oferta de bienes
que hemos comentado más arriba, y detener el financiamiento monetario del
déficit fiscal. El problema de la inflación no se debe al déficit fiscal en sí,
sino al hecho de que se lo está financiando el BCV. Dentro de la necesaria
recuperación que necesita la sociedad venezolana, no vamos a estar en
condiciones de reducir el déficit fiscal primario, pero si de financiarlo a
través de mecanismos que no generen más inflación.
A menudo se ha dicho que una
forma de reducir el déficit público seria a través de una devaluación con
unificación cambiaria. Intuitivamente, mientras más caro se vendan los dólares
del petróleo al sector privado, mayores serán los ingresos en bolívares del
sector público. Ahora bien, para que una devaluación mejore las cuentas
fiscales, el sector público debe tener un superávit en divisas. Actualmente el
gobierno tiene más gastos en dólares que ingresos, por lo que la devaluación en
lugar de contribuir a reducir el déficit fiscal lo agravaría. Pero si le damos
vuelta al flujo de divisas del sector público, tendremos un superávit de
dólares que venderle al sector privado (para que tenga con qué recuperar la
producción), y al hacerlo a un tipo de cambio mayor, reduciremos el déficit
fiscal. De manera que darle la vuelta al flujo de caja del sector público y
aumentar la oferta de divisas es esencial para financiar el déficit fiscal sin
imprimir dinero.
Unificación cambiaria e
inflación
Es posible unificar el mercado
cambiario sin que suban los precios de los bienes transables. El tipo de cambio
refleja la relación entre la oferta esperada de divisas y la emisión esperada
de dinero inorgánico por parte del BCV. Mientras más divisas y menos bolívares
se anticipen, mas fuerte será el bolívar. Si logramos aumentar la oferta de
divisas y reducir la emisión monetaria del BCV, la unificación cambiaria
ocurriría con una importante apreciación con respecto al mercado paralelo.
Esto es importante, pues el
precio del dólar en el mercado paralelo se encuentra muy por encima del valor
del dólar que igualaría los precios de la Canasta Alimentaria Familiar (CAF)
con los de idénticos productos en Barranquilla (gráfico 2). En un contexto de
apertura comercial y tipo de cambio unificado, esos precios se tenderían a igualar
al tipo de cambio unificado. Si la unificación cambiaria se diese al tipo
de cambio que iguale los precios en Venezuela con los del exterior, no habría
ningún impacto inflacionario. Claro está, este tipo de cambio es muy superior
al DICOM y cientos de veces mas depreciado que el DIPRO. La unificación
eliminaría los subsidios implícitos que reciben los que tienen acceso a esa
tasa y la diferencia iría a cerrar el déficit fiscal, deteniendo la emisión de
dinero inorgánico que lleva a la depreciación y a la inflación. Por esta razón,
la estrategia para revertir el flujo de caja en dólares del gobierno es la
piedra angular de una unificación cambiaria sin traumas.
¿Cuál es la estrategia para
cambiar el
flujo de caja de divisas de la nación?
¿Cómo podríamos aumentar
nuestras importaciones de forma significativa, si las exportaciones se
mantienen bajas, no tenemos acceso al financiamiento a tasas razonables, el
peso de la deuda nos ahoga, y nuestras reservas y activos internacionales han
sido liquidados o se encuentran comprometidos?
Algunos han propuesto que la
solución es aumentar drásticamente nuestras exportaciones de petróleo. Si bien
esta es una meta deseable, no es posible lograrlo a la velocidad que el país
necesita y no generaría un alivio significativo en el flujo de divisas.
En los últimos años, la
industria petrolera ha venido reduciendo sus inversiones e importaciones de
maquinaria y equipo, lo que condujo a la caída acelerada en la producción que
comentamos más arriba. La impericia operativa y el endeudamiento excesivo han
llevado a PDVSA a sacrificar inversión para cumplir con el servicio de deuda.
Dado que –de acuerdo con la Ley Orgánica de Hidrocarburos– PDVSA debe tener la
mayoría accionaria en todos los campos petroleros, al quedarse la estatal
venezolana sin dinero para invertir, se vino abajo también la inversión de
nuestros socios. El deterioro institucional y los múltiples atrasos con
proveedores, socios y contratistas no han contribuido a mejorar la situación.
La PDVSA roja-rojita que nos
dejará la revolución es una empresa en franco deterioro, que en lugar de
convertirse en una fuente neta de divisas va a requerir considerables
inversiones para estabilizar la producción y sentar las bases de la
recuperación de la producción petrolera. No va a ser una fuente significativa
de mayores divisas. Para aumentar la producción petrolera tendremos que adoptar
un marco legal que no obligue a PDVSA a participar en todos los proyectos con
un mínimo del 50%, como lo establece la Ley de Hidrocarburos. Eso permitiría
desvincular los prospectos del sector petrolero de la difícil situación
gerencial, operativa y de caja de PDVSA. Aún bajo el supuesto de que consigamos
atraer grandes inversiones privadas en el sector petrolero, los dólares
correspondientes a dichas inversiones no estarían disponibles para pagar servir
la deuda existente o importar comida y materias primas para el resto de la
economía, sino que vendrían al país a financiar los gastos en dólares de esos
proyectos petroleros. Los impuestos que generen esas inversiones demorarán
algunos años en materializarse.
La única forma que hemos
podido identificar para darle la vuelta al flujo de divisas del sector público
–que también es la única que los gobiernos de Chávez-Maduro no han
agotado– es a través de la asistencia financiera internacional. La comunidad
internacional se ha organizado desde el acuerdo de Bretton Woods para prevenir
y manejar crisis como la venezolana, porque dichas crisis le hacen daño no solo
a los ciudadanos de su país sino al de sus vecinos y al resto del mundo. La
institución creada preeminentemente para coordinar los esfuerzos en las crisis,
y a la que se le ha dado los recursos financieros para hacerlo, es el Fondo
Monetario Internacional (FMI). El FMI presta recursos en situaciones en la que
los mercados se han cerrado y lo hace a tasas menores al 2%, lo que representa
una ínfima fracción de los rendimientos de mercado de la deuda venezolana y del
48% que se comprometió a pagar PDVSA por los bonos colocados a Goldman Sachs en
junio.
Ahora bien, dado que esta
deuda nueva con organismos multilaterales se vendría a sumar al stock ya
existente, la única forma de proyectar un futuro sostenible es a través de una
reducción en el stock de deuda vieja. Los tenedores de la deuda existente
decidieron libremente invertir en lo que terminó siendo un fracaso económico
sin precedentes y deben compartir las consecuencias de ese fracaso. Si la deuda
vieja hubiese sido invertida en más producción, hubiese generado los recursos
con la que se podría honrarla. Nada de esto ocurrió, por lo que el servicio de
esa deuda no puede hacerse sino a costa de mantener en la miseria a los
venezolanos.
Ambas estrategias, la
asistencia extraordinaria por parte de los organismos multilaterales junto con
una reestructuración de deuda que traiga una reducción
importante de principal e intereses, le abrirían al país la posibilidad de
aumentar las importaciones y expandir de forma acelerada la producción y el
consumo. Los menores niveles de deuda en el contexto de un programa de reformas
consistente reducirán la percepción de riesgo del país, haciéndolo mucho más atractivo
para los flujos de inversión privada directa.
La asistencia internacional y
la reestructuración de deuda permitirían generar un superávit de divisas en el
sector público que, al ser vendidas al sector privado a una tasa de cambio más
depreciada, mejoraría las cuentas fiscales y reduciría la necesidad de emitir
dinero para cubrir el déficit. El equilibrio fiscal no vendría de la
implementación de políticas contractivas basadas en nuevos impuestos y la
reducción del gasto interno, sino de la recuperación económica, que aumentará
el IVA que se cobra sobre las importaciones y el PIB, así como también el
impuesto sobre la renta y demás tributos.
Antes de que el BCV
suspendiera las ventas en el mercado del DICOM para tratar de ahorrar divisas
para hacerle frente a los 3.500 millones de dólares del servicio de deuda de
octubre y noviembre de este año, el gobierno estaba ofertando en dicho mercado
menos de 20 millones de dólares a la semana. En el esquema propuesto, el
BCV podría vender entre $50 y $60 millones de dólares al día. Esto debería
conducir a una unificación cambiaria a una tasa más apreciada de la que se
observa en el mercado paralelo, lo que le pondrá un freno a la inflación de
alimentos y demás bienes transables, aún en el contexto de una liberación de
precios.
Nuestro enfoque parte de la
premisa de que a Venezuela le urge atender la emergencia humanitaria y mejorar
la calidad de vida, lo que a su vez requiere de una expansión inmediata en la
producción y el consumo. Para producir dicha expansión, el aparato productivo
requiere de mayor libertad y menos controles, eliminando toda la parafernalia
legal que se ha creado para coartar la capacidad de la sociedad de
auto-organizarse para producir. La restitución de las libertades económicas y
los derechos de propiedad es condición necesaria, pero no suficiente. En
paralelo, se requiere de un aumento muy significativo de las importaciones
petroleras y no petroleras.
Lo que ha sobrevivido del
sector privado necesita divisas para reabastecerse de materias primas, insumos
intermedios y repuestos con los que aumentar su producción. El aumento de
importaciones, en vista de las exportaciones petroleras deprimidas y el peso
excesivo del servicio de deuda, abriría una brecha significativa en nuestras
cuentas externas. Por esa razón, la recuperación exige una estrategia para
resolver la principal restricción que enfrenta la economía –el acceso a
divisas– y para ello es necesario darle la vuelta al flujo de caja en dólares
del país.
La asistencia financiera
internacional y la reestructuración de los compromisos de deuda de Venezuela
son elementos sine qua non de esta estrategia. Esto nos permitiría unificar el
mercado cambiario sin traumas, y liberalizar los precios sin generar más
inflación en los bienes transables. En el mediano plazo, nuestra capacidad de
pago y el sostenimiento de la economía dependerán de nuestra capacidad para
recuperar la producción de bienes (vía sustitución de importables o
exportación) como el petróleo, la agricultura, la manufactura, el turismo y el
software, entre otros. Para ello, necesitamos hacer de Venezuela un destino
atractivo para gente talentosa y trabajadora y para la inversión nacional y
extranjera.
Esta lógica es completamente
opuesta a la que ha prevalecido en los últimos cuatro años, en los que se le ha
dado la espalda a los venezolanos y se ha hecho todo por complacer a Wall
Street. Con esta decisión, nuestras importaciones e inversiones son apenas el
remanente de lo que quede luego de restar de nuestras exportaciones la carga de
un servicio de la deuda cada vez más pesado. La caída de la importación se ha
traído consigo a la producción, petrolera y no-petrolera, con lo que han caído
aún más nuestras exportaciones y nos ha metido en un perverso círculo vicioso.
Nuestros problemas tienen
solución. Venezuela tiene futuro. Pero no habrá solución ni futuro sin un
cambio político que nos permita abandonar el rumbo económico y la ideología que
destruyó al país y convirtió a Venezuela en el infierno de hoy.
***
[1] Datos
de Indicadores Mundiales de Desarrollo del Banco Mundial, para el último año
disponible (2015).
25-09-17
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